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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

Memorias (72 page)

BOOK: Memorias
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Mi respuesta fue siempre la misma:

—Porque es el que me dieron. ¿Hay otros más?

Y entonces todo el mundo se apresura a contar las historias de “el idiota de mi amigo Isaac”.

Los que lo instalaron me enseñaron cómo funcionaba y me dieron dos volúmenes de instrucciones, grandes, pesados y escritos de la manera más incomprensible posible. (La gente que redacta los manuales de instrucciones siempre supone, o a mí me lo parece, que uno ya conoce el tema que intentan explicarle.)

No entendí sus instrucciones y el manual no me sirvió de nada. Soy un inepto irremediable para los aparatos y nada de lo que hiciese haría funcionar el ordenador. Los jóvenes volvieron el 4 de junio y me repitieron las instrucciones, que tampoco entendí. El 12 de junio hacía un mes que tenía el ordenador y seguía sin conseguir que funcionara como yo quería. Dos días después decidí pedir a Radio Shack que se llevaran el aparato y me senté frente a él para darle su última oportunidad.

Y funcionó de maravilla. Supongo que notó mi decisión y se asustó; no quería ser devuelto. Desde entonces, he sido capaz de utilizarlo y lo uso constantemente.

Pero sólo para preparar manuscritos. Hice que los técnicos de Radio Shack lo habilitaran para que tuviera los márgenes y el doble espaciado que quería, y todo lo demás. No tengo ni la más remota idea de cómo se pueden cambiar estas cosas. No podría ponerlo a un espacio o ajustar los márgenes, así que no lo utilizo más que para los manuscritos.

Tampoco sé cómo cambiar el número de la página. Así que cuando escribo algo en el ordenador indico para cada página los mínimos de edición necesarios (corregir la ortografía y la puntuación y a veces añadir, quitar o cambiar una palabra) y después paso a la siguiente. Y en cuanto he pasado una página, la anterior ya es prácticamente inalterable. Por fortuna, como nunca he revisado mucho mis obras, no es algo que me moleste.

Pero lo principal es que no he abandonado mi vieja máquina de escribir. La uso para la correspondencia, para los catálogos de fichas, para todo menos para los manuscritos. E incluso en este caso, la máquina de escribir no ha caído por completo en desuso. Las piezas cortas de hasta dos mil palabras más o menos, las escribo directamente en el ordenador, lo admito. Pero todo lo que sea más largo lo escribo primero en la máquina y después lo paso al ordenador, haciendo los cambios menores página por página.

Al bueno de Stan esto le parece intolerable.

—¿Por qué haces eso? —me pregunta—. Tienes que teclear todo dos veces.

Intento explicarle que con las obras largas necesito el consuelo de un montón de papeles amarillos, el mismo montón del primer borrador al que he estado acostumbrado durante décadas y décadas. Si quiero comprobar algo que he puesto en alguna página anterior de la novela (por ejemplo ¿qué color de pelo he dicho que tenía mi héroe), prefiero pasar las hojas amarillas que ir de disquete en disquete.

Pero si hago el primer borrador de mis libros en la máquina, el lector se preguntará para qué quiero el ordenador.

En primer lugar, en los viejos tiempos, todavía hacía cambios de última hora en el borrador final. Se puede añadir o eliminar una palabra a mano. Además corregía algunos tipos de letra. Pero con el ordenador se acabaron los cambios a mano. Todos los introduzco en la pantalla, así que manejo una copia más limpia.

¿Es importante? Eso creo. Las correcciones hechas a mano hacen que el manuscrito parezca confuso. No es algo irremediable. Mis editores soportan algo de confusión en mis obras, pero como todo el mundo entrega copias limpias que han sido corregidas de manera invisible en la pantalla, me temo que mi desorden destacaría y les daría la idea subliminal de que mi obra es mala sólo porque está desordenada. Mi ordenador evita que esto suceda. Entrego una copia limpia, como todo el mundo.

Radio Shack me dejó el ordenador a prueba durante el resto del año 1981, con el pago por la instalación a posteriori. No obstante, en cuanto empecé a trabajar con él, decidí quedármelo, los llamé y pregunté cuánto costaba para extender un cheque que lo cubriera todo.

Pero me respondieron:

—Espere. No haga el cheque. ¿Le gustaría ser uno de nuestros portavoces? Si lo hace, se puede quedar con el ordenador y le pagaremos algo al mes.

Me pareció bien y fui su portavoz durante varios años. De vez en cuando me sometía a una sesión fotográfica de un día de duración y las fotos se utilizaban para anunciar productos de Radio Shack. Esto me resultaba algo incómodo, pero el ordenador funcionaba perfectamente, así que me pareció que recomendaba algo que valía la pena.

Con el tiempo, Radio Shack decidió hacer todo su trabajo publicitario en Tejas, donde estaba la sede central y, por supuesto, comprendieron que no quisiera ir allí, así que no me pidieron que hiciera nada más y se limitaron a enviarme mi sueldo mensual. No obstante, al cabo de algún tiempo, no soportaba que me pagaran por no hacer nada, así que se lo planteé: o se las arreglaban para que hiciera algo o no quería recibir más cheques. Dejaron de pagarme a partir de noviembre de 1987.

El primer libro que escribí con el ordenador fue Exploring the Earth and the Cosmos. Era el doscientos cincuenta y dos y en este momento he llegado a cuatrocientos cincuenta y uno. Si cuento los libros que tengo en imprenta en estos momentos, resulta que en los nueve años que hace que tengo el ordenador, he introducido más de doscientos libros en sus entrañas y, además, debo de haber escrito unas doscientas obras cortas que todavía no han aparecido en ninguno de esos libros. En conjunto, en un cálculo aproximado, debo de haber escrito entre diez y once millones de palabras con el aparato.

Y en todo este tiempo no me ha dado prácticamente ningún problema. Claro que en dos ocasiones se renovaron los cables y se engrasó el teclado, pero fui precavido y me agencié un segundo teclado, que siempre uso mientras el otro está en reparación, y así no pierdo el tiempo. El 13 de enero de 1988, un técnico entusiasta cambió el tubo de la pantalla, pero dudo que fuera necesario.

El 29 de marzo de 1982 el ordenador ni siquiera se puso en marcha. Llamé a la empresa y el hombre que vino al día siguiente estudió la situación y le dio al interruptor de la pared que dejé desconectado por casualidad y se me olvidó volver a conectar. No creo que esto pueda contabilizarse como un problema causado por el ordenador.

Puede que el lector piense que, ahora que tengo un ordenador y que estoy al corriente con los tiempos modernos, la gente ya me deja en paz, pues no. A la velocidad que progresan estos aparatos, el mío, que tiene nueve años, resulta medieval. De hecho, ya no se fabrica.

Aparentemente, se supone que debo estar al día y comprar las nuevas máquinas cada vez que surge una mejora. Pero no voy a ceder. No voy a cambiar de ordenador sólo para mantenerme al día. Soy leal al que tengo. Hace todo lo que necesito y uno nuevo no significaría más que pasar por el purgatorio de aprender un conjunto de nuevos hábitos.

Así que le digo a todo el mundo: “Cuando se rompa el ordenador que tengo, me compraré uno más moderno.”

Por fortuna no se ha roto.

143. La policía

Nunca he tenido problemas graves con la ley, aunque después de conducir durante cuarenta años me han puesto dos multas de aparcamiento y otras dos o tres por exceso de velocidad, pero no creo que sea algo terrible.

Mi peor infracción de tráfico tuvo lugar en la interestatal de Massachusetts, donde me pararon por exceso de velocidad y, con gran sorpresa, resultó que mi carné de conducir había caducado. El policía de tráfico que me detuvo me reconvino con severidad, pero no me llevó a comisaría (como yo temía). Se limitó a decirme que dejara conducir a Janet y que no tocara el volante hasta que no renovara el carné.

Esto también tiene una explicación. En 1975 me había trasladado del apartamento que tenía cuando volví de Nueva York al piso, bastante más amplio, que Janet y yo hemos ocupado desde entonces. Sólo nos habíamos desplazado a seis manzanas de distancia y nuestra correspondencia seguía llegando a través de la misma oficina de correos. Pero cuando llegó el nuevo carné de conducir, que habían mandado a la antigua dirección, la oficina de correos, que me enviaba unas cincuenta cartas al día a la nueva dirección, lo devolvió con una nota de “dirección desconocida”. Cuando llegué a casa después de mi desgraciado viaje, fui a pedir un nuevo carné, y después discutí el asunto con la oficina de correos.

También me las tuve con la policía en 1982. Al volver de un viaje me sentí bastante mal. Entré en el ascensor de mi casa y allí estaba una mujer que succionaba un cigarrillo a pesar de que había un cartel de “Prohibido fumar” delante de sus narices. Señalé el cartel y le pedí que apagara el cigarrillo y me lanzó una bocanada de humo a la cara.

Así que hice como si fuera a quitarle el cigarrillo de la mano, ella soltó un grito y me atacó. Janet, como sabía que estaba enfermo, se puso delante de mí y la detuvo. Al cabo de media hora había dos agentes y una mujer policía frente a mi puerta porque la fumadora informó de que la había atacado. Les expliqué la situación y se fueron.

En febrero de 1983 recibí una citación policial y descubrí que me pedían medio millón de dólares. Es la única vez en mi vida que me han llevado a los tribunales. Más divertido que asustado llamé a mis abogados, Donald Laventhall y Robert Zicklin, y me sacaron indemne del asunto.

Aunque Don y Bob son mis abogados, les doy muy poco trabajo, y puesto que soy incapaz de mantener sólo relaciones de trabajo con nadie durante mucho tiempo, se han convertido en mis amigos. En dos ocasiones llevé a Bob Zicklin, que vive en el centro, a unas pocas manzanas de mi casa, a la sede de los Trap Door Spiders como invitado, y se divirtió tanto que el 21 de noviembre de 1986 fue admitido como socio. Se convirtió en uno de los miembros más entusiastas.

Bob me descubrió el intríngulis de este proceso abortado. Me dijo:

—No tiene caso y ella lo sabe, al igual que su abogado, pero piensan que pueden sacarte una indemnización. Cualquiera lo hará si te reconoce, así que ten mucho cuidado. Evita cualquier altercado, porque eres una celebridad.

Es difícil recordarlo continuamente, pero en nuestra sociedad litigante, supongo que no tengo otra alternativa.

No obstante, el contacto más extraño que he tenido con la policía se produjo el 7 de octubre de 1989. Era un tranquilo sábado por la tarde y estábamos los dos viendo la televisión. Janet contemplaba
Star Trek
en su despacho y yo la repetición de un episodio de
Kate & Allie
en el salón cuando sonó el timbre de la puerta.

Nadie puede llegar a nuestra puerta desde la calle sin anunciarse previamente, así que supuse que era algún empleado del edificio o un vecino. Fui a la puerta (Janet se niega a ser molestada mientras ve
Star Trek
) y grité:

—¿Quién es?

No hubo respuesta así que me acerqué a la mirilla y vi varios uniformes de policía. Abrí rápidamente la puerta y allí estaban cuatro hombres y una mujer.

—¿Qué sucede? —pregunté asombrado.

—Nos han avisado de una pelea doméstica —respondió el oficial al mando.

—¿Aquí? —dije—. Debe de ser en otro apartamento.

—No. Nos han dado el número del apartamento y el nombre. —Señaló el nombre de la puerta y después añadió—: Nuestra información es que usted amenazaba a su mujer con una navaja en su garganta.

No creo que Lawrence Olivier hubiera podido fingir la expresión de completa sorpresa de mi cara.

—¿Yo? ¿En su garganta? —repetí.

Entonces me di cuenta de que Janet seguía en su despacho con la puerta cerrada, y pensé que sería mejor que le presentara a mi mujer intacta o creerían que estaría tumbada tras la puerta y convertida en un cadáver apaleado. Así que grité:

—¡Janet! ¡Ven aquí!

Tuve que llamarla tres veces (con la policía cada vez más desconfiada) antes de que Janet, enfurecida por verse obligada a abandonar su programa de televisión, traspasara la puerta. Vio a la policía y se asustó.

Le repetí lo que me había dicho la policía, y si alguien podía parecer más asombrado que yo, ésa fue Janet.

Después de que la policía comprobara que se trataba de una falsa alarma, se fue, y Janet y yo discutimos las posibilidades. ¿Quién podía haber informado de algo tan ridículo? La respuesta obvia era que un admirador, a lo mejor un poco borracho, había pensado que era una broma divertida, pero muy pocos admiradores podían saber mi dirección y número de apartamento.

Después recordé que alguien estuvo acosando a Janet llamándola por teléfono. (Su nombre de soltera, que usa profesionalmente, está en el listín telefónico.)

Llamamos a la policía. ¿Qué nombre les habían dado?

Por supuesto, el de Janet.

Al cabo de una semana había escrito un relato de los viudos negros basado en el incidente. Lo titulé:
Police at the Door
(La policía en la puerta) y fue publicado en el número de junio de 1998 de
EQMM
.

144. Heinz Pagels

Almorcé con Heinz Pagels el 12 de abril de 1982 y llegué a conocerle bien. Era un hombre alto, con la frente despejada y una melena prematuramente canosa que contrastaba de manera extraña con su aspecto juvenil. Parecía incluso más joven de lo que sus cuarenta y dos años indicaban. Era un físico brillante que pronto elegirían presidente de la Academia de Ciencias de Nueva York. Escribió varios libros sobre mecánica cuántica, incluido
The Cosmic Code
, que leí con gran placer.

En mi opinión era la más brillante de las lumbreras que acudían a las cenas de Hugh Downs. También dirigía el Reality Club, un grupo de mentes preclaras que se reunían más o menos todos los meses en distintos lugares de Manhattan para escuchar charlas de más que notable erudición y para discutir posteriormente sobre el tema. Me invitaron a participar, pero no fui con regularidad. Hubo algunos momentos muy interesantes en las pocas sesiones a las que asistí. Di mi propia conferencia en el Reality Club el 7 de mayo de 1987, y por supuesto, hablé sobre ciencia ficción.

El 5 de noviembre de ese mismo año, Alan Guth dio una conferencia fascinante sobre el “Universo inflacionario”, una teoría que fue el primero en presentar.

Algún tiempo antes yo había oído hablar a Heinz por primera vez de la teoría inflacionaria del Universo. Él me explicó que era posible que el Universo se hubiera iniciado con una partícula subatómica que representaba apenas una fluctuación cuántica en un mar infinito de “vacío falso”.

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