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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

Memorias (70 page)

BOOK: Memorias
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No quería estas cosas. Quería vivir con tranquilidad y sencillez, y cada vez que me permitía un capricho caro, temía que el mundo no me dejara seguir con mi natural tendencia a la sobriedad.

Mi contable, no obstante, insistía más y más en su consejo; Janet le apoyó y el 22 de octubre de 1979 claudiqué:

—De acuerdo. Adelante, arréglalo.

Así que el 3 de diciembre de 1979 me convertí en presidente y tesorero de una sociedad de la que Janet fue nombrada vicepresidenta y secretaria.

Pero había que bautizar la sociedad. El contable vetó con toda firmeza mi sugerencia de que fuera sencillamente “Isaac Asimov, Inc.”. No quería que mi nombre apareciera. Quería que sonara más parecido a una empresa normal.

—¿Por qué no le pones el nombre de alguna de tus obras? —me preguntó.

Esto hizo que pensara rápidamente en dos posibilidades: Foundation o Nightfall. Mi contable eligió la segunda, tal vez porque sonaba más romántica. Así que me convertí en “Nightfall, Inc.”

Debo añadir que ningún organismo oficial ha encontrado nunca un error ni siquiera de un centavo en mis declaraciones de Hacienda, y no es extraño, porque las hago con toda honestidad. Sin embargo, incluso si me investigan y lo encuentran todo correcto, ocupan el tiempo de mi contable y él cobra por ello, así que les rogaría encarecidamente que creyeran en mi honestidad y me dejaran en paz. Una vez, hace muchos años, me entrevistaron en televisión y me preguntaron:

—Suponga que gana mil millones de dólares. ¿Qué haría con el dinero?

Sé que respuesta esperaban. La gente egoísta compraría grandes palacios y viviría como un rey. Los idealistas crearían universidades y apoyarían causas medioambientales. Yo, sin embargo, tenía ideas diferentes.

Le respondí:

—Iría a las oficinas del Ministerio de Hacienda y les diría: “Acabo de ganar mil millones de dólares. Aquí tienen hasta el último penique. Es para el Tío Sam. Ahora, por favor, no quiero saber nada de ustedes durante el resto de mi vida.”

El gobierno, sin duda, le sacaría un buen partido a todo ese dinero, ya que los impuestos de toda mi vida ascenderían a mucho menos de mil millones de dólares; muchísimo menos. Sin embargo, el sueño de no tener que mantener archivos, de no hacer ningún cálculo y de no tratar con contables y abogados merecería mucho más la pena que el dinero.

139. Hugh Downs

Siempre me sorprende que alguien a quien considero una celebridad dé muestras de saber de mi existencia. No tengo que describir a Hugh Downs, porque todo el mundo le conoce. Ha aparecido en televisión en horas de gran audiencia más veces que nadie en Estados Unidos.

Tomó parte en el crucero que nos llevó a Florida con motivo del lanzamiento del
Apolo XVII
en 1972, aunque en esta ocasión no mantuvimos muchos contactos. El 9 de junio de 1978, sin embargo, desayunamos juntos a petición suya y hablamos de astronomía y cosmología.

A Hugh le fascina la ciencia y, a pesar de que su trabajo en la televisión le ocupa la mayoría de su tiempo, se las arregla para mantenerse al corriente de los últimos descubrimientos en ciencia (sobre todo en cosmología) y puede defenderse bien incluso en discusiones con profesionales.

Parece que yo le gustaba. Hugh pensaba organizar una cena anual en la que una docena de personas interesadas en la ciencia serían invitadas a una noche de buena comida y mejor conversación. La primera de ellas se celebró el 6 de mayo de 1980 en el Metropolitan Club y la cena fue muy suntuosa.

He sido invitado a todos los banquetes subsiguientes y sólo falté a uno. El coste de la cena debe de ser elevado, y todos los años me ofrezco a pagar la mitad de la cuenta. Hugh siempre sonríe y me dice que es un placer y que lo hace con mucho gusto.

Desde luego es un placer, ya que la conversación es impresionante, y a menudo soy el alivio cómico. Puedo mantenerme al mismo nivel que los demás en las discusiones sobre los límites de la ciencia, pero también paso con facilidad a contar chistes ya que casi todo me recuerda alguna anécdota divertida.

Pronto se supo que cada año se celebrara una de estas reuniones y, en cierta ocasión, recibí una llamada telefónica de una periodista que, por el tono de sus preguntas, demostraba creer que Hugh era un “escalador intelectual y social”, que pagaba el banquete para ser aceptado por intelectuales de renombre que comían su comida y se burlaban de sus pretensiones.

La paré en seco. Le dije a la periodista que Hugh, aunque era un aficionado, era una persona muy inteligente, erudita en ciencias y querida y respetada por todos los asistentes. Esto probablemente destruyó su “notición”, cosa que me alegró.

En las reuniones hay algunos que, como yo, son fijos. Lloyd Motz, un astrónomo de la Universidad de Columbia, nunca ha faltado a una sesión. Otros que acuden de manera intermitente son: Walter Sullivan, Robert Jastrow, Jeremy Bernstein, Marvin Minsky, Ben Bova, Mark Chatrand, Gerard O’Neill, Gerald Feinberg, Robert Shapiro y algunos más. Heinz Pagels vino a unas cuantas cenas, pero más adelante hablaré de él.

Por lo general, cunado llego a casa, le hago a Janet un resumen de la discusión y de las cosas inteligentes que las distintas personas han dicho (sin omitir las de mi propia cosecha, por supuesto). Hago lo mismo después de las reuniones del Dutch Treat Club y de los Trap Door Spiders. A Janet le divierte, pero a menudo se queja de que las organizaciones sean sólo para hombres.

En cierta ocasión, esta característica resultó ser especialmente molesta. En abril de 1980 recibí una invitación para asistir a una reunión de médicos que se dedicaban a la investigación. Lewis Thomas, el gran escritor científico de biología, iba a ser el orador. Acepté de inmediato y le dije a Janet que, por supuesto, esperaba que viniera conmigo ya que le gustaban mucho los artículos de Thomas.

Janet leyó la invitación y me atravesó con una mirada glacial. Me dijo:

—Isaac, deberías leer atentamente la invitación en vez de captar sólo una palabra de cada cinco; la invitación es sólo para hombres. Tú puedes ir pero yo no, a pesar de que yo soy médico y tú no.

Me alejé cabizbajo y les envié una carta explicándoles que, sin darme cuenta, había invitado a mi mujer a acompañarme y que ahora, en interés de la armonía matrimonial, me temía que no podía asistir.

Me llegó una contestación escrita a mano. Mi mujer también estaba invitada, por supuesto. Así que el 7 de abril de 1980 allí estábamos en la cena, sesenta hombres y Janet. Y no crea que a ella le disgustó. Conocía a varios de los asistentes y se entretuvo en una animada conversación. Yo, que no era médico, era el extraño.

Janet, como cualquier otra mujer, por supuesto, puede asistir al banquete anual del Dutch Treat, y siempre viene conmigo, aunque no sea más que para asegurarse de que mi incomodidad por llevar un esmoquin no se convierta en un problema estrepitoso. En cierta ocasión, asistió a una de las reuniones ordinarias en circunstancias que describiré más adelante.

También puede asistir de vez en cuando a las reuniones ordinarias como invitada autorizada, cuando la ocasión lo permite. Así fue el 24 de abril de 1990, por ejemplo, cuando di mi conferencia sobre pentámetros yámbicos y quintillas jocosas.

140. Exitos de venta

Los dos volúmenes de mi autobiografía se vendieron bastante bien. Avon publicó las ediciones en rústica, pero los de Doubleday no estaban satisfechos. Querían novelas.

Claro que no había descuidado a Doubleday, puesto que habían publicado
The Road to Infinity
, una nueva colección de ensayos científicos y
El archivo de los viudos negros
, la tercera colección de estos relatos. Además, estaba a punto de aparecer una colección de ensayos científicos,
El Sol brilla luminoso
, otra de relatos de ciencia ficción,
Asimov on Science Fiction
y una antología,
The Thirteen Crimes of Science Fiction
. También estaba trabajando a destajo en otra edición de la
Enciclopedia biográfica de ciencia y tecnología
, así que Doubleday no podía decir que la descuidaba.

Tampoco me olvidaba de otras editoriales, dicho sea de paso, ya que entre 1980 y 1981 había publicado veinticuatro libros. Entre ellos:
Civilizaciones extraterrestres
, para Crown;
Las amenazas de nuestro mundo
, para Simon & Schuster;
Isaac Asimov’s Book of Facts
, para Grosset & Dunlap;
The Annotated Gulliver’s Travels
, para Clarkson Potter; y cuatro libros de la colección
How Did We Find Out…?
, para Walker & Company.

Como puede ver, estaba trabajando a tope, como siempre.

Pero esto no importaba a Doubleday. No hacía al caso. Pensaban que, sencillamente, yo debía dejar algunas de las cosas que estaba haciendo a fin de escribir una novela para ellos. Además, ya no iban a pedírmelo; iban a ordenármelo.

Hugh O’Neill había sustitudo a Cathleen Jordan como mi director después de que ésta abandonara Doubleday. El 15 de enero de 1981, Hugh me llamó a su despacho. Era un joven, nuevo en su trabajo, que se enfrentaba a un escritor mayor y distinguido. ¿Quién podía saber lo temperamental o incluso lo violento que se puede volver un escritor mayor y con arranques de cólera si, de repente, se le enfrenta a un ultimátum?

Así que todo lo que me dijo era que Betty Prashker quería verme. Betty era un alto cargo de la editorial y muy respetada en su especialidad. Me acompañaron a su despacho. Esta mujer apacible de mediana edad me sonrió y me dijo:

—Isaac, queremos que escribas una novela para nosotros.

—Pero Betty… —la interrumpí.

Era evidente que ella no iba a escuchar nada de lo que dijera, ya que ignoró mis palabras y siguió hablando:

—Vamos a enviarte un contrato y vamos a entregarte un adelanto importante.

—Pero Betty —le dije—, ya no sé si soy capaz de escribir novelas.

—No digas tonterías, Isaac —me respondió, repitiendo el estribillo habitual—. Vete a casa y empieza a pensar en una novela.

Me echó de la oficina. Esa tarde, Pat LoBrutto, que estaba al frente de la sección de ciencia ficción en Doubleday, me llamó por teléfono.

—Escucha, Isaac —me dijo—, déjame que te lo aclare bien. Cuando Betty dice una “novela” quiere decir una “novela de ciencia ficción” y cuando nosotros decimos una “novela de ciencia ficción” queremos decir una “novela de la Fundación”. Eso es lo que queremos.

Le escuché pero me resistía a tomármelo en serio. En veintidós años sólo había escrito una novela de ciencia ficción y ni una palabra sobre la historia de la Fundación en treinta y dos años. Ni siquiera recordaba con detalle el contenido de los relatos de la Fundación.

Además, había escrito la serie de la Fundación, de principio a fin, a la impetuosa edad que media entre los veintiuno y los treinta años, y bajo el látigo de Campbell. En ese momento tenía sesenta y cinco años y John Campbell ya no existía ni tenía parangón.

Me horrorizaba que me obligaran a escribir una novela de la Fundación y que no valiera nada. Doubleday no la podría rechazar y la publicaría; pero los críticos y los lectores la pondrían de vuelta y media y yo pasaría a la historia de la ciencia ficción como un escritor que fue magnífico en su juventud, pero que después intentó aferrarse a ella cuando fue viejo e incompetente y terminó por convertirse en un burro.

Además, si mis ingresos aumentaban era gracias a mi gran número de libros de no ficción, veinte veces superior a los de la época en que escribía novelas. Pensaba que lesionaría mis propios intereses económicos si volvía a escribir novelas.

Lo único que podía hacer era no asomar la cabeza y esperar que en Doubleday lo olvidaran.

Pero no lo hicieron. El 19 de enero Hugh me dijo, rebosante de satisfacción, que me iban a dar un anticipo de cincuenta mil dólares, que era exactamente diez veces más de lo que recibía por mis libros en Doubleday. Estaba perplejo. Me preocupaban los adelantos elevados. ¿Y si no ganaba lo suficiente para compensarlos? Sé que la reacción normal de un escritor es no darle importancia, quedarse con el anticipo, y dejar que el editor asuma las pérdidas, pero yo soy incapaz de hacer algo así. Tendría que devolver el dinero no recuperado (como ya había hecho en una o dos ocasiones en el pasado). Esto no sería de mi agrado y además me supondría una pelea con Doubleday, que seguramente se negaría a aceptar la devolución, con su observación habitual y a menudo repetida de “No digas tonterías, Isaac”.

Así que respondí:

—Venga, Hugh, Doubleday perderá hasta la camisa con un adelanto como ése.

Pero Hugh ya se sabía su papel y replicó:

—No digas tonterías, Isaac. ¿Has pensado ya en un argumento?

Estaba claro que Doubleday iba completamente en serio y debo admitir que un adelanto de cincuenta mil dólares era muy atractivo. Incluso si resultaba un mal libro y me negaba a que Doubleday lo publicara, o si ni siquiera lo terminaba y tenía que obligar a Doubleday a aceptar la devolución del dinero, podría decirme a mí mismo: “En cierta ocasión me prometieron cincuenta mil dólares por escribir un libro que no había empezado y del que no había ni tan sólo el argumento.”

Una semana más tarde me dieron un cheque con la mitad del adelanto (y la otra mitad me la darían a la entrega del manuscrito) y después de esto ya no tuve ninguna oportunidad de escurrir el bulto. En cuanto terminara los proyectos en los que estaba comprometido, tuve que empezar.

Y antes de empezar tenía que releer la trilogía de la Fundación. Me sentía aterrorizado puesto que estaba convencido de que me parecería un texto tosco e inmaduro después de todos estos años. Seguramente me desconcertaría leer las tonterías que escribí cuando tenía poco más de veinte años.

Así que, con aprensión, abrí el libro el 1 de junio de 1981 y al cabo de unas pocas páginas reconocí que me había equivocado. Sin duda, descubrí los toques folletinescos de las primeras narraciones, y supe que lo podía haber hecho mejor después de haberme tomado unos cuantos años más para aprender mi oficio, pero el libro me había atrapado. No pude dejar de pasar las páginas.

No recordaba lo suficiente para saber con seguridad cómo iban a resolver sus problemas mis personajes y lo leí con gran emoción.

Por supuesto, me di cuenta de que le faltaba acción, los problemas y soluciones estaban expresados fundamentalmente en forma de diálogo, de discusiones racionales planteadas desde distintos puntos de vista, sin indicaciones claras para el lector de qué opinión era la válida y cuál la errónea. Al principio unos personajes eran los malos, pero a medida que avanzaba la acción, los héroes y los villanos se difuminaban en sombras grises y el problema real siempre era: ¿qué era mejor para la humanidad?

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