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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

Memorias (8 page)

BOOK: Memorias
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Otra razón fue que la ciencia ficción más difundida captaba la imaginación de los jóvenes. Me introdujo en el Universo, en particular en el Sistema Solar y los planetas. Aunque me había encontrado con ellos en mis lecturas de libros científicos, fue la ciencia ficción la que los fijó en mi mente, de manera definitiva.

Había, por ejemplo, una novela por entregas en tres partes que se llamaba
The Universe Wreckers
, escrita por Edmond Hamilton, que apareció en los números de mayo, junio, y julio de Amazing. En ella la Tierra estaba amenazada de destrucción por extraterrestres de fuera del Sistema Solar, pero éstos fueron derrotados por la valiente actuación de los héroes que viajaron hasta Neptuno para salvar al mundo. (¡Cuánto más excitante y lleno de emoción que la simple captura de un criminal!)

En este relato oí hablar por primera vez de Tritón, el mayor de los dos satélites de Neptuno. Alfa Centauri también desempeñaba un pequeño papel y ésa fue la primera vez que oí hablar de ella y supe que era la estrella más cercana.

Mi primera lectura sobre el principio de incertidumbre, uno de los fundamentos básicos de la física moderna, fue en una novela en dos entregas llamada
Uncertainty
escrita por John W. Campbell, Jr. y publicada en los números de octubre y noviembre de 1936 de
Amazing
.

Cuidado, no estoy diciendo que la ciencia ficción sea necesariamente una buena fuente para el verdadero conocimiento científico. Ciertamente, en mi juventud, más bien fue al contrario. En esa época inicial, muchos de los escritores de ciencia ficción lo eran también de folletines, y probaban su suerte en este campo y en otros, y tenían unas nociones de ciencia muy rudimentarias. También escribían adolescentes engreídos cuyos conocimientos de ciencia eran mínimos.

Con todo, entre la basura se encontraban algunas perlas y dependía de la capacidad del lector el encontrarlas. Por ejemplo, en el número de septiembre de 1932 de
Amazing
, un escritor llamado J.W. Skidmore empezó una serie de relatos sobre dos seres a los que llamó "Posi" y "Nega", que representaban lo "positivo" y "negativo", y sospecho que en este relato de 1932 fue cuando por primera vez conseguí que la noción de protones y electrones me entrara en la cabeza.

Yo tuve la suerte de que mi padre tuviera una tienda de caramelos y no de otro tipo. Aunque estrictamente no se puede achacar a la suerte. Era inevitable. Como mi padre era un emigrante cuya única aptitud era la contabilidad, no tuvo elección. Carecía de destreza para ser carnicero o panadero, y es posible que ni siquiera fuera capaz de manejar una tienda de ultramarinos. Una de caramelos que no vendía más que artículos empaquetados (excepto la preparación de refrescos de jarabe y sifón, que es sencillo de aprender) era el tipo de tienda menos especializada y que requería menos conocimientos. Era lo más básico.

Una de las dificultades con la que me enfrentaba al iniciar la lectura de las revistas de la tienda era que tenía que hacerlo con rapidez para minimizar la posibilidad de que un cliente quisiera la revista. Si un cliente entraba y pedía una de Doc Savage cuando yo estaba leyendo el único ejemplar, me lo arrancaría de las manos en un abrir y cerrar de ojos. Por fortuna, no había mucha demanda de ciencia ficción. No recuerdo ni una sola vez que tuviera que entregar un ejemplar antes de haberlo terminado. Por supuesto, si recibíamos varias copias de una revista determinada, cosa bastante frecuente, entonces disponía de ella casi con toda libertad.

A menudo, una o más de mis revistas favoritas no se vendía en su período de publicación. Se puede suponer que entonces me quedaba con un ejemplar para mi colección, pero cuando salía un nuevo número de la revista los ejemplares no vendidos eran retornables a precio de mayorista, y mi padre los devolvía. Nunca me dejaron quedarme con ninguno, pero yo sabía que nuestra existencia pendía de un hilo, así que nunca me quejé.

Después de todo, tenía otras cosas gratis. Podía tomar un refresco de jarabe de chocolate de vez en cuando, aunque siempre tenía que pedir permiso. Los ignorantes los llamaban "crema de huevo", aunque no contenían ni crema ni huevo. Estaban hechos de un jarabe espeso de chocolate y agua con gas. No hay nada igual hoy en día. No sé qué tipo de basura sintética utilizan para el jarabe ahora, pero carece por completo del sabor empalagoso a chocolate del de la tienda de mi padre. Asimismo, mi madre me hacía una leche malteada de chocolate creyendo que era sano para un niño que estaba creciendo. Y lo era para ese niño. Contenía leche, cereales malteados y una ración generosa de ese maravilloso jarabe de chocolate batido para obtener espuma, que llenaba un vaso y medio grande de cristal, y que dejaba un bigote que ningún niño se quería limpiar.

Pero estoy divagando…

Puede que alguien se pregunte qué influencia tuvo en mí y en mi desarrollo intelectual toda esa literatura folletinesca. Mi padre lo llamaba "basura" y, aunque detesto admitirlo, tenía razón en un noventa y nueve por ciento más o menos. Pero eso es lo que pienso yo.

Por muy baladí que pudiera ser, esa clase de literatura tenía que ser leída. Los jóvenes, ávidos de historias banales, torpes, intoxicadoras y llenas de tópicos necesitaban leer palabras y frases para satisfacer su anhelo. Esas obras mejoraban la capacidad de lectura de quienes las leían, y un pequeño porcentaje de ellos puede que después pasara a lecturas de más calidad.

¿Y qué ha ocurrido desde entonces? A finales de los años treinta, los tebeos empezaron a inundar el mercado y los folletines perdieron importancia debido a esa competencia. Durante la Segunda Guerra Mundial hubo una escasez de papel, lo que hizo que su producción disminuyera todavía más. Con la llegada de la televisión, lo que quedaba de ellos murió (todos menos, cosa asombrosa, los de ciencia ficción).

En general, la tendencia de la segunda mitad del siglo ha sido el abandono de la palabra por la imagen. En los tebeos prevalece la imagen sobre el texto. La televisión ha llevado esto al límite. Incluso las revistas satinadas agonizaban debido a la competencia con las ilustradas de los años cuarenta y con las revistas de chicas desnudas, que aparecieron más tarde.

En resumen, la era de los folletines fue la última en la que los jóvenes, para conseguir su material rudimentario, estaban obligados a saber leer. En la actualidad todo esto ha desaparecido y los jóvenes mantienen sus ojos vidriosos fijos en el televisor. La consecuencia es evidente. La auténtica capacidad de leer se está convirtiendo en un arte arcano y el país se va lenta pero inexorablemente "hundiendo en la estupidez".

Es algo que me parte el corazón, y recuerdo con nostalgia aquella época, no sólo por mí, sino también por la sociedad.

15. Empiezo a escribir

Empecé a escribir en 1931, a la edad de once años. No lo intenté con ciencia ficción sino que ataqué con algo mucho más primitivo.

Antes del período de los folletines, existió la era de las "novelas de diez centavos". Fui testigo del final de esta era. Cuando mi padre compró la primera tienda de caramelos, también vendía algunos libros en rústica, viejos, polvorientos y amarillentos, cuyos protagonistas eran Nick Carter y Frank y Dick Merriwell.

Había docenas y docenas de libros sobre estos personajes y supongo que sobre otros muchos. Nick Carter era un detective maestro del disfraz. Frank y Dick Merriwell eran chicos ciento por ciento estadounidenses que siempre estaban ganando partidos de béisbol para el viejo y querido Yale a pesar de las dificultades. Nunca leí ninguno de estos libros. Mi padre se opuso rotundamente, y para cuando me dejó leer basura, estas novelas habían desaparecido.

Las "series" eran libros encuadernados en tapas duras que trataban de algún personaje central sobre cuyas aventuras se editaban nuevos volúmenes sin cesar. Algunos eran para niños muy pequeños, como los de Bunny Brown y su hermana Sue (leí uno o dos de estos volúmenes cuando era bastante joven), y, para un poco mayores, los gemelos Bobbsey, los compinches Darewell, Roy Blakely, Poppy Ott, etc. (Estos libros siguieron existiendo durante décadas, sobre todo los de los chicos Hardy y Nancy Drew.)

La serie más popular de mi época era la de los Rover. En uno de sus libros,
The Rover Boys on the Great Lakes
, aparecía una joven llamada Dora que era un ejemplo tan primitivo de "historia de amor" que nunca me di cuenta de ello. Tenía una madre muy amable, pero débil, que era continuamente víctima de un timador empalagoso llamado míster Crabtree. También había un par de malos más perversos, padre e hijo (aunque con el tiempo el padre se reformó).

Cuando empecé a escribir, mi estilo era una imitación directa, incluso servil, de este libro. Titulé mi relato
The Greenville Chums in College
.

Pero ¿por qué empecé a escribir?

He comentado con frecuencia mis comienzos como escritor y la historia que cuento es que me desagradaba no tener ningún material de lectura permanente, sólo libros que debía devolver a la biblioteca o revistas que había que retornar a las estanterías. Se me ocurrió que podía copiar un libro y quedarme con la copia. Escogí uno sobre mitología griega y, a los cinco minutos, me di cuenta de que era un proceso irrealizable. Después se me ocurrió otra idea: escribir mis propios libros para convertirlos en mi biblioteca permanente.

Sin duda, ésta fue una de las razones, pero no pudo ser la única. Sencillamente debí de sentir el impulso incontrolable de inventar una historia.

¿Por qué no? Seguramente mucha gente siente este impulso. Tiene que ser un deseo humano muy común: una mente inquieta, un mundo misterioso, un deseo de emulación cuando alguien cuenta una historia. ¿No lo hacemos cuando nos sentamos alrededor de una hoguera en un campamento? ¿No hay muchas reuniones sociales dedicadas a los recuerdos en las que todo el mundo quiere contar una historia o algo que ha sucedido de verdad? ¿Y no es inevitable que dichas historias sean adornadas y exageradas hasta que su parecido con la realidad es bastante casual?

Nos podemos imaginar al hombre primitivo sentado alrededor de la hoguera relatando y exagerando de modo ridículo grandes hazañas de caza que nadie discute porque los demás pretenden contar mentiras parecidas. Cuando un relato resultaba especialmente entretenido debió de repetirse una vez tras otra y debió de atribuirse a algún antepasado o a algún cazador legendario.

Era inevitable que apareciera alguien con una habilidad especial para contar historias y que su talento fuera solicitado en los ratos de ocio. Puede que incluso le recompensaran con un pedazo de carne si la historia era realmente interesante. Naturalmente, esto debió de estimularlos a inventar historias mejores, de mayor enjundia y más emocionantes.

No creo que pueda haber ninguna duda sobre esto. El impulso de contar historias es innato en la mayoría de la gente, y si da la casualidad de que se combina con el talento y la energía suficiente, no se puede contener. Eso ocurrió en mi caso.

Sencillamente, tenía que escribir.

Por supuesto, nunca terminé
The Greenville Chums in College
. Escribí ocho capítulos y lo dejé. Después intenté escribir otra cosa y después otra, a lo largo de siete años.

Escribir era excitante, porque nunca lo planeaba de antemano. Inventaba las historias a medida que escribía, y se parecía mucho a leer un libro que no había escrito. ¿Qué sucedería con los personajes? ¿Cómo saldrían del lío en el que estaban metidos? En esa época yo sólo escribía por la emoción que me producía. Ni en mis sueños más descabellados se me ocurrió pensar que nada de lo que escribía pudiera ser publicado alguna vez. No escribía por ambición.

De hecho, sigo escribiendo así mis obras de ficción, inventándolas a medida que escribo, con una mejora importantísima: he descubierto que es inútil hacerlo de esta manera si no se ha pensado con toda claridad un final para la historia. Por no tenerlo, abandoné todos mis primeros relatos.

Lo que hago ahora es discurrir un problema y una solución para ese problema. Entonces empiezo la historia, inventándola a medida que la escribo, y experimento toda la emoción de descubrir lo que les va a suceder a los personajes y cómo van a salir del lío en el que están, pero trabajando siempre hacia el final conocido, de manera que no me pierdo por el camino.

Cuando los escritores noveles me piden consejo, siempre subrayo esto. Sepa usted el final, les digo, o su historia puede terminar sepultada en las arenas del desierto sin llegar nunca al mar.

16. Humillación

Ya he explicado que siempre he creído ser un individuo notable, incluso desde la infancia, y nunca he dudado de ello. ¿Necesito decir que esta convicción no era compartida por todos?

No estoy hablando de la gente que conocía mis defectos, mi locuacidad, mi presunción, mi abstracción o mi falta de diplomacia. Yo también admitía estos defectos y me esforzaba (con resultados mediocres) en corregirlos. Estoy hablando de quienes no pensaban que yo fuera notable desde el punto de vista intelectual o que tuviera algún talento especial (o ninguno en absoluto).

Me deslicé por los primeros seis años de enseñanza con bastante facilidad, sabiendo que ninguno de mis compañeros de clase podía alcanzarme. Pero esto terminó cuando entré en el instituto en 1932 y empecé en décimo grado.

Uno de los problemas fue que no iba al instituto de mi vecindario, el Thomas Jefferson High School. Quise ir al Boys High School, que estaba a bastante distancia, aunque por supuesto seguía siendo Brooklyn, el barrio en el que pasé toda mi juventud. En esa época el Boys High School era una escuela de elite y mi padre y yo pensamos que me resultaría más fácil ir a una buena universidad si me graduaba allí.

Pero eso significaba que dicho instituto reunía a los "niños más listos" de todo el barrio, y algunos eran más listos que yo, al menos en cuanto a notas altas se refería. Lo sospeché cuando intenté formar parte del club de matemáticas (Boys High siempre ganaba las competiciones de matemáticas) creyendo que era un matemático de primera. Enseguida descubrí que los demás alumnos sabían cosas de las que yo nunca había oído hablar y me retiré muy confundido.

Al poco tiempo, vi que bastantes alumnos obtenían mejores notas que yo en algunas asignaturas. Esto no me inquietó. Recuerdo que en la escuela anterior un chico ganó el premio de biología pero era muy malo en matemáticas, y otro ganó el de matemáticas pero era malísimo en biología, y yo fui subcampeón de las dos.

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