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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

Memorias (47 page)

BOOK: Memorias
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Me preguntaron si quería más dinero. Les respondí:

—No, ya me pagan más que suficiente. Lo que no quiero es viajar.

Así que me despidieron.

Una situación todavía peor se produjo en 1966, cuando Ginn and Company quiso publicar una serie de libros científicos para jóvenes de escuelas primarias. Estaban reuniendo un equipo y querían que me uniera a él para escribir parte del material para el cuarto, quinto, séptimo y octavo grados.

Era muy reacio a hacerlo porque nunca había superado mi experiencia de escribir libros de texto, unos doce años antes, sobre todo de escribirlos en grupo. Pero me sobornaron.

Para 1966 estaba bastante seguro de que mi matrimonio con Gertrude no iba a durar muchos años más, y eso me preocupaba mucho. Estaba experimentando el sentimiento judío de la culpabilidad hasta más no poder. Cuando Ginn and Company me aseguró que la serie de los libros de texto sería un éxito multimillonario, tuve la brillante idea de arreglarlo para que la mitad de los derechos de autor fueran a parar a Gertrude. Eso la ayudaría a mantenerse.

Así que suspiré, me incliné y acepté el trabajo. El grupo se reunía de vez en cuando para discutir el libro y yo pasaba el tiempo contándoles las últimas bromas, como en el Concord algunos años después. Tenía que hacer soportable algo que era insoportable.

Odiaba el trabajo en su conjunto, y todo lo que podía hacer para aguantar era pensar en los millones de los beneficios. Por desgracia, los libros fueron un fracaso, y no produjeron millones sino miles. Gertrude recibió la mitad de los derechos de autor, pero fue una cantidad tan ridícula que se puso furiosa en vez de contenta.

No fue mi culpa. Bueno, pensándolo bien, en cierto modo lo fue. Una de las razones por las que la serie no funcionó fue porque mencionaba la teoría de la evolución y los trogloditas de Texas y de otros estados no la utilizaron. Querían enseñar ciencia como el Génesis.

Los editores, con su valor habitual, simplificaban sus libros de texto para ganar dinero a costa de que los niños estadounidenses aprendieran poco, o lo que es peor, mal. Ginn and Company se preparaba para unirse al desfile y destruir las mentes de los jóvenes eliminando los capítulos de la evolución y sustituyéndolos por algo así como el “desarrollo”. Pero fui yo el que escribí los capítulos de la evolución (y, por tanto, era responsable en cierto modo de la escasa proyección de los libros) y me negué a hacer ningún cambio.

Les dije con arrogancia: “No está escrito en las estrellas que vaya a ganar un millón de dólares, pero sí está escrito en ellas que debo ser fiel a mis principios.”

Así que me despidieron. Otra persona hizo los cambios y el 26 de junio de 1978 ordené que quitaran mi nombre de los libros. El proyecto fue un fracaso absoluto.

¿Qué hace uno en casos como éste? Se siente desamparado frente a los editores cobardes, las juntas escolares dóciles y los ignorantes fanáticos. Todo lo que pude hacer fue escribir artículos denunciando el creacionismo y su creencia en Adán, Eva, la serpiente que habla, el diluvio universal y un universo que tiene entre seis y diez mil años de edad, además de una creación sobrenatural y súbita de todas las especies vivas diferentes entre sí.

Algunos de mis artículos aparecieron en un medio de comunicación excelso como el
New York Times Magazine
, lo que provocó las iras de muchos fundamentalistas. Me siento orgulloso y feliz por haberlas desencadenado.

101. Los adolescentes

Al principio del libro mencioné mi carencia de afecto hacia los bebés y los niños. Tampoco es que los adolescentes me cautiven. Recelo de cualquier chico que tenga menos de veintiún años y de cualquier chica que tenga menos de dieciocho. Me convencí de ello, más bien a la fuerza, después de haber comprado nuestra casa en West Newton en 1956. Estaba a manzana y media de un colegio y, en mi inocencia, sólo pensé que eso sería una ventaja para mis dos hijos cuando crecieran. No pensé en la presencia de los demás chicos.

Cada mañana lectiva, una marea de adolescentes de doce a quince años, recorrían la calle hacia el colegio. Cada tarde el flujo bajaba en dirección contraria. Por la mañana era soportable, ya que tenían que estar en el colegio a una hora determinada y rara vez se levantaban lo bastante pronto como para dar un paseo matinal. Pero por la tarde, al volver a casa, muchos parecían no tener ninguna prisa por estar con sus amantes familias a una hora determinada. En su regreso a casa iban paseando y la marea quedaba atrapada en aguas poco profundas y se estancaba, a menudo justo enfrente de nuestra casa.

Eran gritones, estridentes, groseros y obscenos. Decir tacos los hacía sentirse mayores.

Una vez escribí algo sobre el aparato excretor para esa serie de Ginn and Company que siempre lamentaré, y tuve la ocasión de utilizar de manera natural la palabra “orina” repetidas veces. En una de nuestras reuniones habituales, el director jefe de la serie puso objeciones a su uso.

Yo estaba confundido.

—¿Qué se supone que debo decir? —pregunté.

—Di “excreciones líquidas”.

Seguía confundido.

—¿Por qué? —insistí.

—Porque los estudiantes se reirán nerviosos si oyen la palabra “orina”.

Me puse en pie furioso y le dije:

—Escucha, vivo en una manzana inundada de colegiales y la única razón por la que se reirían es porque “orina” para ellos es una palabra estrafalaria. Están acostumbrados a llamarlo “pis”. si quieres cambiaré “orina” por “pis” pero no por “excreciones líquidas”.

Se mantuvo la palabra “orina”.

Francamente, los jóvenes nos asustaban. A Gertrude y a mí nos parecía que eran un poder fáctico. No podíamos echarlos y si lo hacíamos se comportaban como un saco de boxeo. Siempre volvían y nuestras reprimendas no hacían más que provocar en ellos un espíritu de desafío y rebelión, y la multitud de delante de nuestra casa se hacía cada vez mayor y más ruidosa.

Eran chicos de clase media, sin duda, y nunca padecimos violencia ni vandalismo alguno, pero nos molestaba el volumen del ruido. Aprendimos a reconocer los primeros murmullos que anunciaban que la marea se acercaba y ya nos estremecíamos. Realmente esto nos amargó la vida. Un pequeño detalle; pero estos detalles pueden ser un auténtico engorro. Piense en el zumbido de una mosca diminuta que le impidiera dormir turbando el silencio.

Finalmente resolví el problema, pero ocurrió por casualidad, como ya explicaré.

102. Al Capp

Al Capp es el famoso dibujante de historietas que creó el mundo de
Li’l Abner
que yo adoraba. Nos vimos por primera vez en 1954, cuando nos presentó un profesor de la Universidad de Boston. Al era un hombre de estatura media, con una pierna de madera y una cara de rasgos duros. Se reía con facilidad y tenía un don especial para la conversación.

Nuestra amistad se fue desarrollando, aunque nunca fue muy íntima. De vez en cuando hablábamos por teléfono, le visité una vez en su casa, fuimos a ver juntos
The Crucible
, de Arthur Miller, etc. Nuestro mayor contacto se produjo en 1956 en la Convención Mundial de Nueva York, donde era uno de los conferenciantes y a la vuelta nos llevó en su coche a Hal Clement y a mí.

La amistad alcanzó un terrible clímax en 1968, pero para explicarlo debo dar un rodeo. Perdóneme.

Toda mi vida he sido un liberal. He tenido que serlo. Desde muy joven me di cuenta de que los conservadores, que están más o menos satisfechos con las cosas tal y como son e incluso con tal y como eran hace cincuenta años, son “amantes de sí mismos”.

Es decir, tienen tendencia a que les guste la gente que se parece a ellos y recelan de los demás. En mi juventud, en Estados Unidos la piedra angular del poder social, económico y político residía en una clase dirigente formada en su totalidad por gente que procedía de Europa noroccidental y los conservadores que formaban esta clase dirigente despreciaban a los demás. Entre otras cosas despreciaban a los judíos, y en los años de Hitler los nazis no les preocupaban demasiado ya que los consideraban un baluarte contra el comunismo.

Como judío, tenía que ser liberal, primero por autoprotección y segundo porque aprendí a inclinarme hacia ese lado a medida que crecía. Quería ver a un país cambiado y más civilizado, más humano y más fiel a las tradiciones que ellos mismos proclamaban. Deseaba que todos los estadounidenses fueran juzgados como individuos, no como estereotipos. Quería que todos tuvieran las mismas oportunidades. Anhelaba que la sociedad se preocupara por el bienestar de los pobres, los desempleados, los enfermos, los mayores y los desesperados.

Tenía sólo trece años cuando Franklin Delano Roosevelt fue nombrado presidente y lanzó su New Deal, pero no era demasiado joven para hacerme una idea de lo que intentaba realizar. Sólo estuve en desacuerdo con Roosevelt cuando no fue lo bastante liberal, cuando por razones políticas ignoró la situación de los afroamericanos del Sur o de los republicanos en España.

El liberalismo empezó a desvanecerse después de la Segunda Guerra Mundial. Los tiempos fueron prósperos y muchos trabajadores, al tener empleo y sentirse seguros, se volvieron conservadores. Tenían lo suyo y, en el fondo, no querían molestarse por los que seguían abajo. Muchos de los que estaban peor y podían haber peleado por una parte del pastel se refugiaron en la apatía y las drogas a medida que pasaban las décadas.

Y finalmente llegamos a la era Reagan, cuando se generalizó el no gravar sino pedir prestado; gastar dinero no en servicios sociales sino en armamentos. La deuda nacional no hizo más que duplicarse en ocho años y el pago de los intereses de los préstamos se disparó por encima de los ciento cincuenta mil millones de dólares al año. Esto no afectó a la población de inmediato. Los estadounidenses ricos se hicieron más ricos en un ambiente de descontrol y avaricia y los pobres… Pero ¿a quién le preocupan los estadounidenses pobres excepto a la gente etiquetada con la palabra que empieza por L
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que nadie se atreve ya a pronunciar?

Me hace pensar en los versos de Oliver Goldsmith:

Ill fares the land, to hastening ills a prey,

Where wealth accumulates, and men decay
.

[Enferma el país, las desgracias se abalanzan sobre su presa, / donde la riqueza se acumula y los hombres se desmoronan.]

Como estadounidense leal, me enferma.

He visto que algunas personas pasaban de liberales a conservadores a medida que se hacían mayores, más gordos y “más respetables”. Los que fueron conservadores desde su infancia, como John Campbell, no me molestan en realidad. He discutido de política y sociología con él durante décadas y nunca le hice cambiar de opinión, pero tampoco él a mí.

Sin embargo, Robert Heinlein, que durante la guerra fue un ardiente liberal, después se convirtió en un fanático conservador. El cambio se produjo casi al mismo tiempo que cambió de mujer, la liberal Leslyn por la conservadora Virginia. Por supuesto, dudo que Heinlein se llame a sí mismo conservador. Siempre se imagina como un libertario, lo que para mí significa: “Quiero la libertad de hacerme rico y tú tienes la libertad de morirte de hambre.” Es fácil pensar que nadie debería depender de la ayuda de la sociedad cuando uno mismo no lo necesita.

El caso que observé más de cerca, sin embargo, fue el de Al Capp (ahora vuelvo a coger el hilo). No sé qué le sucedió. Hasta mediados de los sesenta era un liberal, como se podía comprobar por sus tiras cómicas de
Li’l Abner
. Recuerdo incluso que en 1964, en una reunión, ambos criticamos el intento de Barry Goldwater de acceder a la presidencia. (Al recordarlo, sin embargo, me doy cuenta de que Goldwater era un hombre honesto, de integridad muy superior a la de Lyndon Johnson, a quien voté, así como a la de Richard Nixon y Ronald Reagan, a quienes no voté.)

Después, de la noche a la mañana, se volvió conservador. No sé que le impulsó a ello. Admito que los “nuevos liberales” de los sesenta a veces eran difíciles de aceptar; ellos mismos se exponían a la burla con sus largas melenas desaliñadas; y aparentemente Al se hartó de ellos y se pasó a la extrema derecha.

Recuerdo una reunión posterior a 1964 en la que Al Capp hizo unos comentarios muy mordaces acerca del escritor afroamericano James Baldwin, por ejemplo, sobre otros destacados afroamericanos y de los movimientos a favor de los derechos civiles y anti-Vietnam en general.

Le escuché horrorizado y planteé objeciones, por supuesto, pero Al las rechazó.

Después de esto, nuestra amistad terminó. Fui educado e incluso amable en las raras ocasiones en las que nos vimos (nunca he sido tan grosero como para cortar o desairar a alguien), pero no hice nada por encontrarme con él.

Lo que más me molestó fue que su nueva actitud se reflejó en
Li’l Abner
. Su caracterización de Joaney Phoney como estereotipo de cantante
folk
liberal era cruel. Peor todavía, empezó una larga serie de historietas que contenían lo que a mí me parecían ataques muy velados a los afroamericanos.

Cada vez me indignaba más la perversión (al menos en mi opinión) de una tira cómica que me había gustado tanto. Por fin me irrité tanto que escribí una frase de protesta al
Globe
de Boston, donde publicaba Al. Decía: “¿Soy el único que está harto de la propaganda antinegra de Al Capp en su tira de
Li’l Abner
?”

El 9 de septiembre de 1968 el Globe la publicó en un recuadro que la destacaba mucho. Estaba encantado, y no pensé en las consecuencias.

Al día siguiente, a las 3 de la tarde, Al Capp me llamó. Había visto el periódico y me preguntó:

—Hola, Isaac, ¿qué te hace pensar que soy antinegro?

—¿Cómo me lo preguntas, Al? —respondí sorprendido—. Te he oído hablar. Sé que lo eres.

—Pero ¿puedes probarlo en los tribunales? —inquirió.

—¿Quieres decir que me vas a demandar? —pregunté con voz temblorosa.

—Exactamente, por libelo. A menos que rompas con los Panteras Negras.

—No tengo nada que ver con los Panteras Negras, Al.

—Entonces escribe una carta de disculpa al
Globe
negando que yo sea antinegro —concluyó.

Pocas veces han puesto tan a prueba mi cobardía. Me gusta creer que soy firme al mantener mis principios, pero nunca he estado en los tribunales, no he tenido ninguna experiencia tan espantosa y, sencillamente, temblaba.

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