Read Memorias Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

Memorias (52 page)

BOOK: Memorias
4.65Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Esto era horrible. En Massachusetts, los únicos argumentos legales para que se aceptara el divorcio eran las alegaciones de locura, infidelidad, malos tratos, crueldad y cosas así. La locura y la infidelidad estaban fuera de lugar, pero mi abogado me dijo que si me limitaba a contar historias de nuestra vida matrimonial, podían servir como pruebas suficientes de crueldad mental y convencerían al juez. Me negué bastante enfadado. No quería acusar a Gertrude de algo así.

En ese caso, me dijo el abogado, me tendría que ir a un Estado en el que hubiera la posibilidad de celebrar un divorcio sin culpables y donde pudiera presentar argumentos convincentes de que no estaba cambiando de residencia sólo para conseguir el divorcio. La elección obvia era Nueva York, donde después de todo, había crecido y estaban la mayoría de mis editores (Doubleday en particular).

Así que hice los preparativos y el 3 de julio de 1970 vino un camión de la mudanza, cargó mi equipo de trabajo, mi biblioteca, mis estanterías y todo lo que necesitaba para vivir y me fui a Manhattan.

Pero esto no fue el final. Lo que siguió fue bastante amargo. Gertrude contrató un abogado, que hizo todo lo que pudo para que me rindiera por agotamiento. Por ejemplo, en dos ocasiones me citó ante el tribunal y mientras yo iba corriendo a Boston, se las arregló para obtener un aplazamiento, de manera que al llegar a Boston, tenía que dar media vuelta y regresar a Nueva York.

Pero insistí, y después de tres años y cuatro meses, llegó el divorcio. Lo que es más, el juez otorgó a Gertrude menos de lo que yo le había ofrecido. Mi abogado estaba encantado, pero yo no. Dije que no la iba a engañar y aumenté de manera voluntaria la cantidad hasta lo que yo había ofrecido.

Con eso quedaba libre.

Sólo querría añadir algo. Durante aquellos mortales e infelices meses anteriores a mi partida, estaba ocupado escribiendo
Isaac Asimov’s Treasury of Humor
. Desafío a cualquiera que lo lea y a que señale algún detalle que refleje mi estado de desesperación. La respuesta es muy sencilla. Mientras escribía, no estaba desesperado. Escribir, como creo que siempre he dicho, es para mí el calmante perfecto.

110. Mi segundo matrimonio

No llegué a Nueva York de improviso. Conseguí la ayuda de Janet Jeppson, con quien me había carteado durante once años. Me encontró un pequeño apartamento en la calle Setenta y dos, a sólo cuatro manzanas de su propio piso. Cuando me trasladé, me sentía exactamente igual que en mi primera noche en el campamento del ejército, allá por 1945. No, me sentía peor. Cuando entré en el ejército tenía veinticinco años y sabía que en dos años, como máximo, volvería a ser un civil y podría recuperar mi antigua vida. Ahora tenía cincuenta y no había final posible. Me había desarraigado para siempre.

Contemplaba tristemente las dos habitaciones que había alquilado. Mi biblioteca todavía estaba de camino, así que no tenía trabajo que hacer. Era el fin de semana del Día de la Independencia, así que no podía visitar ninguna editorial.

Janet, que había abastecido mi cocina de algunos cubiertos y de lo más esencial para que pudiera instalarme, estaba conmigo mientras contemplaba la situación. Es una mujer muy sensible y no hay duda de que percibió mi soledad y el sentimiento de culpabilidad que me abrumaba por haber abandonado a mi familia. Con gran delicadeza comentó que aquel fin de semana ella no tenía que ver a ningún paciente y que durante el día yo podía estar en su apartamento. Estaría más acompañado.

Le agradecí de corazón el ofrecimiento. La amabilidad de Janet alivió enormemente la transición. Recuerdo que éramos bastante más que amigos cuando llegué a Nueva York. Nuestra correspondencia durante once años era de por sí un romance. Janet escribía largas y fascinantes cartas y mis respuestas iban a vuelta de correo. Ella las enviaba a la Facultad de Medicina para evitar que se plantearan preguntas embarazosas en casa y yo solía ir a la facultad al menos una vez por semana, más por recoger sus cartas que por cualquier otra razón. También hablábamos frecuentemente por teléfono.

Era evidente que Janet era tan inteligente y hablaba tan bien como yo, y sus opiniones y filosofía de la vida eran muy parecidas a las mías. Las cartas eran maravillosas. (Janet las conserva y de vez en cuando vuelvo a leer algunas.)

Ella, creo, estuvo enamorada de mí durante todo ese tiempo. No tenía marido ni familia que la detuvieran. Además de mis cartas, leía todo lo que escribía y había disfrutado de mi obra antes de conocerme. Sospecho que yo también la quería, pero por supuesto, estaba totalmente confuso por unos sentimientos que, como hombre casado, yo rechazaba.

Permítame puntualizar que yo no era la fidelidad en persona. (Gertrude, estoy seguro, lo era. Nunca se me ocurrió cuestionarme o investigar el asunto, pero estoy seguro de ello de todas maneras.)

Carecía de experiencia sexual cuando me casé, y no tuve contactos extramatrimoniales durante once años, a pesar de las oportunidades que se me ofrecieron en el ejército y en las convenciones. Sin embargo, no era inmune a la tentación en general y, con el tiempo, hubo ocasiones en las que alguna mujer joven mostró sus intenciones sin ninguna duda, y cuando la oportunidad estuvo allí… pues sucumbí.

Eso tenía su importancia. Con Gertrude nunca me sentí particularmente diestro sexualmente, pero otras mujeres parecían impresionadas, lo que me produjo un asombroso placer. Me doy cuenta de que las proezas sexuales no son algo a lo que un “intelectual” como yo debería conceder mucha importancia, pero el orgullo biológico es difícil de vencer. Con franqueza, mejoró mi opinión de mí mismo y me hizo más feliz.

Me podría haber convertido fácilmente en un Don Juan. Tenía el ímpetu para hacerlo, pero me faltaba tiempo. Escribir seguía siendo lo primero, y quería hacerlo en abundancia, así que las oportunidades de echar una cana al aire se redujeron al mínimo. No lo sentí, ya que, por lo que a mí respecta, incluso el sexo ocupa un segundo lugar después de la literatura.

Además, no era una cuestión de “amor”. Todas las aventuras de los años cincuenta no eran más que aventuras, tanto por mi parte como por la de ellas, pues entre nosotros no había nada en común fuera de una pasajera atracción sexual.

Janet era diferente. Su presencia me pareció interesante y muy agradable cuando estuvimos en la Convención Mundial de Pittsburgh en 1960 y, de nuevo, en Washington en 1963. (Allí, recuerdo que nos escapamos de la convención para visitar la Casa Blanca y los museos.) Después, en 1969, Janet vino a Boston cuando Gertrude y Robyn fueron a visitar Gran Bretaña con unos amigos; David estaba en su escuela especial de Connecticut y yo estaba solo en casa.

Se alojó en un hotel cercano y durante unos días recorrimos en coche el nordeste de Massachusetts visitando lugares como Salem y Marblehead. Con ella, me olvidé realmente de escribir, la única vez que recuerde, así de improviso, que esto haya sucedido. En realidad, esos días pueden haber sido los más alegres y despreocupados de mi vida, ya que no estuve pendiente de nada, ni de la tienda de caramelos, ni de la escuela, ni de un trabajo, ni de mi familia, ni tan siquiera de mi obra literaria.

Mi mundo, durante unos días, fue sólo Janet.

Pero lo más importante no era su deliciosa presencia física, sino la gran armonía de nuestras mentes y personalidades; de hecho, fue esta armonía la que hizo la presencia física de cada uno tan importante para el otro. Las cartas habrían sido suficientes para hacerme suspirar por Janet incluso si no la hubiese visto nunca, y sé que estos sentimientos eran recíprocos.

Pero en cuanto me mudé a Nueva York y pasé el fin de semana del Día de la Independencia con ella, desapareció la menor duda que hubiese podido albergar al respecto. Estaba enamorado de Janet y ella de mí y ambos lo sabíamos con absoluta seguridad. Sabía que me casaría con ella tan pronto como fuera legalmente posible.

Además, puesto que los trámites del divorcio se alargaban interminablemente, no parecía haber ninguna razón para mantener una vida totalmente separada. Me trasladé a su apartamento y utilicé el mío sólo para trabajar durante el día.

Janet fue para mí un gran apoyo durante la época infeliz de incertidumbre que precedió al divorcio. Nunca me empujó, nunca me apremió para que aceptara cualquier insensatez con tal de acelerar el proceso; parecía dispuesta por completo a seguir con nuestra irregular situación durante el resto de nuestras vidas. Si Gertrude estaba poniéndome las cosas difíciles, Janet las facilitaba todavía más.

Cuando por fin llegó el divorcio, insistí (Janet, no) para que nos hiciéramos los análisis de sangre necesarios y sacáramos una licencia. Así que nos casamos el 30 de noviembre de 1973. Una ceremonia civil nos parecía muy sosa y ninguno de los dos quería una ceremonia religiosa convencional de ningún tipo, así que Edward Ericson, un jefe de la Ethical Culture Society, que estaba a cuatro manzanas de casa, nos casó en el salón de Janet.

Cuando escribo este libro Janet y yo llevamos casados diecisiete años y hace veinte que vine a Nueva York. Les aseguro que hemos sido muy felices todo este tiempo y que estamos tan enamorados como siempre. Sigo muy dedicado a mi trabajo, pero Janet es una mujer con una profesión y una carrera propias. Era una psiquiatra y psicoanalista destacada, y después de jubilarse continuó escribiendo y tuvo éxito, independientemente de mí, así que ella también estaba ocupada en su trabajo.

Los dos trabajamos en nuestro piso, uno mayor al que nos trasladamos en 1975, después de que abandonara el primer despacho que mantuve durante cinco años. Estamos siempre juntos, incluso cuando los dos trabajamos en nuestra propia zona del piso. Además, su paciencia y sensibilidad son extraordinarias y soporta todos mis defectos con un amor inquebrantable. Estoy seguro de que yo soportaría todos los suyos con el mismo amor, si tuviese alguno.

Al principio, este matrimonio no fue fácil para Janet. Cuando nos casamos tenía cuarenta y siete años, siempre había vivido sola y tenía éxito en su profesión. No estaba segura de poder adaptarse a la vida de casada y el día anterior a la boda estuvo llorando. Le pregunté alarmado qué era lo que iba mal.

—No puedo evitarlo, Isaac. Me siento como si fuera a perder mi identidad —me confesó.

—Tonterías —le respondí—. No perderás tu identidad, ganarás subordinación.

Janet estalló en carcajadas, y todo fue bien.

Y respecto a nuestra relación amorosa de Darby y Joan
[14]
, piense en esto…

En 1986, el portero de nuestro edificio me entregó el
Post
de Nueva York y me dijo:

—Sale en la página seis.

Subí a casa agitando el periódico y anuncié:

—Janet, Janet, tengo el
Post
.

—¿Por qué? —preguntó sorprendida. (No somos lectores del
Post
.)

—Me han pillado besando a una mujer.

Janet sacudió la cabeza (conoce todas mis galanterías irreflexivas) y advirtió:

—Siempre te digo que tengas cuidado.

Le alargué el periódico. Habíamos estado en alguna reunión en la que se hacía publicidad del libro de un escritor científico, y en un momento Janet y yo nos besamos (cosa que hacemos con frecuencia, estemos en público o no). Un reportero del
Post
lo vio y celebraba las travesuras de los “sexagenarios”, aunque Janet en realidad sólo tenía cincuenta y nueve años.

—Mira en qué sociedad vivimos —le dije—. Si un hombre besa a su mujer en público, sale en los periódicos.

111.
Guide to Shakespeare

Mi mudanza a Nueva York no hizo que dejara de escribir. Admito que cada vez que las circunstancias de mi vida cambiaron de manera radical, me preocupaba no poder escribir como antes, pero siempre dudé en vano. Mi trabajo literario continuó.

Después de entregar la
Guía de la Biblia
me sentí vacío. Había trabajado en ella tanto tiempo que tuve ganas de dejarlo. Me preguntaba si habría algo más que pudiera complacerme tanto, ¿y cuál es la única parte de la literatura inglesa comparable a la Biblia? Por supuesto, las obras de William Shakespeare.

Así que en 1968 empecé a escribir
Asimov’s Guide to Shakespeare
. Pretendía revisar cada una de sus obras con detalle, explicar todas las alusiones y arcaísmos y mostrar todas las referencias implícitas, ya fueran de historia, geografía, mitología o sobre cualquier otro tema, que se pudieran prestar a un comentario.

Empecé incluso antes de mencionar mis planes a Doubleday, y sin firmar ningún contrato. No obstante, cuando terminé mi análisis de
Ricardo II
, se lo presenté a Larry Ashmead y le pedí un contrato. Larry aceptó y seguí trabajando con ahínco.

Lo que más me ha divertido de toda mi obra ha sido escribir mis autobiografías. Después de todo, ¿qué puedo encontrar más interesante que escribir de mí mismo? Pero, aparte de ellas,
Asimov’s Guide to Shakespeare
fue el trabajo más entretenido que jamás haya hecho. Me gustaba Shakespeare desde que era joven y lo leí concienzudamente, línea a línea, así que escribir sobre todo lo que había leído me producía una gran alegría.

Fui recompensado por ello, ya que poco después de trasladarme a Nueva York, el fin de semana siguiente al Día de la Independencia, cuando Janet estaba de nuevo con sus pacientes, recibí la gran cantidad de galeradas del libro, ya que tenía más de medio millón de palabras. Esto me tuvo muy ocupado justo cuando más lo necesitaba, y me ayudó a borrar de mi mente los sentimientos de culpa e inseguridad.

Las galeradas o “pruebas” son, para aquellos de ustedes que no lo sepan, unas hojas muy largas en las que se imprime el contenido del libro, por lo general dos páginas y media del libro por hoja de galerada. Se supone que el escritor las tiene que leer con mucho cuidado para descubrir todos los errores tipográficos cometidos por el impresor y todas las equivocaciones cometidas por él mismo. Esta “lectura de pruebas” y las correcciones se supone que garantizan que el libro final esté libre de errores.

Sospecho que a la mayoría de los escritores las galeradas les suponen un trabajo pesado, pero a mí me gustan. Me dan la oportunidad de leer mi propia obra. El problema está en que no soy un buen lector de pruebas, porque leo demasiado deprisa. Leo por
gestalt
[15]
, frase por frase. Si hay una letra errónea, o una de más, no lo noto. El pequeño error se pierde en la corrección general de la frase. Me tengo que obligar a mí mismo a mirar cada palabra, cada letra, por separado, pero si bajo la guardia un momento, acelero de nuevo.

BOOK: Memorias
4.65Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

She's Mine by Sam Crescent
TuesdayNights by Linda Rae Sande
8 Weeks by Bethany Lopez
Trickiest Job by Cleo Peitsche
Lord of Misrule by Jaimy Gordon
Why Did She Have to Die? by Lurlene McDaniel
stargirl by Jerry Spinelli
Go Ask Alice by Beatrice Sparks