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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

Memorias (6 page)

BOOK: Memorias
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Más tarde, abrumado por la culpa, se lo confesé a mi padre y le dije que había jugado al póquer por dinero.

—¿Qué tal te fue? —me preguntó mi padre muy tranquilo.

—Perdí quince centavos —respondí.

—Gracias a Dios —dijo—. Imagínate que los hubieses ganado. —Sabía del poder de adicción de ese vicio.

Mi prejuicio contra el juego va incluso más lejos. Es algo más que no jugar al póquer o apostar en las carreras. En todas las etapas de mi vida he intentado calcular las posibilidades que tendría de salir con éxito. Si, en mi opinión, estas posibilidades eran muy inferiores al riesgo que debía correr, no me arriesgaba. El método funciona si eres capaz de tener un buen criterio, y aparentemente yo lo he tenido. Al menos, las cosas que he intentado casi siempre me han salido bien, incluso cuando a otros les parecían fallos; si para mí no lo eran, trataba de conseguirlas con todas mis fuerzas y casi siempre con éxito.

Así, he escrito libros que nadie más que un idiota podía pensar que se vendieran, y sin embargo se vendieron bien. Por otro lado, siempre he creído que cualquier relación con Hollywood, por trivial que fuera, aunque en el primer momento pudiera parecer provechosa, terminaría en un desastre y me he mantenido alejado de ese lugar. Tampoco me he arrepentido nunca de ello.

Como se puede ver, nunca pertenecí a la banda del barrio y, a medida que crecía, más me distanciaba de ella. Extrovertido o no, conversador alegre o no, fundamentalmente era un intruso, y mi corazón pudo haberse roto por ello y envenenar el resto de mi vida. (Tengo amigos cuyas vidas de adulto han estado más o menos envenenadas porque fueron intrusos cuando eran jóvenes.)

Pero a mí esto nunca me preocupó. Ni siquiera recuerdo sentirme afligido por estar solo. Tampoco me recuerdo mirando a los demás niños corretear por todas partes y deseando poder unirme a ellos. Más bien pensaba en esa posibilidad con desagrado.

Tenía mis libros, y prefería leer.

Recuerdo las cálidas tardes de verano en que había poco movimiento en la tienda y mi padre, con o sin mi madre, podía arreglárselas sin mí. Me sentaba fuera de la tienda (siempre disponible por si había una emergencia), con mi silla apoyada contra la pared, y leía.

También recuerdo que después de nacer mi hermano Stanley tuve que ocuparme de él; empujaba el cochecito alrededor de la manzana veinte o treinta veces mientras leía un libro que apoyaba contra el manillar.

Me recuerdo volviendo de la biblioteca con tres libros, uno bajo cada brazo y leyendo el tercero. (Se lo contaron a mi madre calificándolo de "comportamiento extraño" y me riñó, ya que tanto a ella como a mi padre los horrorizaba la posibilidad de molestar a sus clientes. Como usted se imaginará, no hice ningún caso.)

En otras palabras, era un clásico "ratón de biblioteca". A los que no lo son, les puede resultar extraño que alguien se pase el día leyendo, dejando que la vida con todo su esplendor pase inadvertida, malgastando los despreocupados días de la juventud y perdiéndose la maravillosa interacción entre el músculo y los tendones. Puede parecer que eso tiene algo de triste, incluso de trágico, y uno podría preguntarse qué impulsa a un joven a hacer algo así.

Pero la vida es fantástica cuando uno es feliz; la interacción entre el pensamiento y la imaginación es muy superior a la de músculos y tendones. He de decir, si usted no lo sabe por propia experiencia, que leer un buen libro, embebido en el interés de sus palabras y pensamientos, produce en algunas personas (en mí, por ejemplo) una increíble sensación de felicidad.

Si quiero evocar la paz, la serenidad y el placer, pienso en mi mismo durante esas tardes de verano perezosas, con la silla apoyada contra el pared, el libro en regazo y pasando las páginas suavemente.

En determinadas épocas de mi vida ha habido ocasiones de mayor éxtasis, grandes momentos de satisfacción y triunfo, pero por lo que respecta a una felicidad tranquila y reposada, nunca nada que se pueda comparar con eso.

10. La escuela

Me gustaba el colegio. Nada de lo que me enseñaron en la escuela primaria y en la secundaria me pareció formidable. Todo era muy sencillo y yo destacaba, y me encanta destacar.

Tenía problemas, desde luego. Siempre hay problemas. No era popular entre mis compañeros, ni tampoco entre la mayoría de mis profesores. Aunque era inevitablemente el más listo de la clase (y el más joven), también estaba entre los que peor se portaban. Cuando digo esto, se debe entender que las normas de "mal comportamiento" de hace sesenta años eran totalmente diferentes de las de ahora.

En la sociedad actual los alumnos de las escuelas están sometidos a las drogas, llevan armas a clase, pegan y, a veces, violan a sus profesores.

Comportamientos de este tipo serían inimaginables en las escuelas de mi época. Me portaba mal porque cuchicheaba en clase. Siempre tenía un comentario sobre lo que estaba sucediendo y ni el potro de tortura podría haber evitado que dijera algo en un susurro a cualquiera que se sentara a mi lado.

Mi víctima solía reírse disimuladamente y eso atraía la atención del profesor. Puesto que quien se reía siempre estaba sentado a mi lado, la deducción era obvia y me lanzaban una severa mirada. Nunca pude evitarlo.

¿Por qué lo hacía? ¿Por qué no me comportaba mejor? No lo sé. A lo mejor era una reacción instintiva, en absoluto consciente. Es algo que he hecho durante toda mi vida, aunque cada vez con menos frecuencia. A veces, incluso ahora, se me ocurre algo divertido pero del todo inadecuado y lo suelto sin darme cuenta.

Así, un día, estaba en el vestíbulo de un teatro durante el descanso de una obra de Gilbert y Sullivan (una de mis pasiones), y una mujer se me acercó y me pidió un autógrafo. La complací (nunca me niego a firmar un autógrafo) y me dijo:

—Es usted la segunda persona en mi vida a la que pido un autógrafo.

—¿Quién fue la otra? —pregunté por preguntar.

—Lawrence Olivier— respondió.

—Qué honrado se sentiría Olivier si lo supiera —me oí decir a mí mismo, horrorizado.

Lo dije en broma, por supuesto, pero ella se marchó titubeante y estoy seguro de que ha dicho a todo el mundo que soy un monstruo vanidoso y arrogante.

Y no sólo digo cosas, también las hago. En esa misma ocasión, una mujer mayor (por aquella época puede suponerse que yo también lo era) me dijo:

—Fui a la escuela primaria contigo.

—¿De verdad? —le pregunté, porque no la recordaba en absoluto.

—En PS 202.

Mi interés aumentó. Era verdad que entre 1928 y 1930 había estado en PS 202.

Siguió hablando:

—Te recuerdo porque una vez la profesora dijo algo, no se qué, y afirmaste que estaba equivocada. Ella insistió en que tenía razón y durante la hora del almuerzo corriste hacia tu casa, volviste con un libro enorme y demostraste que estaba equivocada. ¿Te acuerdas?

—No —respondí—, pero es muy propio de mí. No existe ningún otro alumno que se tome tanto trabajo para humillar a una profesora y se convierta en odioso sólo para demostrar que tenía razón en algo sin importancia.

Así es, siempre tuve problemas con mis profesores, desde la escuela hasta mis estudios de doctorado. Además, he tenido problemas con cualquiera que estuviera jerárquicamente por encima de mí. Nunca encontré la verdadera paz hasta que trabajé por mi cuenta. No estaba hecho para ser un empleado.

Por eso mismo, estoy convencido de que tampoco sirvo para empresario. Al menos, nunca he sentido la necesidad de tener una secretaria o ayudante. Mi instinto me dice que el trabajar con colaboradores me haría ir más despacio. Es mejor ser un individualista. Es en lo que me convertí, y lo sigo siendo.

A veces me preguntan si no hubo algún profesor que me inspirara y si así fue, me piden que dé algún detalle. En realidad, prácticamente no recuerdo a ninguno de mis profesores, no porque fueran especialmente poco memorables sino porque soy muy egocéntrico. Sin embargo, hay tres que destacan en mis recuerdos.

Tuve una profesora durante un mes en primer grado que era corpulenta, cariñosa y agradable (y negra, la única profesora negra que tuve). Me animaba, y cuando me obligaron a cambiar de clase, lloré y le dije que la quería, me acarició y afirmó que tenía que irme. Cuando al día siguiente traté de colarme de nuevo en su clase, me cogió de la mano y me llevó afuera.

En quinto había una señorita Martin a la que (a diferencia de la mayoría de los profesores) yo le gustaba y que era amable conmigo. Fue un gran alivio para mí.

En sexto tuve a la señorita Growney, que tenía fama de "estricta" y a quien los alumnos le tenían terror. Los reñía y gritaba y, de vez en cuando, a mí también. Por lo menos, yo estaba acostumbrado y lo soportaba imperturbable. Creo que yo también le gustaba a ella, a lo mejor porque era evidente que no le tenía ningún miedo. (Descubrí muy pronto que el "chico más listo de la clase" a veces puede cometer un crimen impunemente.)

11. Hacerse adulto

Supongo que todos los niños quieren crecer y convertirse en adultos, con todos sus derechos y privilegios. Es lógico que un niño piense que su vida está muy limitada, con sus padres diciéndole todo el día lo que tiene y lo que no tiene que hacer, sin poder tomar sus propias decisiones y cosas así. Por tanto, ve la edad adulta como una época de increíble libertad. (Después, puede que descubra que no es más que un pasaporte para una esclavitud todavía más onerosa… pero no importa.)

Cuando yo era joven había algunos aspectos físicos asociados a hacerse adulto. Los niños llevaban "pantalón corto", o sea,
breeches
que se ataban con una hebilla por debajo de la rodilla, parecidos a los pantalones de los aristócratas del siglo XVIII. Por supuesto, se llevaban con calcetines largos que llegaban a la rodilla. A medida que uno crecía, aumentaba su odio hacia los pantalones cortos, ya que eran una señal de niñez. Los niños ansiaban que llegara el momento en que pudieran ponerse "pantalones largos" por primera vez, pantalones corrientes hasta el tobillo y sin hebillas.

Recuerdo la primera vez que me los puse. Estaba tan orgulloso que no cabía en mí. Salí a la calle y me paseé para que todos me vieran y se dieran cuenta de que había un nuevo adulto en el mundo. En realidad, por aquel entonces sólo tenía trece años, y enseguida descubrí que los pantalones largos no me convertían en adulto.

Sin embargo, me sorprendió que, al poco tiempo, los pantalones cortos desaparecieran de la escena. Los niños ya no los han vuelto a usar nunca. Ya no llevan el estigma y no creo que sea justo. ¿Por qué tuve yo que llevar ese distintivo de deshonor cuando en la actualidad nadie lo hace?

He vivido para ver otros cambios en la manera de vestir. Cuando éramos jóvenes todo el mundo llevaba gorra. Eran de tela y con visera. Se podían doblar, estirar, arrugar, les hacías cualquier cosa y siempre seguían bien. Nunca he tenido nada mejor para cubrir la cabeza; algunas hasta tenían orejeras para el frío.

Ahora han desaparecido. Se dice que los malos de las primeras películas de gángsters siempre llevaban gorras y que por ello el público norteamericano, que nunca se ha distinguido por pensar por sí mismo, dejó de usarlas.

No me importó. Me pasé al sombrero de fieltro, que era el de "adulto". Con el tiempo llegué a odiarlo, aunque lo utilizaba todo el mundo. En las películas, todos llevaban uno en la calle. El sombrero seguía siempre en su sitio, no importaba lo que ocurriera, incluso cuando los actores se peleaban, lo que sucedía a menudo en las películas más baratas.

Para mí fue un alivio cuando desaparecieron los sombreros y ya nadie los llevaba. Por supuesto, a medida que me hacía mayor, descubrí que era muy útil utilizar un sombrero para no pasar frío, pero ahora uso uno de piel de estilo de ruso que, como las gorras de mi infancia, se puede doblar y meter en el bolsillo.

He visto otros cambios en la ropa de hombre. Los trajes solían tener dos pantalones. Ya no. Los chalecos casi han desaparecido. Los pantalones ya no tienen vuelta (muy útil para acumular hilos y piedrecitas). El bolsillo para el reloj ha desaparecido.

Los botones de la bragueta de los pantalones han sido sustituidos por cremalleras. Esto ha sido un favor divino, ya que cuando era pequeño uno de mis juegos favoritos era acercarme a la víctima escogida y abrirle de repente la bragueta al son de una carcajada burlona. Que yo sepa no se veía nada extraordinario, pero se provocaba una gran turbación, sobre todo si había chicas por los alrededores. Aparentemente, si el autor lograba arrancar un botón o dos, era un triunfo todavía mayor, y alguna pobre madre tenía que volverlos a ver.

12. Las largas horas

El factor dominante de mi vida entre los seis y los veintidós años fue la tienda de caramelos de mi padre.

Tenía muchos aspectos positivos. Mi padre era su propio jefe y no podían despedirle. Esto fue primordial una vez que empezó la Gran Depresión con el hundimiento de la bolsa en 1929. Con millones de parados, sin seguro de desempleo ni asistencia social, con la sensación de que lo único que la sociedad podía hacer por los desafortunados era darles de vez en cuando diez centavos para que tomaran un café ("
Buddy, can you spare a dime?
" ["Hermano, ¿te sobran diez centavos?]), no había más remedio que ponerse en una esquina con un abrigo raído y vender manzanas, escarbar en los cubos de basura o morir de hambre.

Nadie puede haber vivido en la Gran Depresión sin que le haya dejado secuelas. En Estados Unidos, al menos, su devastación fue mayor que la de la Segunda Guerra Mundial (si nos olvidamos de las víctimas militares, lo que es, por supuesto, difícil de hacer). Ningún "hijo de la depresión" podrá ser nunca un
yuppie
. Nada que haya ocurrido después puede convencer a alguien que la haya vivido de que el mundo está económicamente a salvo. Siempre se espera que los bancos cierren, que las fábricas quiebren, que llegue la carta de despido.

La familia Asimov escapó. Por poco. Éramos pobres teníamos lo suficiente para poder comer y pagar el alquiler. Nunca estuvimos amenazados por el hambre o el desahucio. ¿Y por qué? La tienda de caramelos. Producía lo suficiente para mantenernos. Sólo lo mínimo, pero en la Gran Depresión incluso lo mínimo era el paraíso.

Pagamos un precio, por supuesto. Todo tiene un precio. Hacer que funcionara la tienda requería todo el tiempo de mi padre y de mi madre (aunque ella se las arreglaba para mantener la casa más o menos en orden y para preparar la comida).

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