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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

Memorias (71 page)

BOOK: Memorias
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Para esto nunca había una respuesta clara. Siempre suministraba una respuesta, pero todo el tono de la serie indicaba que, como sucede en la historia, no existía una respuesta definitiva.

Cuando terminé de leer la trilogía, el 9 de junio, experimenté exactamente lo que los lectores me habían dicho durante décadas, una sensación de furia porque se había acabado y no había más.

Quería escribir la cuarta novela de la Fundación, pero aún no tenía un argumento para ella, y entonces descubrí el comienzo de una cuarta novela de la Fundación que había iniciado unos cuantos años antes. Había escrito catorce páginas y después abandoné, sobre todo porque tenía muchas otras cosas que hacer.

Entonces repasé esas catorce páginas, y vi que se leían bien. Esto me dio pie para comenzar una novela todavía sin final. (Siempre lo suelo hacer al revés.) Así que me senté a crear un final, y al día siguiente forcé a mis dedos temblorosos a reescribir estas catorce páginas y después seguí adelante.

No fue un trabajo fácil. Traté de conservar el estilo y la atmósfera de las primitivas narraciones de la Fundación. Tuve que resucitar toda la parafernalia de la psicohistoria y hacer referencias a quinientos años de historia pasada. Me esforcé por mantener un bajo nivel de acción y subir la fuerza de los diálogos (los críticos se quejan a menudo de esto pero no me importa en absoluto) y tuve que presentar perspectivas racionales equiparables y describir varios mundos y sociedades diferentes.

Además, no me sentía cómodo porque me fijé en que las primeras narraciones de la Fundación habían sido escritas por alguien que conocía sólo la tecnología de los años cuarenta. Por ejemplo, no había ordenadores, aunque suponía la existencia de unas matemáticas muy avanzadas. No intenté explicarlo. Me limité a poner ordenadores muy avanzados en la nueva novela de la Fundación y esperé que nadie notara la inconsecuencia. Por raro que parezca, nadie lo hizo.

En las primeras novelas de la Fundación no había robots y tampoco los introduje en la nueva.

En los años cuarenta escribía dos series diferentes a la vez: la de la Fundación y la de los robots. Las mantuve deliberadamente separadas, la primera, en el futuro lejano sin robots y la segunda, en el futuro cercano con robots. Quería que ambas series permanecieran lo más alejadas posibles, de manera que si me cansaba de una de ellas (o si lo hacían los lectores), podría seguir con la otra con un solapamiento mínimo y poco problemático. Y, en realidad, me cansé de la Fundación y no escribí nada más después de 1950, mientras seguía escribiendo relatos de robots (e incluso dos novelas).

Al escribir la nueva novela de la Fundación en 1981, pensaba que la ausencia de robots era anómala, pero no había modo de introducirlos de repente sin llamar la atención. Podía hacerlo con los ordenadores; eran cuestiones secundarias que sólo hacían apariciones breves. Sin embargo, los robots estarían ligados a los personajes principales y tenía que seguir dejándolos fuera. El problema seguía en mi mente y supe que tendría que enfrentarme a él algún día.

Llamé a la nueva novela
Lightning Road
, por razones que me parecían buenas y suficientes, pero Doubleday vetó ese título de inmediato. Una novela de la Fundación tenía que incluir la palabra “Fundación” en el título de manera que los lectores supieran de inmediato que eso era lo que estaban esperando. En este caso, Doubleday tenía razón, y por fin le puse el título de
Los límites de la Fundación
.

Me costó nueve meses escribir la novela y fue una época difícil, no sólo para mí sino también para Janet, ya que mi desasosiego respecto de la calidad de la novela se reflejó en mi humor. Cuando pensaba que la novela no iba bien meditada tristemente, en silencio y deprimido, y Janet afirmó que añoraba los días en que escribía sólo no ficción, cuando no tenía problemas, y mi humor era generalmente risueño.

Otra razón para mi melancolía era que mientras escribía la novela no podía emprender tareas de no ficción de gran envergadura, aparte de la revisión constante de la Enciclopedia biográfica. Desde luego, durante estos nueve meses coedité casi veinte antologías, escribí varios relatos cortos de ciencia para Walker, y produje un flujo constante de piezas cortas, pero echaba en falta mis grandes proyectos.

Por fin, el 25 de marzo de 1982 terminé la novela y la entregué de inmediato, conseguí la segunda parte de mi adelanto al instante y recibí mi primer ejemplar de
Los límites de la Fundación
en septiembre.

Para entonces, Doubleday me informó de que les habían llegado grandes pedidos por anticipado, pero me lo tomé con calma y tranquilidad. A los pedidos grandes podían muy bien seguirles grandes devoluciones y las ventas reales podían ser pequeñas.

Estaba equivocado.

Durante más de treinta años, generaciones y generaciones de lectores de ciencia ficción leyeron las novelas de la Fundación y habían pedido más a voces. Todos ellos, el equivalente a treinta años de aficionados, estaban ahora dispuestos a saltar sobre el libro en el momento en que apareciera.

El resultado fue que a la semana de su publicación
Los límites de la Fundación
aparecieron en el lugar número doce de la lista de libros más vendidos del
New York Times
, y honestamente no podía creer lo que estaba viendo. Había publicado obras durante cuarenta y tres años y
Los límites de la Fundación
era mi libro número doscientos sesenta y dos. Nunca me habían ni tan siquiera asomado a estas listas durante todo este tiempo y no sabía muy bien qué hacer.

El libro llegó hasta el tercer lugar el primer domingo de diciembre, y permaneció en la lista durante veinticinco semanas en total. Podría haber esperado una más, para poder decir “medio año”, pero todo este tiempo era exactamente veinticinco semanas de permanencia en la más prestigiosa lista de éxitos, muchísimo más de lo que había soñado nunca en mis mayores momentos de megalomanía, así que no podía quejarme. (Y debo añadir que mis ingresos, que pensé que se verían perjudicados por mi retorno a la ficción, enseguida se duplicaron.)

Dicho sea de paso, cuando Hugh me mostró una prueba de la cubierta, solté una risotada porque anunciaban
Los límites de la Fundación
como el cuarto libro de “La trilogía de la Fundación”. Cuando Hugh me preguntó por qué me reía, señalé que “trilogía” significa “tres libros”, así que introducir un cuarto libro era un contrasentido.

Hugh pasó mucha vergüenza y dijo que lo cambiaría. Pero yo repuse:

—No, Hugh. Déjalo. Se hablará de ello y será una buena publicidad.

Sin embargo, a Doubleday no le interesaba este tipo de publicidad y el libro fue anunciado como el cuarto volumen de “la saga de la Fundación”. Yo aún tengo el original en la pared del salón de mi casa con la contradicción a plena vista.

Por supuesto, la inclusión en la lista de libros más vendidos también tenía sus inconvenientes. Ver mi nombre en la lista del
Times
encendió una luz de alarma en mi cerebro y supe que estaba condenado. Doubleday nunca me permitiría dejar de escribir novelas, y nunca lo hizo.

141. Procedentes del pasado

Avanzaban los ochenta y yo entraba en la sesentena, y empecé a enfrentarme a ese fenómeno que experimenta toda la gente que se acerca al final de una vida normal. Sus contemporáneos algo mayores empiezan a morir y, a veces, los algo más jóvenes también.

Bernard Zitin, que en el NAES fue mi superior directo y con quien, por supuesto, no congenié, murió en 1979 a la edad de sesenta años.

Gloria Saltzberg, la joven agradable de la silla de ruedas que no me dejó en paz hasta que hice la prueba que me convirtió en miembro de Mensa, murió el 25 de enero de 1978, a los cincuenta años de edad. Sin duda, las secuelas de su parálisis infantil acortaron su vida.

La viuda de John Campbell, Peg Campbell, una mujer rolliza y agradable, que soportó las peculiaridades de John (igual que Janet es capaz de soportar las mías), murió el 16 de agosto de 1979.

Al Capp, que casi me llevó a los tribunales por mi carta al
Globe
de Boston, murió el 5 de noviembre de 1979, a la edad de setenta años.

Hacia finales de 1979, Robert Elderfield, que primero me amargó la vida en la universidad y después me contrató durante un año para un trabajo de posgrado, murió a los setenta y cinco años de edad.

Burnham Walker, que era el jefe del Departamento de bioquímica cuando me contrataron como profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston y que fue un buen jefe para mí (uno de los pocos superiores con el que siempre pude llevarme bien, porque me dejaba en paz), murió el 3 de abril de 1980, a la edad de setenta y ocho años. Le había visto por última vez un año antes, el 15 de mayo de 1979, cuando fui a la Facultad de Medicina a dar una conferencia y los viejos colegas de mi época se reunieron allí para felicitarme. Walker tenía dificultades para andar y se ayudaba de una muleta, había cambiado tanto que, a primera vista, no le reconocí.

Harold C. Urey, que casi me impidió entrar en la universidad, murió el 6 de enero de 1981, a la edad de ochenta y siete años. Ralf Halford, quien me preguntó por la tiotimolina en la defensa de mi tesis doctoral, también murió por esa época, a los sesenta y cuatro años de edad.

Había otras muestras del paso de tiempo. Charles Dawson, mi querido profesor de investigación, sigue vivo en el momento de escribir este libro, con setenta y nueve años de edad, pero el 27 de febrero de 1978 se retiró y fui a Columbia para demostrarle mi gratitud.

Todo esto no hace más que machacar nuestra mente con la evidencia del paso del tiempo. La sensación de la mortalidad se hacía más próxima y mi ataque al corazón de 1977 fue revelador, así como otras señales más visibles aunque menos importantes, como las canas de mi pelo y mis patillas, y el hecho de que el 29 de marzo de 1978 tuviera que rendirme a mi edad y comprar mi primer par de gafas bifocales.

Un extraño retazo del pasado, que no tenía nada que ver con la muerte, apareció ante mí también por esa época.

A los ocho años, tuve una breve amistad con un chico de mi edad que se llamaba Solomon Frisch. Me contaba historias que se inventaba y yo le escuchaba fascinado. Su familia se trasladó a otro vecindario y perdí el contacto con él, pero nunca le olvidé. Es posible que al escucharle contar historias y saber que las inventaba, naciera en mí el primer deseo inconsciente de ser escritor.

Le mencioné en el primer volumen de mi autobiografía, y mi propia fascinación por la literatura me llevó a pensar que Solly, que inventaba historias con tanto entusiasmo, debía de haberse convertido en un escritor de éxito. Parecía inevitable, y puesto que no conocía a ningún escritor llamado Solomon Frinch, sólo cabían dos posibilidades: o escribía con un seudónimo o había muerto.

En realidad estaba vivo, y su hijo, al ver su nombre en mi biografía, se lo comentó. Solomon me escribió inmediatamente y el 7 de febrero de 1981 Janet y yo almorzamos con Solly y su mujer, Chicky. Nos reuníamos después de cincuenta y tres años.

Era evidente que Solly estaba felizmente casado y disfrutaba de la vida, pero para mi asombro y disgusto, nunca se convirtió en escritor. Trabajaba en Correos, y como me dijo alegremente:

—Creo que, por lo que a la literatura respecta, me agoté a los ocho años.

142. Un ordenador

En mi vida privada he sido muy conservador. Tiendo a encarrilarme en una rutina y a mantenerme en ella porque me resulta cómodo hacer las cosas como las he hecho siempre. El mundo de la tecnología avanza y gira a mi alrededor y lo ignoro hasta que irrumpe en mi vida con fuerza.

Sigo utilizando una vieja máquina de escribir eléctrica, una IBM Selectric III, y temo el día en que se estropee definitivamente y tenga que comprar una nueva. Las nuevas máquinas de escribir electrónicas no son de mi agrado. Demasiada fantasía para un alma simple como la mía. Incluso uso una cinta de tela (lo que cada vez es más difícil de conseguir) porque las de plástico de un solo uso se gastan demasiado deprisa debido a la velocidad y a la constancia con que yo trabajo.

Y, por supuesto, nunca se me ocurrió comprarme un ordenador.

¡Vamos, hombre! ¿Abandonar mi fiel máquina de escribir? Como verá, mi extraña obsesión por la lealtad también abarca a los objetos inanimados. Al principio tampoco me decidí a comprar una calculadora porque eso habría significado una traición para mi regla de cálculo. Después, cuando empecé a recibir por correo estas calculadoras de parte de gente que me quería regalar una por algún motivo que se me escapa, intenté no utilizarlas. Y, finalmente, cuando a mi testarudo yo no lo quedó más remedio que admitir la conveniencia de su utilización (sobre todo para las sumas y las restas, para las que no sirven las reglas de cálculo), seguí conservando de todas maneras mis dos reglas de cálculo y me siento muy culpable cada vez que las miro.

He oído muchas historias de gente que se compra un ordenador y después no vuelve a usar nunca la máquina de escribir. Yo no quería hacerle semejante faena a la mía así que hice oídos sordos contra el clamor creciente que insistía en que me comprara un ordenador. Mi hermano, Stan, mantuvo una insistencia constante y estoy seguro de que utilizó mi resistencia para bromear en el trabajo sobre “el idiota de mi hermano Isaac”.

Por fin, en la primavera de 1981, una revista de ordenadores (de ésas que estuvieron tan de moda) me pidió que escribiera un artículo sobre mis experiencias con mi ordenador. Creían que tenía uno, con la misma naturalidad que suponía que respiraba.

Les dije que no tenía ordenador y que no podía escribir su artículo. ¿Creen que eso me salvó? En absoluto. El asombrado e incluso ofendido personal de la editorial de la revista se encargó de inmediato de enviarme un ordenador. Me llegó el 6 de mayo de 1981.

Estaba horrorizado e hice todo lo que pude para fingir que no lo veía, a pesar de que se hallaba en medio de mi biblioteca, perfectamente empaquetado en varias cajas. Pero el 12 de mayo llegaron dos jóvenes de Radio Shack y me lo instalaron, mientras me estrujaba las manos con desesperación. Era un microordenador TRS—80 Model II, de Radio Shack, con una impresora de margarita y un programa Scripsit.

Con el tiempo, llegaron a preguntarme en qué me había basado para elegir este modelo en concreto, puesto que daban por descontado que una persona con mi gran inteligencia habría pasado varios meses sopesando las ventajas e inconvenientes de todos los modelos existentes y habría elegido el mejor con todo esmero.

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