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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

Memorias (83 page)

BOOK: Memorias
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Le expliqué que cuando pasé la revisión médica para el ejército en 1945, cuarenta y cinco años antes, los médicos que me examinaron me dijeron que tenía un soplo, pero que no era suficiente para librarme del ejército.

Pasternack sacudió la cabeza.

—No podemos descartarlo así —me respondió—. En vista de tu edema, tenemos que saber el alcance de tu soplo ya que puede ser la raíz de todos tus problemas.

Por supuesto, esto significaba el comienzo de una nueva tanda de análisis.

Por fin amaneció el 2 de enero de 1990 y, después de todo, cumplí setenta años de manera oficial. Janet, Robyn y yo lo celebramos en nuestro restaurante chino y tomamos pato a la pequinesa. O, por lo menos, ellas lo comieron. Yo sólo probé una pequeña cantidad, ya que tenía sal, así que no fue exactamente un cumpleaños feliz a pesar de que me sentía muy aliviado por haber llegado. Tampoco sirvió de mucho el que me inundaran de postales de todo el mundo que me deseaban un “feliz y saludable septuagésimo cumpleaños”.

No lo tuve, ya que a pesar de la dosis diaria de diuréticos, seguía con grandes edemas y Peter pretendía que continuara con los análisis.

164. El hospital

Meses antes había aceptado ir a Mohonk durante el primer fin de semana de enero para dar una charla a sus huéspedes. No quería ir, pero una promesa es una promesa. Preguntamos a Peter y me dijo que podía arriesgarme, así que hablé con Mohonk para que nos enviaran una limusina y fuimos allí.

Di la charla la tarde del 5 de enero de 1990. Con gran satisfacción por mi parte, todo fue bien y disfruté. Era un claro indicio de que aunque estuviera enfermo, no estaba muerto. Volvimos a casa el día 7 y me fui directo a la cama, agotado.

El 9 de enero visité a los editores y también presidí la reunión del Dutch Treat Club por primera vez desde hacía un mes. Sin embargo, era tan evidente que estaba enfermo y agotado que Jill, en Doubleday, y Sheila, en la revista, se asustaron. También mis camaradas del club estaban preocupados.

Pero me negué a hacerme más análisis clínicos y había llegado a una decisión trascendental.

El 11 de enero de 1990 decidí ir a ver a Paul Esserman. Casi llorando, hice un discurso bastante elocuente en el que fundamentalmente le expliqué que no quería hacerme análisis ni que me hospitalizaran. No quería nada, sólo que me dejaran morir en paz y que no me convirtieron en un balón de fútbol que fuera rebotando de médico en médico mientras experimentaban conmigo y empezaban a tomar medidas cada vez más drásticas para mantenerme vivo.

Le recalqué que había llegado a los setenta y que para mí ya no era una desgracia morir. Había acumulado una importante cantidad de bienes que no pensaba disfrutar pero que servirían para mantener a mi mujer y a mis hijos cuando me hubiera ido, y no quería malgastar nada más sólo por el privilegio de mantenerme en una existencia mutilada. Y terminé diciéndole que dependía de él para que esto se cumpliera.

Paul me escuchó atentamente sin hacer ningún comentario. Cuando terminé, llamó al hospital universitario y me consiguió una habitación privada en la sección de asistencia cooperativa. Para la hora de cenar estaba allí.

Días después, le pregunté cómo podía haber hecho eso después de que estuve durante media hora diciéndole todo lo contrario. Y me respondió:

—Bueno, puede que tú estuvieras listo para morirte, pero yo no lo estaba para dejar que lo hicieras.

La primera tarea en el hospital (en donde Janet y Robyn hicieron turnos para acompañarme) fue librarme del edema, y esto significaba inyectarme un diurético intravenoso. Me habían colocado un tubito en la vena del brazo para que los medicamentos pudieran ser introducidos a voluntad en mi flujo sanguíneo.

Me sentía pesimista. Murmuraba que no serviría para nada. Estaba condenado a muerte y no hacían más que prolongar mi desgracia.

Pero estaba equivocado. El diurético intravenoso hizo muy bien su trabajo. Durante mi estancia en el hospital perdí ocho kilos de líquido y mis piernas recuperaron la normalidad. Había contemplado durante tanto tiempo aquellos troncos de árbol que luego me parecieron palillos. Casi daban la impresión de que no serían capaces de aguantar mi peso.

Mientras estuve allí, mi pierna izquierda (de la que me habían extirpado una vena para hacer el
bypass
y que en consecuencia era más propensa a las infecciones) desarrolló celulitis, una inflamación bacteriana de la piel que es más propensa a producirse cuando la piel padece edema. Tuve que mantener la pierna izquierda levantada lo más posible, mientras tomaba antibióticos para luchar contra la infección, que también fue derrotada.

Mi gran problema se produjo el 16 de enero, el sexto día de mi hospitalización. Durante meses, Doubleday había planeado una fiesta para celebrar mi septuagésimo cumpleaños y el cuadragésimo aniversario de mi primer libro,
Un guijarro en el cielo
. Se iba a celebrar en el restaurante Tavern on the Green, e iba a ser, para mi horror, de gala. Insistí en que se anunciara que la etiqueta era innecesaria, pero, por supuesto, yo tenía que ir de esmoquin.

Cuando llegó el día, yo estaba en el hospital. Sin embargo, no podía defraudar a cientos de personas, así que conseguí que Paul me cubriera las espaldas. Estuvo de acuerdo en no comentar el asunto y decidió asistir a la fiesta para controlarme. Janet "cogió prestada" una silla de ruedas y me sacó del hospital a las tres de la tarde, cuando nadie miraba. Doubleday había mandado una limusina que nos llevó a casa. Me puse el esmoquin y el coche dio la vuelta a la manzana hasta el Tavern on the Green, donde mis compañeros de diversas editoriales, todos mis compinches del Dutch Treat Club y los de los Trap Door Spiders, mis amigos y vecinos, cercanos y lejanos, estaban allí esperándome.

Hubo una recepción. Saludé feliz a todo el mundo desde mi silla de ruedas con la pierna izquierda posada en un escabel. Rechacé los exquisitos bocados que comía todo el mundo (demasiado salados) y pasé con un zumo de naranja. Nancy Evans, la presidenta de Doubleday, hizo una presentación muy cariñosa y, después, solté mi discurso.

Hablé de mis últimos "encuentros" con la muerte, explicando con detalle mis fantasías sobre los Baker Street Irregulars cuando me pusieron el
bypass
y la desilusión que sufrí al darme cuenta de que había sobrevivido y no conseguiría el aplauso que hubiese logrado un hombre muerto.

Hubo una carcajada y un aplauso general y, por supuesto, el único comentario negativo que recibí fue de Robyn, que se puso a llorar y vino a quejarse amargamente de mi discurso.

—Pero Robbie —le dije—, ha sido divertido. Todo el mundo se ha reído.

—Pues yo no —me respondió—. Puede que te parezca divertido hablar de morirte, porque estás loco, pero yo no creo que lo sea.

Bien, todos los demás se rieron.

A las nueve de la noche estaba de vuelta en mi habitación, pensando que lo había arreglado todo estupendamente y que nadie del hospital lo sabía.

Pero el
New York Times
se enteró de la fiesta. La reseña apareció en el periódico al día siguiente y por lo visto todo el mundo en el hospital la leyó, así que las enfermeras me riñeron. Lester del Rey (cuyo estado no le permitió asistir a la fiesta) me llamó y me insultó porque había puesto mi vida en peligro. Todo lo que pude decir fue: "¡Lester, no sabía que te preocupara tanto!", y esto no pareció calmarle.

No obstante, lo que más me molestó fue un asunto relacionado con mi columna literaria. Había llegado el momento de escribirla y la única manera de solucionarlo era eligiendo un tema que no requiriera material de referencia, escribirla a mano y después llamar al Times de Los Ángeles y dictarla en una grabadora.

Y así lo hice. Pero cuando llamé al periódico me contestó una joven que, en cuanto dije mi nombre, me soltó:

—Chiquillo desobediente, ¿por qué se escapó del hospital?

Esto me partió el corazón. Ni siquiera podía llevar a cabo un pequeño e inocente engaño sin que se enterara todo el mundo.

Así que no lo podía repetir. Al cabo de unos días
Analog
celebró su sexagésimo aniversario, puesto que la revista, que en sus orígenes se llamaba
Astounding Stories of Superscience
, se publicó por primera vez a principios de los treinta. Había confirmado mi asistencia e iba a dar el discurso principal pero no pude hacerlo. La hora del almuerzo del día de la celebración fue bastante triste y lo lamenté amargamente.

Mientras tanto, por fin, dieron con el diagnóstico. Me introdujeron un catéter, me miraron por el scanner y me trataron con ultrasonidos, y resultó que el soplo, que probablemente se debía a una debilidad congénita de la válvula mitral del corazón, había empeorado en 1989. La válvula estaba estropeada y perdía. Como resultado, la sangre no pasaba bien de la aurícula derecha al ventrículo derecho sino que de alguna manera regurgitaba. Esto disminuía la eficacia de la circulación hacia los pulmones, lo que hacía que enseguida me quedara sin aire. Además, el corazón no podía funcionar con eficacia para ayudar a mis riñones defectuosos a que expulsaran los líquidos de mi cuerpo.

Además, existía la posibilidad de que la válvula mitral estuviera infectada y que sus fallos se debieran a eso. Eso quería decir que me tenían que volver a abrir el pecho, exactamente igual que como en el
bypass
, y someterme de nuevo a la máquina corazón-pulmón. Me aseguraron que era una operación sencilla. (Bob Zicklin, mi abogado y un buen amigo había sufrido una operación idéntica en tres ocasiones, la primera en condiciones bastante primitivas, y sobrevivió a todas sin problemas.)

Por fin salí del hospital el 26 de enero de 1990, quince días después de haber entrado. No obstante, me dijeron que tendría que hacerme análisis para determinar si existía realmente la infección. El 2 de febrero me llamó Peter. Aunque todos los análisis bacterianos fueron negativos, no iban a arriesgarse. Tenía que ir al hospital y seguir una serie de tratamientos intravenosos con antibióticos.

Así que al día siguiente estaba de vuelta en el hospital, esta vez en una habitación privada en la que pasé cuatro semanas. En otras palabras, todo el invierno de 1989—1990 lo pasé entre el hospital y mi casa, en la cama o arrastrándome para realizar mis trabajos y sintiéndome muy mal.

Fue un invierno muy desgraciado. Tuvieron que seguir con el goteo intravenoso durante cuatro semanas. Dos veces al día me introducían lo necesario en mis venas durante una o dos horas.

Después, el 15 de febrero, los médicos llegaron nuevas noticias. En vista de que no encontraron ninguna infección no pensaban que fuera sensato someterme a una operación y arriesgar mis riñones dañados debido a la ya famosa máquina. Así que no me practicarían la operación de la válvula mitral. Dijeron que podía vivir con la regurgitación mitral, que no era probable que dejara de funcionar y me matara. Como mucho se debilitaría más, mis síntomas empeorarían y entonces me operarían.

El 3 de marzo estaba de nuevo en casa y dispuesto a reemprender mi vida, con una válvula que funcionaba mal y unos riñones defectuosos. Los médicos me prohibieron realizar cualquier esfuerzo excesivo, pero admitieron que escribir (incluso con la extensión que yo lo hacía) no era físicamente agotador y que podía seguir.

165. Una nueva autobiografía

Mi invierno de enfermedades provocó muchas complicaciones añadidas a mi vida. La acumulación del correo era un desastre. Janet me llevó diariamente las cartas importantes mientras estuve en el hospital y allí solucioné unos pocos asuntos, pero la mayoría de las cuestiones tuvieron que esperar a mi vuelta. Las dos habitaciones de nuestro piso estaban abarrotadas de sobres y paquetes. Poco a poco me ocupé de todo.

Incluso volví a escribir un artículo sobre los coches del futuro. También me pidieron que hiciera una ligera revisión, pero eso era imposible de hacer en el hospital.

Por fortuna, suelo entregar los artículos de
F&SF
y de las editoriales de mi revista a tan largo plazo que incluso tres meses de inactividad no me crearon ningún problema. Disponía de tiempo de sobra cuando terminó el invierno devastador, y enseguida me puse el día y volví a la situación anterior.

La columna del periódico era otra cuestión. Estaba ligada a algún tema de actualidad y yo no podía entregarla más que con una semana de adelanto sobre el día de su publicación. Me vi obligado a escribir una carta explicando que hasta que no saliera del hospital no podría hacer mi columna, y que esperaba que después de tres años de no haber fallado nunca una entrega me pudieran dar una baja por enfermedad.

Respondieron que no había ningún problema y procedieron a llenar el espacio de mis cuatro columnas volviendo a publicar algunas que había escrito antes. Fue muy amable por su parte, porque esto significaba que los lectores habituales de la columna no se olvidarían de mí. Inmediatamente les escribí para comunicarles que no esperaba que me pagaran por publicar artículos antiguos. Pero debieron de consultar a Doubleday, porque me llegó la contestación enseguida: "No digas tonterías, Isaac", y me pagaron mis honorarios.

Tuve que cancelar tres conferencias y pasé por un apuro por primera vez en mi vida: me retrasé al reunir los datos para la declaración de Hacienda. Mis contables pidieron varias prórrogas, pero me pareció que mi excusa era bastante razonable.

También debo decir que Janet fue un ángel durante todo el tiempo, venía todos los días, pasaba la mayoría de las noches conmigo, me traía el correo y cualquier cosa que necesitara, siempre sonriente y alegre. Soportó mis ataques de mal genio y tranquilizó mi ánimo.

Robyn venía periódicamente a sustituir a Janet para que pudiera irse a casa a echar una siesta con tranquilidad. También recibía visitas de Jennifer. Hice todo lo que pude para que no vinieran a verme porque creía que era una pena desbaratar los planes del agente sólo porque debían visitar a un viejo achacoso. No obstante, vinieron a verme Stan y Ruth, también Don Laventhall, mi abogado, Robert Warnick, mi agente de negocios, y otros amigos. Marty Greenberg me visitó dos veces y me llamó por teléfono todas las tardes.

Y por supuesto, los médicos me visitaban continuamente: Paul Esserman, Peter Pasternack, Kerry Lowenstein y muchos otros. Entraban las enfermeras a tomarme la tensión, me daban pastillas y ponían el goteo de antibióticos. El personal de servicio entraba a fregar el suelo, traían la comida y cambiaban el agua. En la habitación había una actividad demencial; nada era especialmente bienvenido (excepto la comida).

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