Read Memorias Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

Memorias (3 page)

BOOK: Memorias
13.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

No se casó hasta los treinta y tres años. Como hermano, incapaz de ver sus virtudes, no me extraña. Recuerdo que cuando me preparaba para casarme, trece años antes, alguna mujer (obviamente de la antigua escuela) manifestó su sorpresa.

—Los hermanos —dijo— no deberían casarse antes que la hermana.

Puede que ésta fuera una costumbre aceptable en la Europa del Este, cuando los matrimonios se acordaban y cualquier chica podía estar casada (y generalmente lo estaba) antes de los veinte, siempre y cuando su dote fuera adecuada. Pero ¿aquí?, ¿en América?

—Si espero a que mi hermana se case —respondí— me moriré soltero.

Sin embargo, estaba equivocado. Un hombre de treinta y siete años, Nicholas Repanes, que era pausado, tranquilo y amable se sintió atraído por ella. Se casaron, tuvieron dos hijos preciosos y fueron felices durante treinta y cuatro años, hasta que Nicholas murió el 16 de febrero de 1989 a la edad de setenta y un años. Janet y yo fuimos en coche hasta las soledades de Queens para visitar su capilla ardiente (Nicholas llevaba las gafas puestas). Yo se lo debía por haber sido tan buen marido para Marcia.

Dicho sea de paso, Marcia mide sólo 1,52 metros, sonríe a menudo y es una persona realmente generosa. Siento que no nos lleváramos mejor.

5. La religión

Mi padre, a pesar de su educación de judío ortodoxo, en el fondo de su corazón no se sentía como tal. Por alguna razón nunca lo discutimos, quizá porque era algo muy personal para él y yo no quería inmiscuirme. Creo que mientras vivió en Rusia obró de acuerdo con las reglas sólo por respeto a su padre. Yo creo que esto es algo bastante corriente.

Puede que, puesto que mi padre creció bajo la tiranía zarista, durante la cual los judíos fueron maltratados con frecuencia, se volviera revolucionario en su fuero interno. No se comprometió, al menos que yo sepa, en ninguna actividad revolucionaria real; era demasiado precavido.

Una forma de ser un revolucionario y trabajar por un nuevo mundo de igualdad social, de libertades civiles y de democracia, pudo ser librarse del peso muerto de la ortodoxia. El judaísmo ortodoxo dicta cada una de las acciones de cada momento del día e impone diferencias entre judíos y no judíos que prácticamente garantizan la persecución del grupo más débil.

Lógicamente, cuando mi padre llegó a Estados Unidos y se libró de la abrumadora presencia de su padre, inició una vida secular. No del todo, por supuesto. Las normas dietéticas son difíciles de romper cuando se ha aprendido que la carne de cerdo es el caldo del infierno. No se puede ignorar del todo a la sinagoga local y todavía se mantienen las tradiciones bíblicas.

Pero no recitaba la gran cantidad de oraciones prescritas para cada actividad y nunca hizo el menor intento de enseñármelas. Ni siquiera se molestó en que yo hiciera mi
Bar Mitzvah
a la edad de trece años: la ceremonia en la que un joven se convierte en un judío con todas las responsabilidades de obedecer las leyes judías. No he tenido religión porque nadie hizo ningún esfuerzo para enseñármela, ninguna religión.

Durante una temporada, en 1928, mi padre, que necesitaba algo de dinero extra, trabajó como secretario de la sinagoga local. Tenía que asistir a sus servicios religiosos y algunas veces me llevaba con él. (No me gustaba.) Como un gesto de gratitud, me inscribió en la escuela hebrea, donde empecé a aprender un poco ese idioma. Esto significaba estudiar el alfabeto hebreo y su pronunciación, y como el yidish utiliza el mismo abecedario, descubrí que podía leer yidish.

Le demostré a mi padre, de manera bastante titubeante, que podía hacerlo, y me sorprendí cuando él se quedó estupefacto y me preguntó cómo lo hacía. Yo creía que para entonces ya no debería sorprenderse por nada de lo que yo hiciera.

Mi padre no fue secretario durante mucho tiempo; no podía compaginarlo con la tienda de caramelos. Por lo tanto, al cabo de algunos meses, me sacaron de la escuela hebrea, lo que fue un alivio, ya que tampoco me gustaba. No quería aprender las cosas repitiéndolas en coro y no veía la utilidad de saber hebreo.

Puede que en esto me equivocara. Aprender cualquier cosa es valioso, pero tenía ocho años y todavía no lo sabía. No obstante, algo sí me quedó de ese período inicial y de las lecciones de mi padre sobre esto y aquello que ilustraba con citas bíblicas: despertó mi interés por la Biblia. Mientras crecí, leí la Biblia varias veces, o sea, el Antiguo Testamento. Con el tiempo y con ciertas dudas y reparos, también leí el Nuevo Testamento.

Pero para entonces, los libros de ciencia y los de ciencia ficción me habían mostrado su versión del universo y no estaba dispuesto a aceptar la historia del Génesis sobre la creación o de los distintos milagros descritos en el libro. Mi experiencia con los mitos griegos (y después con los escandinavos, todavía más inflexibles) hizo que me diera cuenta de que estaba leyendo la descripción de los mitos hebreos.

Cuando mi padre se hizo mayor, se retiró a Florida y se encontró sin nada que hacer, así que no le quedó más remedio que unirse a otros judíos ancianos cuya vida estaba centrada en la sinagoga y en la discusión de los pequeños detalles de la ortodoxia. En eso mi padre se encontraba en su elemento, ya que le gustaba discutir sobre cosas sin importancia y siempre estaba convencido de que tenía razón. (He heredado algo de esta tendencia.) A veces digo irónicamente que mi padre nunca se desdecía de ninguna de sus opiniones, excepto cuando, por casualidad, resultaba que estaba en lo cierto.

De todas maneras, durante los últimos meses de su vida se volvió de nuevo ortodoxo. No de corazón, creo yo, pero sí en apariencia.

A veces me han acusado de no ser religioso como un acto de rebeldía contra unos padres ortodoxos. Puede que esto haya sido verdad en el caso de mi padre, pero no en el mío. No me he rebelado contra nada. Me dejaron libre y me gustó mucho esta libertad. Lo mismo les sucedió a mi hermano y a mi hermana, y también a nuestros hijos.

Debo añadir que tampoco es que no encuentre nada en el judaísmo y que quiera buscar algo más para llenar el vacío espiritual que hay en mi vida. Nunca, en toda mi vida, ni siquiera por un momento, me he sentido tentado por ninguna religión de ningún tipo. El hecho es que no siento ningún vacío espiritual. Tengo mi filosofía de la vida, que no incluye ningún aspecto sobrenatural y que encuentro totalmente satisfactoria. En resumen, soy un racionalista y sólo creo lo que me dice la razón.

No vaya a pensar que es fácil. Estamos tan rodeados de historias sobrenaturales, de la aceptación sin problemas de lo paranormal, de la amenaza de los distintos poderes que intentan con todas sus fuerzas convencernos de la existencia de lo sobrenatural, que hasta los más firmes podemos sentirnos desfallecer.

Algo así me sucedió recientemente. Fue en enero de 1990, una tarde en que estaba tumbado en la cama de un hospital (no importa la causa, hablaremos de ello cuando llegue el momento) y mi querida esposa Janet no estaba conmigo porque se había ido a casa durante unas horas para ocuparse de algunos quehaceres domésticos imprescindibles. Estaba durmiendo y un dedo me tocó con fuerza.

Me desperté, por supuesto, y miré a mi alrededor medio dormido para ver quién me había despertado y por qué.

Pero mi habitación estaba cerrada con llave y además había una cadena de seguridad en la puerta. La luz del sol inundaba la habitación y era evidente que estaba vacía, al igual que el armario y el cuarto de baño. Aunque soy racionalista, no pude evitar pensar que alguna influencia sobrenatural había intervenido para decirme que a Janet le había ocurrido algo (naturalmente, mi mayor temor).

Dudé por un momento, y traté de rechazarlo. Así que la llamé por teléfono a casa. Contestó de inmediato y me dijo que estaba perfectamente.

Más tranquilo, colgué el teléfono y me dediqué a considerar el problema de quién o qué me había tocado. ¿Era sólo un sueño o una alucinación sensorial? Quizá, pero pareció completamente real. Reflexioné.

Cuando duermo solo, a menudo me abrazo a mí mismo. También sé que cuando estoy medio dormido mis músculos tienen movimientos espasmódicos. Adopté la posición de dormido e imaginé mis espasmos musculares. Era evidente que mi propio dedo había tocado mi hombro, y eso era todo.

Ahora suponga que en el preciso momento en que me toqué a mí mismo, Janet, por alguna coincidencia puramente casual, hubiese tropezado y se hubiese dañado la rodilla. Y suponga que al llamarla hubiese dicho quejumbrosa: "Acabo de hacerme daño".

¿Habría podido resistirme a la idea de una intervención sobrenatural? Espero que sí. Sin embargo, no puedo estar seguro. Es el mundo en que vivimos. Corrompería al más fuerte, y yo no creo serlo.

6. Mi nombre

De todos los nombres que hay, el mío, Isaac, es el más claramente judío, con la posible excepción de Moisés. Me doy cuenta que hay Isaacs en las antiguas familias de Nueva Inglaterra, entre los mormones y en todas partes, pero creo que nueve de cada diez somos judíos.

Cuando era muy joven no lo sabía. Sencillamente me gustaba mi nombre. Era Isaac Asimov y nunca había soñado ser otra cosa. Este sentimiento me embargaba incluso de pequeño, y a lo mejor tenía algo que ver con mi sensación de que era extraordinario. Puesto que mi nombre era parte de mí, también tenía que ser maravilloso.

El problema era que no todo el mundo estaba enamorado de mi nombre. Durante los primeros años después de nuestra llegada, los vecinos pensaron que era su obligación advertir a mi madre de que ese nombre sería para mí una carga indeseable. El nombre de Isaac delataba mi judaísmo, me colocaba un estigma, y no tenía ningún sentido aumentar las desventajas con las que inevitablemente tendría que desenvolverme. ¿Por qué pasarles a los demás ese nombre por las narices? Los argumentos eran todos de este tenor.

Mi madre estaba perpleja.

—¿Cómo debo llamarle entonces? —preguntó.

La respuesta era sencilla. Se trataba de mantener la letra inicial, de manera que el padre de mi madre, por quien me habían puesto el nombre, siguiera siendo honrado, pero adoptando un viejo y honorable nombre anglosajón. En este caso sería Irving, que en Brooklyn pronuncian "Oiving".

(En realidad, esos cambios de nombre sirven para poco. Si un número significativo de Isaacs e Israeles se convierten en Isidores e Irvings, los viejos nombres aristocráticos acabarán teniendo un tufillo judío y estaremos como al principio.)

Pero esto nunca sucedió. En la época en que escuché la conversación tendría unos cinco años, y cuando oí la sugerencia de que me llamaran Irving, lancé un alarido tan fuerte como mi madre no había escuchado jamás
[1]
. Expliqué con bastante claridad que no permitiría que me llamaran Irving en ningún caso, que no respondería a dicho nombre y que gritaría y chillaría cada vez que lo oyera. Mi nombre era Isaac y lo seguiría siendo.

Y lo fue, y hasta ahora jamás me he arrepentido. Estigma o no, Isaac Asimov soy yo y yo soy Isaac Asimov.

Por supuesto tuve que aguantar que me llamaran de manera burlona Izzy o Ikey, y lo soportaba imperturbable porque no tenía elección. Cuando pude controlar mejor mi entorno, insistí en conservar mi nombre completo. Soy Isaac, no están permitidos los apodos (excepto para los viejos amigos que están tan acostumbrados a llamarme Ike que no creo que puedan cambiar). Recuerdo que conocí a alguien que me alabó por haber mantenido el nombre de Isaac; me aseguró que era un acto poco usual de valor. Después se refirió a mí llamándome Zack, y tuve que corregirle con bastante irritación.

Pero después, hacia los veinte años, cuando estaba empezando a escribir, surgió de nuevo el problema de mi nombre. No pude evitar fijarme en que todos los escritores populares de novelas de ciencia ficción parecían tener nombres sencillos, originarios del noroeste de Europa, sobre todo anglosajones. Es probable que fueran sus verdaderos nombres, aunque también podían ser seudónimos. Los seudónimos eran corrientes entre estos escritores. Algunos trabajaban en varios géneros diferentes y utilizaban un nombre distinto para cada uno. Otros no tenían ningún interés especial en que se supiera que escribían esas novelas. Y algunos más creían que un nombre norteamericano sencillo podría ser mejor aceptado entre sus lectores.

Quién sabe. En cualquier caso, los nombres eran en su mayoría anglosajones.

Esto no quiere decir que no fueran escritores judíos. Algunos incluso utilizaban sus auténticos nombres de pila. Dos de los mejores escritores de ciencia ficción de los años treinta eran Stanley G. Weinbaum y Nat Schachner, ambos judíos. (Weinbaum publicó sólo durante un año y medio, y se convirtió en el escritor de ciencia ficción más popular de Estados Unidos antes de morir trágicamente de cáncer a los treinta y tantos años.)

Sin embargo, los apellidos eran alemanes, lo que resultaba bastante aceptable, pues a pesar de la Primera Guerra Mundial, Alemania seguía siendo Europa noroccidental. En cuanto a los nombres, eran aceptables, sin duda. Stanley era otro de esos nombres de origen inglés. (Mi hermano se llamó Stanley, debido a la insistencia de mi madre y en contra de los votos de mi padre y mío, que preferíamos Solomon.) Y por lo que respecta a Nathan, si se acorta como Nat, suena bien.

Pero mi nombre era descaradamente judío y (¡Dios santo!) mi apellido, eslavo. Cuando me advirtieron que los editores probablemente querrían llamarme John Jones, me rebelé contra semejante idea. No permitiría que ninguna obra escrita por mí apareciera bajo un nombre que no fuera el de Isaac Asimov.

Podría parecer excéntrico por mi parte estar dispuesto a sacrificar mi carrera de escritor antes de dejar de usar mi extraño y peculiar nombre, pero eso es lo que habría sucedido. Me identifico tanto con mi nombre que publicar un relato sin él no me hubiera producido ninguna satisfacción. Habría sido más bien al contrario. Sin embargo, nunca se me planteó una situación semejante. Al final, utilicé mi nombre sin ninguna objeción. Durante más de medio siglo ha aparecido en libros, revistas, periódicos y en cualquier parte donde se imprimiera mi prolífica obra. Y a medida que pasa el tiempo, Isaac Asimov aparece en letras cada vez mayores.

No quiero reivindicar más de lo que me pertenece por derecho, pero creo que ayudé a romper la costumbre de imponer a los escritores nombres sosos y simples. En concreto, facilité un poco que los escritores judíos lo fueran abiertamente en el mundo de la ficción divulgativa. Y sin embargo… sin embargo…

BOOK: Memorias
13.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Beware, the Snowman by R. L. Stine
Unexpected Guest by Agatha Christie
La abominable bestia gris by George H. White
The Man Who Fell to Earth by Tevis, Walter
The Phantom of the Opera by Gaston Leroux
Responsible by Darlene Ryan
Black Aura by Jaycee Clark
The Halifax Connection by Marie Jakober