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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

Memorias (19 page)

BOOK: Memorias
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Por supuesto, no tenía manera de saber lo que iba a ocurrir mientras trabajaba de químico durante la Segunda Guerra Mundial, pero cuando miro hacia atrás, me doy cuenta de que la química, mi profesión, continuaba siendo un fracaso, y a medida que pasaba el tiempo era cada vez peor. No sólo me llevaba mal con mis superiores, sino que no era un químico especialmente bueno y nunca lo sería.

Pero la historia, a la que había descartado, apareció en su forma más inverosímil como una serie de ciencia ficción de novelas históricas del futuro y me elevó hasta las alturas.

Sabía que iba a tener éxito, pero nunca habría podido predecir la manera en que éste se iba a presentar.

40. La vida al final de la guerra

El 2 de septiembre de 1945 terminó la guerra y Estados Unidos celebró el día de la victoria sobre Japón con gran júbilo. El 7 de septiembre recibí mi llamada a filas.

¡Qué gran oportunidad para compadecerme de mí mismo! Mientras todo el mundo festejaba el evento yo miraba fijamente una carta que empezaba: "Saludos." Me faltaban sólo seis semanas para cumplir los veintiséis años y, después del día de la victoria en Europa, la edad límite para ser llamado a filas se había fijado en veintiséis años. Si hubiesen esperado sólo seis semanas, me habría librado.

La autocompasión es un sentimiento horrible e hice todo lo que pude para librarme de él. Después de todo, la llamada a filas no se había producido durante los largos años de lucha sangrienta, y cuando por fin su dedo me daba golpecitos en el hombro, había paz. Las armas se habían callado. Más bien debería estar agradecido de que mi cobardía no tuviera que someterse a las exigencias del heroísmo.

Además, sabía por qué me reclutaban justo cuando me estaba preparando para volver a la investigación. Tenía que ingresar en el ejército a fin de que un soldado que había estado inmerso en el fragor de la batalla pudiera volver a casa. Iba a sustituirlo sin ponerme en peligro. Debería considerarlo como una experiencia extraña e interesante.

Todo esto me lo decía la lógica y la razón. Pero no sirvió de nada. De todas maneras, me sentía muy abatido.

Ingresé en el ejército el 1 de noviembre de 1945. Al terminar mi primer día allí, la tarde del 2 de noviembre, miré a mi alrededor, contemplé la desolación de la base y pensé: "¡Dos años! ¡Dos años!" Ante mí se extendía el abismo de la eternidad.

En realidad, en el ejército no fui maltratado en ningún aspecto. Tuve que sufrir los rigores y el tedio del entrenamiento básico, y no me llevaba bien con la mayoría de los demás soldados (¿sorpresa?), pero nunca me castigaron por nada. Mi puntuación de 160 en el ACGT me definía a los ojos de los oficiales como alguien demasiado estúpido para ser soldado y me ignoraban cuidadosamente, lo que fue de agradecer.

En febrero de 1946, me había acostumbrado más o menos a la rutina del ejército. Camp Lee, en Virginia, donde había recibido el entrenamiento básico, estaba lo bastante cerca de casa como para ir a ver a Gertrude cuando tenía permiso. Esperaba ansioso que me destinaran a algún lugar todavía más cercano a Nueva York.

No hubo suerte. Había que probar la bomba atómica en el atolón de Bikini, en el océano Pacífico, y varios soldados fueron destinados a participar en esta tarea; yo estaba entre ellos. Estaría a unos dieciséis mil kilómetros de casa por un período indefinido de tiempo y creo que en ese momento me habría gustado morirme.

Una bibliotecaria amable me preguntó por qué tenía un aspecto tan desolado y le conté mi triste historia con tono lastimero. Después de escucharme me dijo fríamente:

—Escuche, no hay nadie aquí, nadie en el mundo que no tenga problemas. ¿Qué es lo que le hace pensar que es usted especial?

Eso me puso frente a frente con mi necedad e hizo que me resignara a mi destino.

No relataré los detalles de mis experiencias en el ejército, que fueron monótonas y aburridas. Nada más sacar la mejor puntuación en el ACGT, terminé el último en las pruebas físicas, y por un gran margen en ambos casos. De vez en cuando me destinaron a cocinas, pero la mayoría de las veces me libraba de eso porque era un buen mecanógrafo y los mecanógrafos estaban (a) muy solicitados en la administración y (b) exentos del servicio de cocina.

Por supuesto desarrollé un profundo odio hacia el ejército, su rutina, su estupidez, su insensibilidad y su falta de sentido, pero mirando hacia atrás, creo que me dolió más a mí de lo que le dolió al ejército.

Mi rechazo a aceptar la situación racionalmente me impidió observar una extraña subcultura que podría haber utilizado en mis artículos y relatos y que a su vez no me dejó disfrutar de cuanto había para divertirse. Camino de Bikini, por ejemplo, pasé diez semanas en Hawai sin ninguna obligación. Podría haber pasado todo ese tiempo disfrutando de aquel maravilloso lugar, pero nunca me lo permití. Seguí considerándolo un exilio detestable. (En Hawai me las arreglé para coger una pequeña infección de pie de atleta, algo de lo que nunca he podido librarme del todo.)

A propósito, mientras estaba en Hawai, ocurrió algo que en sí mismo no parecía tener mucha importancia, pero que, al pasar los años, siempre he considerado como un momento decisivo de mi vida social, tal vez el más decisivo.

El grupo de soldados enviados a Bikini vía Hawai incluía a seis "expertos imprescindibles" (o sea, soldados con alguna preparación científica, y yo era uno de ellos) entre otros muchos sin preparación universitaria. (Yo los consideraba, con bastante crueldad, "chicos de granja"; pero ellos eran todavía menos considerados conmigo y a veces lo demostraban. Era el más viejo de los barracones y a veces me llamaban "papi", lo que hería mis sentimientos, ya que en mi fuero interno me seguía considerando un niño prodigio.)

Los "expertos imprescindibles" formamos un grupo aparte y, en realidad, el disfrutar de su camaradería en el tren y en el barco que nos llevó de Camp Lee a Hawai fue lo más parecido a la diversión que experimenté en el ejército. Jugamos innumerables partidas de bridge. Yo era muy malo, pero no importaba, jugábamos para divertirnos.

En una ocasión, me quedé solo en los barracones de Honolulú, puesto que los otros cinco especialistas se habían ido a alguna parte. Incapaz de relacionarme con los "granjeros", estaba tumbado en mi camastro leyendo.

Había tres de ellos más lejos y estaban muy preocupados (como lo estábamos todos, teniendo en cuenta la naturaleza de nuestra misión) por la bomba atómica.

Uno de los tres se encargaba de explicar a los demás cómo funcionaba la bomba y no es necesario decir que lo dijo todo al revés.

Aburrido, dejé el libro y empecé a ponerme de pie para unirme a ellos e instruirlos asumiendo la "carga de hombre inteligente". Sin embargo, mientras iba hacia allí, pensé: "¿Quién te ha nombrado su educador? ¿Les va a hacer algún daño estar equivocados sobre la bomba atómica?" Y volví a mi libro.

Ésta fue, que yo recuerde, la primera vez que resistí deliberadamente el impulso de exhibir mi singularidad.

Eso no quiere decir que mi carácter cambiara de repente y por completo, pero era un paso, un diminuto primer paso para la creación de lo que se puede describir como un nuevo yo. Seguía siendo detestable para muchos, no me llevaba bien con mis superiores, pero empecé a cambiar. Era capaz de "desconectar", de no estar siempre haciendo gala de mi inteligencia.

Contesto a una pregunta si me la hacen, doy explicaciones si me las piden, escribo artículos educativos para los que quieren leer, pero he aprendido a no ofrecer mis conocimientos cuando nadie me los pide.

Es asombroso el cambio que se produjo. Parecía que, muy lentamente, iba madurando. Al hacerlo, se iba suavizando el rasgo más importante de mi carácter, el síndrome de "yo lo sé todo" que hacía que los demás me detestaran. De hecho, si puedo confiar en lo que los demás me han dicho con vehemencia con el paso del tiempo, me he convertido en una persona mayor muy querida. Siempre me resulta increíble recordar cómo eran las cosas durante la primera parte de mi existencia, sobre todo cuando algunas mujeres jóvenes y guapas me tratan ahora como si fuera un suave osito de peluche. Por fortuna, he aprendido a disfrutar de la adulación.

Y todo se inició, se lo juro, en aquel momento, en el barracón de Honolulú.

¿Por qué sucedió en ese momento? A lo mejor, mi inusual situación como el más provecto del lugar, como "papi", hizo que se desarrollara en mí un principio de seriedad, inducido por la edad. Tal vez, mi declive en las proezas académicas, que le aseguro que no había escapado a mi atención, impidió que me sintiera tan extraordinariamente "inteligente" en el sentido escolástico.

Es evidente que todo lo que hacemos es el resultado de los distintos cambios que ocurren a nuestro alrededor y que pocas veces podemos controlar. No empecé la conversión de niño odioso a venerable patriarca porque conscientemente tomara la decisión de hacerlo, sino porque la vida, de varias maneras, me moldeó como un objeto sin que fuera consciente de ello.

Sólo puedo alegrarme de que lo hiciera para bien, pero no es mérito mío.

Además, no perdí nada al hacerlo. No perdí el placer de explicar e instruir. Llegarían tiempos en los que escribía miles de artículos, todos destinados a ilustrar y enseñar a mis lectores; tiempos en los que daría cientos de conferencias, todas destinadas a educar a mi audiencia, en los que incluso mis obras de ciencia ficción tendrían su aspecto educativo.

Pero, y éste es el punto crucial, nadie está obligado a leer lo que escribo, y de hecho, la gran mayoría de la población terrestre no lo hace. Mis esfuerzos educativos son sólo para aquellos que quieren someterse a ellos por voluntad propia.

Esto es algo total y completamente diferente de mi empeño en educar a víctimas poco deseosas de serlo, y es esto lo que he abandonado y lo que es importante.

Otro acontecimiento extraordinario durante mi estancia en el ejército fue que logré escribir un relato. Durante el entrenamiento básico, convencí al bibliotecario para que me encerrara en la biblioteca cuando iba a almorzar y me dejara usar la máquina de escribir. Al cabo de varias sesiones, había terminado un relato de robots que envié a Campbell. Se llamaba
Evidence
y se publicó en el número de septiembre de 1946 a
ASF
.

Lo interesante del relato es que cuando lo volví a leer recientemente, porque iba a aparecer en una antología y tenía que corregir los errores tipográficos, me di cuenta de que era el primero de mis relatos que podría haber escrito cuarenta años después.

Lo peor del estilo folletinesco había desaparecido de repente y a partir de este relato escribí con más racionalidad (o al menos es lo que yo pienso). No se por qué mi obra literaria maduró de repente, mientras estaba en el ejército. He reflexionado sobre ello pero no he encontrado ninguna respuesta.

Dio la casualidad de que no permanecí en el ejército durante dos años.

Debido a un error burocrático, Gertrude fue informada de que dejaría de recibir su asignación como esposa de un soldado porque había sido licenciado. Fui de inmediato a ver a mi capitán con la carta. Estudió el caso y me dijo que eso no era asunto suyo pero que me enviaría de nuevo a Camp Lee para resolverlo. (Probablemente se alegraba de librarse de mí.)

En consecuencia, salí hacia Camp Lee el día antes de que el barco partiera de Hawai hacia las Bikini. Así que nunca vi la explosión de una bomba nuclear de cerca y, probablemente, gracias a eso no he muerto de leucemia a una edad relativamente temprana.

De vuelta en Camp Lee, empecé a mover los hilos para conseguir un "licenciamiento por investigación", puesto que no estaba haciendo nada en el ejército y volvería a la investigación científica si me licenciaban. Así que me licenciaron (y una vez más, debieron alegrarse de librarse de mí). Abandoné el ejército el 26 de junio de 1946, que dio la casualidad que era el día del cuarto aniversario de mi boda. Había estado movilizado durante ocho meses y veintiséis días.

41. Los juegos

En el capítulo anterior mencioné que había jugado innumerables partidas de bridge con los "expertos imprescindibles" y que era bastante malo. En general soy bastante malo en todos los juegos.

No estoy hablando de los juegos callejeros violentos, las clases de gimnasia para desarrollar la musculatura o los esfuerzos coordinados de deportes que requieren agudeza visual y buenos reflejos como el tenis o el golf.

Mi ignorancia de todas estas cosas es patética.

En 1989, di una charla en un club deportivo importante y me encontré entre un grupo de elite que se había reunido para asistir a la conferencia y jugar al tenis y al golf en su tiempo libre. Había varios objetos expuestos que los jugadores que competían podían ganar si su puntuación era buena, y uno de ellos me resultaba muy extraño. Lo estudié con detenimiento y al final le dije a un joven que tenía aspecto de contestar a una pregunta hecha con educación:

—Perdone, ¿qué es esto?

—Una bolsa de golf —me respondió después de mirarme fijamente durante un momento.

—¿Ah, sí? —le dije inocentemente como si tuviera siete años, cuando en realidad podría ser su abuelo—. Nunca había visto una.

Estoy seguro de que la conversación se comentó y todos debieron de preguntarse alarmados por qué me habían invitado para darles una charla. Sin embargo, les demostré que uno puede no saber lo que es una bolsa de golf y a pesar de todo dar una buena conferencia.

Nunca me ha importado no hacer buen papel en los deportes. Cuando era joven y atontado, incluso me consolaba pensando que esa característica mía no era más que un subproducto de mi "inteligencia", pero a medida que me hice mayor, descubrí que tampoco destacaba en las actividades competitivas en las que intervenía la mente. No sólo no era un buen jugador de bridge, sino que no era bueno en ningún juego de cartas, lo que también tiene sus ventajas, ya que eso me mantuvo alejado de la pasión por el juego.

Pero me molestaba mi fracaso en el ajedrez. Cuando era bastante joven y tenía un tablero de ajedrez, pero no las piezas, leía manuales sobre el juego y me aprendí las diferentes jugadas. Después, recorté cuadrados de cartón y dibujé los símbolos de las distintas piezas e intenté jugar contra mí mismo. Con el tiempo, conseguí convencer a mi padre de que me comprara las piezas de verdad. Después enseñé a mi hermana las jugadas y empecé a echar partidas con ella. Los dos jugábamos bastante mal. Mi hermano Stanley, que nos miraba mientras competíamos, aprendió las jugadas y me pregunto si podría probar suerte. Como su condescendiente hermano mayor le dije que sí y me preparé para darle una paliza. El problema fue que en la primera partida de su vida me ganó.

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