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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

Memorias (50 page)

BOOK: Memorias
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Recuerdo que una vez un judío subrayaba con satisfacción la gran proporción de ganadores del premio Nobel que eran judíos.

—¿Y eso le hace sentirse superior? —le pregunté.

—Por supuesto —me respondió.

—¿Y si le dijera que el sesenta por ciento de los pornógrafos y el ochenta por ciento de los manipuladores sin escrúpulos de Wall Street son judíos?

—¿Es eso verdad? —preguntó asombrado.

—No lo sé. Me he inventado las cifras. Pero ¿y si fuera verdad? ¿Se sentiría inferior por eso?

Tuvo que reflexionar. Es mucho más fácil encontrar razones para considerarse superior que inferior. Pero una y otra cosa no son más que las dos caras de la misma moneda. El mismo argumento que sirve para atribuirse el mérito de los logros reales o imaginarios de un grupo definido artificialmente, se puede utilizar para justificar el sometimiento y la humillación padecido por los individuos debido a las culpas reales o imaginarias achacadas a ese mismo grupo.

Pero volvamos a mi interés por la Biblia. Ya había escrito dos libritos para Houghton Mifflin que lo atestiguaban. Eran
Words in Genesis
(1962) y
Words from the Exodus
(1963). En éstos citaba pasajes de la Biblia (del Génesis en el primero y del Éxodo al Deuteronomio en el segundo) y subrayaba cómo las referencias bíblicas forman parte del idioma inglés. Tenía la intención de hacer un repaso de toda la Biblia de esta manera, pero los libros no se vendieron muy bien, así que me dediqué a otras cosas.

No obstante, el deseo de escribir sobre la Biblia seguía latente y tuve la oportunidad de expresarlo en Doubleday. T O’Conor Sloane, el director de la
Enciclopedia biográfica de ciencia y tecnología
, estaba extrañado de que se vendiera tan bien (y yo también). En 1965 me preguntó:

—Isaac, ¿hay algún otro gran libro que puedas escribir?

—¿Qué tal un libro sobre la Biblia?

Sloane, un buen católico, desconfiaba de mis opiniones religiosas o de mi falta de ellas, e indagó con recelo:

—¿Qué tipo de libro?

—Nada sobre religión ni teología —le respondí—. ¿Qué sé yo de eso? Estaba pensando en un libro que explique los términos y las alusiones bíblicas a una audiencia actual.

Sloane no estaba muy entusiasmado, pero me fui a casa y empecé a trabajar de inmediato. Cuando tenía escritas unas cuantas páginas, le envié una copia a Sloane. Unos pocos días después, almorcé con él y con Larry Ashmead. Sloane seguía sin estar muy entusiasmado. Estaba abatido, pero después del almuerzo, el bueno y leal de Larry me dijo que si Sloane rechazaba el libro, él estaría encantado de editarlo. Me animé y volví al trabajo.

Al final, Sloane lo rechazó y Larry lo publicó.

Tuvimos problemas con el título. Mi propuesta de trabajo era
It’s mentioned in the Bible
. A Doubleday le pareció demasiado suave, así que sugerí
The intelligent Man’s Guide to the Bible
para que se pareciera a mi
Guide to Science
. Pero podía resultar confuso, ya que los dos libros pertenecían a editoriales diferentes. Entonces sugerí
Everyman’s Guide to the Bible
, pero también fue rechazado. Los comerciales, conscientes del éxito de la
Asimov’s Biographical Encyclopedia of Science and Technology
lo atribuyeron a la utilización de mi nombre e insistieron en que se llamara
Asimov’s Guide to the Bible
(Guía de la Biblia) y ése fue el título.

Era un libro tan largo que Doubleday decidió publicarlo en dos volúmenes, puesto que se prestaba fácilmente a la división. El primero, que trataba del Antiguo Testamento, se publicó en 1968 y el segundo, que trataba del Nuevo Testamento y los evangelios apócrifos, se publicó en 1969.

Mi padre recibió el primer volumen en Florida. (Siempre le enviaba una copia de todos los libros que escribía y él se los enseñaba a todos sus conocidos, aunque sin permitir que los tocaran. Debían limitarse a mirarlos mientras él los sujetaba. Esto debe de habernos hecho a él y a mí muy impopulares.)

Mi padre me contó que no había leído más que siete páginas y que después había cerrado el libro porque no reflejaba las opiniones ortodoxas. Ésta era la época, recuerde, en que él había vuelto a la ortodoxia para poder tener algo que hacer. Eso me sentó mal porque era la prueba más evidente de su reincidencia religiosa, y yo la desaprobaba.

106. El centésimo libro

Cuando la década de los sesenta se acercaba a su final, yo estaba a punto de escribir mi libro número cien. El 26 de septiembre de 1968, almorcé con Austin, que me preguntó si tenía algún plan previsto para el libro número cien. No lo tenía, así que me animó a que pensara en uno y me pidió que dejase que Houghton Mifflin lo publicara.

Se me ocurrió que para conmemorar el acontecimiento podría preparar un libro en el que presentaría extractos de los primeros cien libros. Los dividiría en capítulos que corresponderían a los distintos géneros de mi obra (ciencia ficción, misterio, ciencia en sus distintas ramas, la Biblia, etc.) y el libro se llamaría
Opus 100
.

Houghton Mifflin estaba entusiasmado, así que lo preparé y se publicó en 1969. mi cara sonriente apareció en la cubierta y a cada lado había una pila de mis libros, expresamente amontonados en desorden.

El 16 de octubre de 1969 Houghton Mifflin organizó una fiesta en honor de su publicación. Uno siempre lee en los libros y ve en las películas cómo se celebran fiestas por este motivo, y en mi época juvenil di por sentado que la fiesta era un acompañamiento imprescindible de toda nueva obra. Sin embargo, ésta fue la primera que se organizó en mi honor y tuve que escribir cien libros para conseguirla. No sé si debería alegrarme por ello.

107. La muerte

a) Henry Blugerman: Hasta 1968 no experimenté la muerte en mi familia inmediata, sólo golpeaba en otras partes. Tuve un tío, una tía y un primo de mi edad que habían muerto, pero nunca nos relacionamos mucho; en realidad, estábamos tan alejados que ni siquiera supe cuando murieron o en qué circunstancias. También hubo muertes en la familia de la ciencia ficción, como Cyril Kornbluth y Henry Kuttner.

Pero entonces, en 1968, el padre de Gertrude, Henry, empezó a debilitarse rápidamente. Tenía cáncer de pulmón, y aunque nunca había fumado, el polvo de la fábrica de cajas de cartón en la que trabajó durante muchos años puede que fuera el desencadenante. En cualquier caso, fue hospitalizado. Cuando estuve en Nueva York, visité a Henry el 17 de febrero y era evidente que su mente empezaba a divagar.

Gertrude iba a ir a Nueva York para verle en cuanto yo volviera, pero en la tarde del 18 nos comunicaron que había muerto. Tenía setenta y tres años.

Gertrude estaba completamente desconsolada, en parte por su muerte y en parte porque no pudo verle antes de morir. Naturalmente iría a Nueva York para el funeral y los niños y yo también.

Esto me planteó un dilema. Me horrorizan los funerales, no sólo porque son desagradables, sino también porque se detecta una aureola de hipocresía en todo el asunto. En cuanto alguien muere, se transforma en un milagro de comportamiento y personalidad angelicales, aunque en vida no era así, y todo el mundo adopta una actitud afligida, aunque no sienta pena.

Asistí una vez a un funeral porque me pareció que tenía que hacerlo, y contemplé asombrado a la viuda, toda vestida de negro, tambaleándose por el pasillo, con la cara inundada por las lágrimas, mientras dos hijos la sujetaban con fuerza, uno a cada lado. Yo sabía (y la mayoría de la gente también) que ella y su difunto marido estaban enzarzados en un arduo proceso de divorcio y se odiaban cuando él murió.

Supongo que esto no tiene nada que ver. En muchas culturas, lamentarse y llorar en un funeral es de rigor, y se contratan plañideras profesionales para aumentar el volumen de la tristeza.

Sin embargo, para mí, la muerte no es más que eso, muerte, una persona viva que se ha ido, y aunque la pena y la soledad te puedan devorar, no se debe hacer exhibición pública de ello, no más de lo imprescindible. Sé que ésta no es una opinión muy popular y que no se impondrá.

En cualquier caso, tenía otros motivos para no querer asistir al funeral de Henry. Acababa de regresar de Nueva York y no quería volver allí. Además, el 19 de febrero era el decimotercer cumpleaños de Robyn y pensaba que asistir a un funeral era una manera terrible de celebrarlo. No obstante, me sometí al ritual inevitable.

Retrasé las cosas un día, por el bien de Robyn. La mañana del 19 llevé a Gertrude y a David al aeropuerto, donde cogieron el avión para Nueva York. Robyn y yo celebramos una cena de cumpleaños en un bonito restaurante e hice todo lo posible por que la situación fuera agradable. (La vida es para los vivos.) El 20 fuimos en coche a Nueva York y, al día siguiente, después de asistir al funeral, regresamos todos a casa.

Fue una época espantosa para mí y no sólo porque Mary Blugerman estaba en el cenit de su autocompasión. Se había revolcado en ella toda su vida, y enseñó a la pobre Gertrude a hacer lo mismo, pero nunca hasta entonces tuvo una disculpa tan buena. Por supuesto, aparecieron otros miembros de la familia. (Incluso mi padre y mi madre.) Mary se agarró a la hermana pequeña de Henry, Sophie, y le largó un inacabable discurso sobre las miserias de la viudez y las desgracias a las que se enfrentaba.

Llevé a Gertrude aparte y le dije por lo bajo:

—¿No puedes detener a tu madre? Sophie lleva viuda veinte años y debe de ser muy duro para ella oír hablar a tu madre de desgracia e infidelidad.

—¿Qué quieres decir? —me dijo indignada, ya que nunca consentía ninguna crítica a su madre—. El marido de Sophie murió cuando ella todavía era joven y podía cuidar de sí misma.

Miré a Gertrude asombrado y añadí:

—¿Me estás diciendo que hubiera sido mejor para tu madre que Henry se hubiera muerto hace veinte años, en vez de ser tan egoísta como para esperar a que tu madre fuera mayor?

No me contestó pero se fue con paso airado. No creo que me entendiera en absoluto. Cuando un autocompasivo está tan absorto en sí mismo, parece no haber manera de conseguir que la razón actúe. Entonces recordé que ya me había pasado lo mismo antes con Gertrude.

Veinte años antes, cuando Henry se aventuró en su fracasado negocio después de la Segunda Guerra Mundial, uno de los desastres que más le afectó fue que Jack, su vendedor, le abandonara.

Pregunté a Gertrude por qué se había ido Jack y me respondió:

—Porque su suegro ha muerto y le ha dejado un montón de dinero. Es un tipo con suerte.

—¿Quieres decir que tiene suerte porque se ha muerto su suegro? —inquirí.

—Por supuesto —afirmó—. Es tan injusto. ¿Por qué tiene que pasarle a él?

—¿Preferirías que mi suegro hubiera muerto y me hubiese dejado dinero? —pregunté ésta vez.

Tampoco respondió en esa ocasión. Supongo que eso era lo más difícil de soportar en Gertrude, su insistencia en dejar que la autocompasión primara sobre cualquier otro sentimiento.

Creo que todo el mundo pasa por etapas así. Yo lo hago y he descrito algunas de ellas. No obstante, es una emoción desagradable y poco digna y hago todo lo posible por luchar contra ella. Siempre recuerdo a la mujer que me preguntó, cuando estaba en el ejército esperando ir a las islas Bikini: “¿Qué le hace pensar que sus problemas son tan especiales?”

Rara vez he intentado dar lecciones a Robyn o imponer mis opiniones, pero lo hice a este respecto porque temía que adquiriera de su madre el truco de la autocompasión.

Le dije:

—Robyn, en mi opinión, a todo el mundo le corresponde una cierta cantidad de compasión y no más. Si te compadeces de ti misma, dejas disponible mucha menos compasión para que los demás la sientan por ti. Si te compadeces demasiado, nadie más sentirá pena por ti. Sin embargo, si te enfrentas a un problema con valor, entonces conseguirás toda la compasión y la ayuda que necesites.

Estoy muy contento de que me escuchara, porque se ha convertido en una persona alegre que acepta la parte que le corresponde de desgracia y dolor, y siempre se ha enfrentado a ello con valor.

b) Judah Asimov: Mi padre, como ya he dicho, vivió durante treinta años con dolores de angina de pecho y tomando pastillas de nitroglicerina.

En 1968, la familia decidió celebrar una gran cena para festejar las bodas de oro de mis padres. Poco después se iban a retirar a Florida. Cuando nos despedimos me pregunté, con triste resignación, si los volvería a ver alguna vez, después de todo yo no iba a ir a Florida y no creí que ellos volvieran a Nueva York. De hecho, a mi padre no le volví a ver.

El 3 de agosto de 1969 apareció una crónica sobre mí en el
New York Times Book Review
del domingo. Era excelente, me citaba con exactitud y no decía nada que fuera una idiotez o estuviera equivocado. En ella, alababa a mi padre con todo cariño. Le llamé para asegurarme de que había visto el artículo, y me lo confirmó. Era una persona muy poco efusiva, pero se le notaba conmovido y contento. De pasada, como hacía a menudo, se quejó de un dolor en el pecho, y le expresé mi preocupación e insistí para que viera a un médico.

Me contestó impaciente:

—¿Por qué te preocupas? Si me muero, me muero.

Al día siguiente, el 4 de agosto de 1969, los dolores empeoraron. Mi madre hizo que lo llevaran al hospital y murió pacíficamente a la edad de setenta y dos años.

Mi padre había tenido una vida dura, pero llena de triunfos. Vino a Estados Unidos como un emigrante sin un penique a la edad de veintiséis años; sin embargo, logró educar a tres hijos, vio a su hija felizmente casada, a su hijo pequeño en un alto cargo en un periódico y a su hijo mayor como profesor y escritor prolífico.

Mi hermano Stan fue a Florida, recogió a mi madre y el cadáver de mi padre y los trajo a Long Island. Mi padre no tuvo un funeral oficial (Stan los desaprobaba tanto como yo). Sólo acompañamos al rabino a la tumba situada en un cementerio de Long Island y vimos su entierro. Yo vi su cara antes de que cerraran el ataúd, pero Stan no pudo soportarlo.

c) Anna Asimov: Mi hermano ingresó a mi madre en una residencia muy buena a unos pocos kilómetros de su casa para poderla visitar a menudo. Yo la veía con menos frecuencia, pero la llamaba sin falta en días convenidos. Mi padre había dejado dinero para que pudiera mantenerse durante el resto de su vida, aunque por supuesto, mi hermano y yo estábamos dispuestos a intervenir si el dinero de mi padre no bastaba.

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