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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

Memorias (23 page)

BOOK: Memorias
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Stan era un buen niño. Nunca contestaba a nuestros padres y siempre hacía lo que le decían. Fue un gran respiro para ellos después de mí (con mi lengua mordaz) y Marcia (con su terquedad). Siempre me he preguntado por qué mi madre me consideraba su favorito, cuando era yo quien le causaba innumerables problemas mientras que Stan nunca le causó ninguno.

Por supuesto, según la tradición de las novelas, las mujeres siempre prefieren al pícaro encantador e ignoran al pobre individuo de valores sólidos, pero no creo que ésta fuera la respuesta en mi caso. Era el hijo mayor, el primer hijo, y cuando tenía dos años casi muero de pulmonía en una epidemia que se extendió por todo nuestro pueblo y de la que, según mi madre, yo fui el único superviviente. Y, además, sobreviví sólo gracias a los cuidados frenéticos y constantes de mi madre, quien, día y noche, sin comer ni dormir, se ocupó de mí, y eso (cree ella) me salvó. Parece que por este motivo yo era más apreciado por ella. Con todo, para ser justos, Stan debería haber sido su favorito, o si no, ninguno de los dos.

Cuando me marché a Filadelfia, Stan asumió mis obligaciones en la tienda. No había cumplido los trece, pero ese hecho no me causó remordimientos de conciencia. Yo no tenía más que nueve cuando empecé y Stan era más fuerte que yo (supongo que por haber sido mejor alimentado de niño en Estados Unidos que yo en Rusia) y más diestro. Sabía ir en bici, por ejemplo, desde el momento en que tuvo una mientras que yo jamás he conseguido aprender.

A Stan se le dieron bien los estudios. Fue a la Brooklyn Technical High School, después a la Universidad de Nueva York y finalmente a la Facultad de Periodismo de Columbia.

En 1949, el año en que las cosas estaban más negras para mí, Stan estaba en la Universidad. Fui a ver a mi padre, que me confió que le resultaba difícil conseguir el dinero para la enseñanza. Puede que las cosas no me fueran muy bien, pero no estaba sin blanca y no quería que mi padre tuviera que escarbar para encontrar dinero, ni que los estudios de Stan se resintieran.

Así que le dije:

—No importa, papá. Yo pagaré la enseñanza.

—No permitirá Dios que llegue el día en que tenga que acudir a mis hijos para pedirles dinero —me respondió con sequedad.

Siguió fiel a sus palabras y la pagó él.

Hace varias semanas, mientras pensaba en este capítulo del libro, evoqué este recuerdo y se lo conté a Janet, muy indignado.

—Mi padre —le comenté— hizo que pareciera como si yo fuera un hijo desagradecido que le diera de mala gana el dinero o que le hiciera sentirse humillado. Al contrario, le habría dado el dinero muy gustoso y lo habría considerado una mínima compensación por todo lo que él había hecho por mí, ¿por qué no pudo entenderlo?

—Pero Isaac, tú eres exactamente igual. ¿Aceptarías dinero de tus hijos? —me contestó Janet.

—Eso es diferente. Yo tengo mi orgullo —le dije frunciendo el ceño.

Al oír mi respuesta se rió a carcajadas y me mandó poner esta anécdota en el libro.

—¿Por qué? —pregunté.

—Tus lectores sabrán por qué —me respondió.

Cuando Stan estaba en la escuela participaba en actividades extraescolares. (O bien el trabajo de la tienda de caramelos era más ligero o Stan era mucho más emprendedor que yo.) Participó en el periódico de la escuela, y en el último año de su
college
, fue codirector del periódico. Había descubierto su vocación e iba a ser periodista. Con el tiempo, entró a trabajar en
Newsday
, un diario de Long Island, y se abrió camino ascendiendo hasta convertirse en un muy apreciado vicepresidente a cargo de la administración editorial.

Stan es un buen hombre en el antiguo sentido de la palabra, honesto, ético, amable y digno de confianza. Una vez dijo de mí que era trabajador, eficiente, puritano y absorbido por mi trabajo, y que, por tanto, tenía todas las virtudes antipáticas. Bueno, pues Stan tiene todas las virtudes agradables y, en realidad, todo el mundo le quiere, incluso su hermano (y el amor es recíproco). Solía decir, en broma, que yo podía ser el hermano brillante, pero que él era el hermano bueno, y tal vez no se trate de una simple observación jocosa.

Éste es un ejemplo clave de su bondad: Debido a su apellido, está en peligro constante de perder su identidad. Infinidad de personas, cuando los presentan le preguntan:

—¿Es usted pariente de Isaac Asimov?

Permanece sonriente ante la embestida y contesta con paciencia:

—Sí, es mi hermano.

No permite que esto envenene nuestras relaciones, por lo que le estoy muy agradecido. Si la situación fuera al revés, lo odiaría, y sería una fuente de problemas entre los dos. Pero ésa es la cuestión: él es el hermano bueno.

En los años cincuenta conoció a una divorciada maravillosa, Ruth, con quien decidió de inmediato que se casaría (a pesar de que cuando los presentaron lo primero que ella le preguntó fue si era pariente mío). Se casaron y han vivido en perfecta armonía desde entonces.

Tienen un hijo, Eric, y una hija, Nanette. Los dos han seguido el ejemplo de su padre y se han convertido en periodistas. (Ruth tenía otro hijo, Daniel, de su matrimonio anterior, y Stan lo adoptó, así que se llama Daniel Asimov. Es matemático.)

El que sus hijos quisieran seguir sus pasos puede dar una idea del éxito de Stan como padre. A veces suspiro cuando pienso que mis hijos no han seguido mis pasos, pero es una estupidez. ¿Por qué iban a hacerlo?

Mi hija Robyn, cuando tenía doce años, escribió una historia corta por propia iniciativa y me la trajo para que la leyera. Estaba asombrado. Me pareció que era mejor de lo que yo habría podido escribir a esa edad. Así que le dije:

—Robyn, si te gusta escribir, adelante, hazlo. Te ayudaré si puedo y, cuando llegue el momento, intentaré abrirte alguna puerta.

—Ni hablar —me respondió—, no quiero vivir como tú.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Trabajo. Trabajo. Trabajo. Eso no es para mí.

—Los escritores no tienen por qué trabajar, trabajar y trabajar —repliqué—. Eso es lo que yo hago. Pero tú podrías escribir sólo cuando quisieras.

—No —me dijo—. No pienso intentarlo. —Y nunca lo hizo.

Bueno, puede que sea mejor así. Años después, cuando estaba intentando escribir un memorándum en su puesto de trabajo, tachaba y corregía, tachaba y corregía como todo el mundo lo hace. Finalmente, tiró el bolígrafo y exclamó dirigiéndose al mundo en general:

—¿Creería alguien que soy la hija de mi padre?

50. La primera novela

Y sin embargo, el mismo año de 1949, testigo de mis momentos más bajos, lo fue también de mi resurgimiento, aunque no era del todo obvio y yo no me di cuenta de que había tocado fondo y estaba empezando a ascender. Todo gracias a una novela de ciencia ficción, más que a un relato de revista.

En realidad, la ciencia ficción se hizo famosa primero por las novelas. Para mí, este género, considerado en sentido moderno, empieza con el escritor francés Julio Verne. Escribió sus obras en la segunda mitad del siglo XIX y fue el primer autor cuya producción más importante se puede calificar de ciencia ficción, y además se ganó bien la vida con ello. Sus libros, en especial
De la Tierra a la luna
(1865),
Veinte mil leguas de viaje submarino
(1870) y
La vuelta al mundo en ochenta días
(1873), se hicieron famosos en todo el mundo. Verne fue el único escritor de ciencia ficción que leyó mi padre, en su versión en ruso, por supuesto.

Otros escritores de ciencia ficción menos conocidos le siguieron y, en la última década del siglo XIX, el escritor británico Herbert George Wells se hizo famoso con
La máquina del tiempo
(1895) y
La guerra de los mundos
(1898).

Después se publicaron otros libros de ciencia ficción, la mayoría de escritores británicos, tales como
Un mundo feliz
(1932) de Aldous Huxley,
Odd John
(1935), de Olaf Stapledon, y
1984
(1948), de George Orwell. En un nivel algo inferior, el escritor estadounidense Edgar Rice Burroughs escribió una famosa colección de libros cuyo argumento se desarrollaba en Marte, el primero de los cuales fue
La princesa de Marte
(1917).

Pero la aparición de las revistas de ciencia ficción, cuyo contenido era de menor calidad, tendió a arrollar a las novelas. Después de todo, las novelas eran relativamente escasas y aparecían esporádicamente, mientras que las revistas salían de la imprenta todos los meses.

Por lo general, los lectores de ciencia ficción de los años treinta y cuarenta sólo leían los relatos de las revistas e ignoraban por completo las novelas que aparecían de vez en cuando. Se habría producido un gran revuelo si algunos de los relatos de las revistas hubiesen aparecido en forma de libro o si se hubiesen publicado novelas originales de escritores de revistas de ciencia ficción conocidos. Pero no sucedió así. A muy pequeña escala, algunos editores aficionados a la ciencia ficción publicaron estas revistas en forma de libro, pero las obras fueron escasas, las tiradas pequeñas y la distribución prácticamente inexistente.

Tras la Segunda Guerra Mundial las cosas cambiaron. La ciencia ficción, de repente, se hizo más respetable. Primero fue la bomba atómica; después los cohetes alemanes, que aumentaron las expectativas de que fueran posibles los viajes espaciales; más tarde, los ordenadores. Estas cosas habían sido elementos esenciales de la ciencia ficción y todas ellas se hicieron realidad tras la posguerra.

Por tanto, Doubleday & Company, una importante empresa editorial, decidió, en 1949, crear una colección de novelas de ciencia ficción y para ello necesitaba manuscritos.

Dio la casualidad de que en 1947 yo había escrito una novela corta de 40.000 palabras que no conseguí vender en ninguna parte; mi peor fracaso literario hasta ese momento. La había metido en un cajón y traté de olvidarla. No sabía que Doubleday estaba planeando crear una colección de novelas de ciencia ficción, pero Fred Pohl, que lo sabía, insistió para que les enviara el original.

—Si les gusta —me dijo—, puedes rescribirla para que se ajuste a sus necesidades.

Le dejé el manuscrito y así se inició un período de tres años durante los cuales Fred actuó como mi agente.

Walter I. Bradbury, el director de Doubleday a cargo de la nueva colección, vio que el relato prometía y me pidió que lo ampliara a 70.000 palabras. Después, me dio un cheque de setecientos cincuenta dólares, la primera vez en mi vida que me pagaban por una obra que todavía no había escrito, con la promesa de que me daría más cuando estuviera terminada.

Me puse a trabajar a la velocidad del rayo y el 29 de mayo de 1949 Bradbury me telefoneó para decirme que aceptaba publicar la novela que más tarde llamé
Un guijarro en el cielo
.

Había vendido mi primera novela, lo que supuso un gran avance en mi carrera literaria (aunque en ese momento no me di cuenta). El único problema era que, de repente, me enfrentaba a un
embarras de richesse
. No sólo había dado un paso literario, también tenía un trabajo.

Permítaseme explicar cómo ocurrió.

51. Por fin un nuevo trabajo

Supongo que cualquier escritor, incluso si su producción es muy escasa, debe recibir de vez en cuando alguna carta de un lector.

Sospecho que los escritores de ciencia ficción son bombardeados especialmente por esas cartas. Por un lado, creo que los lectores de ciencia ficción se expresan mejor y son más obstinados que el resto. Por otro, la sección de "cartas al director" de las revistas de ciencia ficción anima a enviar estas misivas.

Me encantaban las cartas de mis admiradores e intentaba contestarlas todas. A medida que aumentaba su número, junto con el de mis obligaciones, llegó un momento en que tuve que volverme selectivo, algo que siempre me ha molestado. No puedo evitar sentir que cualquiera que se toma la molestia de escribirme merece una respuesta, pero el tiempo y las fuerzas son limitadas, por desgracia.

No sólo eran cartas de jóvenes entusiastas. Algunas de ellas procedían de miembros importantes de nuestra sociedad. Así, durante mis años de doctorado y posdoctorado recibí varias cartas de William C. Boyd, un profesor de química inmunológica de la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston. Le había impresionado mucho mi relato
Nightfall
y desde entonces era uno de mis admiradores.

Me quedé atónito. La correspondencia entre los dos aumentó y cuando de vez en cuando venía a Nueva York, aprovechaba la oportunidad para pasar un rato conmigo.

Naturalmente, a lo largo de nuestra amistad, le hablé de mis problemas de trabajo y me escribió para decirme que había una vacante en el Departamento de Bioquímica de su facultad en Boston y que si quería estaba dispuesto a recomendarme para el trabajo.

Me negaba desesperadamente a abandonar Nueva York por segunda vez, pero necesitaba todavía más desesperadamente un trabajo. Ya lo había buscado fuera de la ciudad, incluso había ido a Baltimore con un compañero de estudios en busca de un puesto relacionado con productos químicos de origen vegetal. Mi compañero consiguió el trabajo (sabía algo de botánica) y yo (que no sabía nada de eso), no.

Pensé que tenía que considerar la nueva oportunidad y, con el corazón encogido, tomé el tren de Boston y fui al despacho de Burnjam S. Walker, jefe del Departamento de Bioquímica. La Facultad de Medicina de la Universidad de Boston no me produjo una gran impresión. Era pequeña, estaba algo abandonada y, además, situada en un barrio no muy bueno. Pero Walker parecía agradable y me ofreció el puesto de profesor auxiliar que me permitiría convertirme en miembro de una facultad universitaria. El sueldo que correspondía al puesto era de cinco mil quinientos dólares al año.

Lo que me molestaba, sin embargo, era que no trabajaría directamente para la facultad sino para Henry M. Lemon, un individuo carente por completo de sentido del humor, a quien me habían presentado y que enseguida me produjo una sensación de incomodidad. Además, mi salario procedía de una beca y, por lo tanto, tendría que vivir año a año.

Volví a casa, triste, sin saber qué hacer y sintiéndome tan desgraciado como cuando me llamaron a filas. ¿Pero de qué servía? Necesitaba un trabajo y no me habían ofrecido ningún otro. Por tanto, acepté el puesto.

Y entonces, justo unas pocas semanas después, vendí mi primera novela a Doubleday. Enseguida tuve la tentación de agarrarme a esta disculpa y quedarme en Nueva York. Con la venta de la novela contaba con algo de dinero y podía disponer de más tiempo para buscar trabajo en la zona de Nueva York. En realidad, si la novela se vendía bien, podría no necesitar un trabajo.

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