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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

Memorias (67 page)

BOOK: Memorias
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Celebré mi quincuagésimo séptimo cumpleaños sin problemas, pero el 7 de mayo de 1977, cuando estaba haciendo recados en el vecindario, sentí un dolor agudo en el pecho y que me faltaba el aire. Dejé de andar y los síntomas desaparecieron. Empecé a caminar y aparecieron de nuevo.

Sentí un escalofrío porque sabía lo que era. Me había librado del mal de mi padre durante quince años, pero entonces, a los cincuenta y siete, por fin me estaba atacando. Sufría una angina de pecho. Una vida en la que había comido demasiado y de manera imprudente había llegado a atascar mis arterias coronarias hasta el punto de que el músculo de mi corazón recibía un escaso suministro de oxígeno.

No sabía muy bien qué hacer. Debería haber consultado a Paul Esserman de inmediato, pero yo tenía un programa de conferencias muy apretado y no quise interrumpirlo. Después de todo, si mi padre había vivido treinta años más con la angina yo también podría; y cincuenta y siete más treinta eran ochenta y siete, que es una vida bastante larga. Decidí esperar un poco hasta terminar mi avalancha de conferencias y, mientras tanto, me propuse controlar mi manera de andar para que Janet no se diera cuenta.

Seguí con mis charlas y el 16 mayo fuimos en coche a la Universidad de Haverford, en las afueras de Filadelfia, donde iba a pronunciar el discurso de graduación al día siguiente. (Ésta fue la ocasión en la que me pidieron que hablara durante quince minutos y un estudiante que llevaba un cronómetro descubrió que lo hice durante catorce minutos y treinta y dos segundos, aunque nunca miré mi reloj.)

Después del discurso, fuimos en coche hasta Filadelfia, donde tenía programadas dos charlas más, y a la una y media de la madrugada del 18 de mayo de 1977, de repente me incorporé en la cama sacudido por un ataque agudo de lo que parecía una enorme indigestión. Era un dolor tan intenso como el de la piedra en el riñón, pero en el lugar equivocado. Me dolía el abdomen superior.

Incapaz de estar tumbado, sentado o de pie (como en el caso de un cólico néfrico), le dije a Janet con voz entrecortada que no quería lloros ni lamentos si moría, que debía vivir alegremente y que mi testamento se ocupaba de ella y de mis hijos para el resto de sus vidas.

Me dio un antiespasmódico y a las tres de la mañana el dolor empezó a remitir, igual que ocurría después de un ataque de riñón. Cuando desapareció, me metí en la cama con una sensación de alivio increíble.

—¿Cómo te encuentras, Isaac? —me preguntó Janet temerosa.

Al día siguiente me sentía bastante mal, pero no hice caso a Janet, que quería que fuera al médico. El espectáculo debía continuar, así que di mis dos conferencias. (Dio la casualidad de que una de ellas era a un grupo de cardiólogos y ninguno de ellos adivinó por mi expresión y porte lo que me había sucedido dos noches antes.)

La noche del 18, mientras todavía estábamos en Filadelfia, Janet llamó a Paul Esserman y le describió lo que había ocurrido. Paul estaba impresionado por mi insistencia de que el dolor abdominal era muy parecido al de un ataque de riñón, y especuló con la posibilidad de que podía haber sufrido un ataque de cálculo biliar porque el dolor desapareció después de tomar el antiespasmódico. (No le dije nada ni a él ni a Janet sobre mi angina de pecho.) Paul insistió en que le fuera a ver en cuanto volviera.

Una vez en Nueva York, el día 20, Janet quería que Paul me visitase de inmediato, pero yo sospechaba que habría problemas y me negué. Tenía un almuerzo de trabajo con Sam Vaughn y Ken McCornick de Doubleday el 25 de mayo y no quería faltar porque les iba a insinuar que mi autobiografía podía ser muy larga y quería que se fueran haciendo a la idea.

Del almuerzo fui andando a la consulta de Paul, que está a un kilómetro de distancia, y subí a pie las escaleras, sólo para ver si podía. Paul me hizo un electrocardiograma y la expresión de su cara en el momento en que la aguja empezó a moverse me dijo todo lo que quería saber (o no quería saber, en realidad). No era un ataque de cálculo biliar, sino un ataque cardíaco.

—¿Cómo de malo? —pregunté.

—No mucho, puesto que sigues vivo después de haber subido las escaleras andando —me respondió Paul—. ¿Por qué lo has hecho? ¿Sabes cómo me habría sentido si llegas a sufrir un paro cardíaco al entrar en mi consulta?

—Mejor de lo que me habría sentido yo —le dije—. Pero puesto que no estoy demasiado mal, seguiré con mis asuntos.

—No, Isaac. Vas a ingresar en el hospital ahora mismo.

—No puedo —repuse—. Tengo que dar el discurso de graduación en Johns Hopkins pasado mañana.

—No, no puedes.

—¿Por qué no? Si he vivido una semana, puedo vivir dos días más.

—¿Y si mueres en el estrado mientras das la charla?

—Sería una muerte muy profesional —le dije convencido.

Esto enfureció a Paul. Los médicos se creen que son los únicos que tienen obligaciones profesionales. Corrió a la calle, paró un taxi y (con la ayuda de la traidora de mi mujer) me subieron a un taxi. Al cabo de media hora estaba en cuidados intensivos.

Justo antes de que se consumaran los hechos, llamé a Cathleen Jordan para darle la noticia y asegurarle que intentaría mantenerme vivo a pesar de todo lo malo que hicieran los médicos. Después Janet llamó a la Universidad Johns Hopkins para explicarles por qué les tendría que dejar plantados y también canceló algunos otros compromisos.

Era la primera vez en mi vida que anulaba varias charlas y cancelar la de Johns Hopkins me resultó muy embarazoso. Después les escribí una carta de disculpa en la que les prometí que pronunciaría una charla gratis. En 1989, la universidad reclamó mi deuda y, aunque habían pasado doce años, acudí. Fui a Baltimore y di una conferencia sin cobrar.

En 1977 Ben Bova se puso en marcha y me sustituyó en algunas de mis charlas, e hizo un gran trabajo. Pero luego, el muy tunante, tuvo el valor de pedir a los organizadores de cada uno de los eventos que me enviaran a mí los cheques. Por fortuna, me llamaron al hospital para comprobar si realmente debían hacerlo, y me encolericé. Ben tuvo que quedarse los cheques, se los merecía.

Aunque no había estado en el hospital con anterioridad, era evidente que no necesitaba cuidados intensivos. Lo que me hacía falta era el descanso y recuperación, y Paul Esserman insistió en que me quedara dieciséis días. Después de tres horas estaba terriblemente aburrido y lo manifesté ostensiblemente.

Paul consultó a Janet, quien le dijo que yo estaba trabajando en el primer borrador de mi autobiografía y que me quedaría en el hospital si me permitían corregir el manuscrito. Pero sólo existía una copia y Janet temía perderla o que sucediera algo de camino al hospital.

Así que cargó con él hasta Doubleday, donde lo fotocopiaron y archivaron, y después me lo llevó al hospital. Un día tras otro trabajé en él, y la sensación de que no estaba perdiendo el tiempo fue maravillosa.

Ben Bova me visitó y, al ver el manuscrito extendido por toda la cama, quiso saber qué estaba haciendo. Se lo expliqué.

—En esta autobiografía —le dije— incluyo todas las estupideces que recuerdo haber dicho o hecho.

—¡Ah! —dijo hojeando las páginas—. No me extraña que sea tan larga.

Trabajar en mi autobiografía me mantenía tan contento que los médicos residentes que me visitaban todas las mañanas se quedaban asombrados. El departamento de cardiología habitualmente estaba ocupado por gente deprimida (tener un ataque al corazón no es ninguna causa de regocijo), así que mis risas y mis bromas se convirtieron en tema de conversación y asombro durante sus desayunos.

Sólo un día, el primer domingo en el hospital, me derrumbé. Estaba con Janet y me sentí muy deprimido. Empecé a creer que Paul me obligaría a reducir mis actividades en un cincuenta por ciento, así que durante el resto de mi vida sólo podría trabajar a tiempo parcial. Esto significaría, predije enfadado, que mis ingresos de 1977 representarían el máximo y que a partir de ese momento disminuirían paulatinamente, así que mis planes para mantener a mi mujer y a mis hijos después de mi muerte se vendrían abajo.

Esto ya era bastante, pero además me molestaba otra cosa. Cuando ingresé en el hospital, Paul me preguntó si quería mantener en secreto mi dolencia.

—¿En secreto? —pregunté—. ¿Por qué?

—Hay personas que piensan que si se sabe que han sufrido un ataque al corazón, serán discriminados y no conseguirán nuevos trabajos o tareas para realizar.

—Tonterías —le dije riéndome—. Díselo a quien quieras. Seguro que escribo algún artículo sobre esto. (Y lo hice.)

Pero aquel domingo, de repente me pareció que Paul estaba en lo cierto y que los editores me esquivarían; pensarían que era inútil encargarme algo si era probable que me cayera muerto en cualquier momento.

Janet me consoló lo mejor que pudo y mis temores fueron pasajeros. Desaparecieron antes de que terminara el día y nunca volvieron. Tampoco eran justificados.

Mis trabajos literarios han continuado a toda marcha después de mi ataque cardíaco. Y respecto a que 1977 representará el máximo en mis ingresos, no ha habido un año desde entonces que no haya sido mucho mejor que ése.

¿Y dejaron los editores de pedirme material?

En absoluto. Mientras yacía en la cama del hospital, recibí una llamada de Merill Panitt, editor jefe de
TV Guide
, para quien ya había trabajado. Me preguntó qué tal estaba y le respondí que iba bien.

Entonces me preguntó:

—Estupendo. Escucha, mientras estás en la cama del hospital sin nada que hacer, ¿te importaría ver la televisión durante el día y escribir algo sobre el tema?

Eso fue exactamente lo que hice. Entonces supe que si me encargaban trabajos mientras estaba en el hospital, no tendría problemas para conseguirlos cuando estuviera fuera.

Por supuesto, Paul insistió en reducir mi actividad en un aspecto.

—Isaac —advirtió—, quiero decirte dos cosas. Primero, debes dar menos conferencias. Te exigen mucho esfuerzo. Puedes incrementar los honorarios para que tus ingresos no se resientan, y no dejes que tus amigos te comprometan a dar charlas gratis. ¿Lo entiendes?

—Sí —le respondí—. ¿Y cuál es la segunda?

—Mi grupo, la Asociación de Alumnos de la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York quieren que les des una charla. ¿Podrías?

Estallé en carcajadas. Era gratis, por supuesto, pero acepté de inmediato, por dos razones. Primera, porque Janet también era alumna y segunda, porque Paul pareció no darse cuenta de que ambas advertencias se excluían mutuamente.

Di la conferencia el 12 de mayo de 1979, y conté esta anécdota, imitando la voz característica de Paul, lo que provocó grandes carcajadas. Además todos los alumnos llevaban insignias que indicaban el mes y el año de su graduación. Paul se había graduado durante la Segunda Guerra Mundial en un curso acelerado que él terminó en marzo; algo realmente extraordinario. Le pregunté por qué era el único que tenía una M en su insignia y me lo explicó.

Pero es mejor que reproduzca exactamente cómo les relaté nuestro diálogo a los asistentes a la conferencia. Dije lo siguiente:

—Le pregunté a Paul: “¿Por qué llevas una M en tu insignia, Paul?” Y me respondió: “Es de mediocre.”

Sonaron más carcajadas (sobre todo porque Paul, en realidad, se había graduado con honores), y sentí que le había castigado lo suficiente por haberme llevado a la fuerza al hospital haciendo que me perdiera la graduación de la Universidad Johns Hopkins.

(Paul siempre me amenaza con llevarme a los tribunales por algo que llama “negligencia del paciente”.)

Después de mi estancia en el hospital viví una vida normal, excepto que me cuidaba más. A pesar de todo, de vez en cuando sentía una punzada en el pecho cuando caminaba demasiado deprisa, y me paraba para esperar a que remitiera.

Cuando escribí el relato de mi ataque al corazón en el segundo volumen de mi autobiografía, uno de los críticos me dijo que lo había descrito “con una evidente falta de autocompasión”.

Me gustó que lo notara. Como he dejado en claro en este libro, detesto la autocompasión y cuando noto que caigo en ella, hago todo lo posible por desdeñarla.

Después de todo, ¿qué motivos tengo para sentir autocompasión? ¿Qué importa si no hubiese sobrevivido? He gozado de una vida razonablemente buena, una infancia segura, unos padres que me querían, una excelente educación, un matrimonio feliz, una hija deliciosa y una carrera llena de éxitos. He soportado algunos disgustos y tristezas pero, si lo pienso con toda honestidad, muchos menos que la media de los seres humanos, y he logrado muchos más éxitos y más satisfacciones que la mayoría.

Incluso si hubiese muerto a los cincuenta y siete años, mi vida habría sido completa, sobre todo respecto a Janet y mi obra literaria, y nunca me hubiera perdonado lamentarme por ello. Además, como dio la casualidad que seguí viviendo, junto a Janet y a mis éxitos literarios, y que he gozado de todas las demás cosas buenas (que han superado en número a las malas), pues nunca he tenido verdaderos motivos para quejarme o sentir autocompasión.

Me da la impresión de que las personas que creen en la inmortalidad mediante la reencarnación de las almas tienden a pensar que en el pasado han sido Julio César o Cleopatra y que serán igual de famosos en el futuro. No hay duda de que esto puede ser así. Puesto que alrededor de un noventa por ciento de la raza humana vive (y siempre ha sido así) en distintos grados de pobreza y miseria, las probabilidades están en contra de que cualquier reencarnación de la personalidad resulte feliz. Si, a mi muerte, mi personalidad tuviera que reencarnarse en un recién nacido elegido al azar, las probabilidades de llevar una nueva vida mucho más miserable que la anterior serían altísimas. No quiero jugar a la ruleta, gracias.

Muchos piensan que la gente que es buena tiene garantizada una vida mejor cuando muere y que los malos sufrirán una vida peor. Si esto fuera verdad, sospecho que seguramente fui una persona muy buena en mi vida anterior por haber merecido mi actual felicidad, y si sigo siendo noble y virtuoso tendré una vida todavía más feliz la próxima vez. ¿Y dónde terminará todo eso? Pues en el estado más feliz de todos: el Nirvana, o sea, la nada.

Pero yo creo que todos alcanzamos el Nirvana a la vez, en el momento en que la muerte termina con nuestras propias vidas. Puesto que he disfrutado de una buena vida, aceptaré la muerte con toda la alegría posible, cuando me llegue, aunque preferiría tener una muerte sin dolor. También me gustaría que aquellos que me sobrevivan —parientes, amigos y lectores— eviten perder el tiempo y amargar sus vidas con duelos y tristezas inútiles. En vez de eso, deberán estar felices en mi nombre, porque mi vida ha sido muy buena.

BOOK: Memorias
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