Read Memorias Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

Memorias (2 page)

BOOK: Memorias
12.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

(Me pregunto por qué quien demuestra una capacidad atlética superior es admirado por sus compañeros de clase, mientras que quien demuestra una capacidad intelectual superior es casi odiado. ¿Hay algún convencimiento oculto de que es el cerebro y no los músculos lo que define al ser humano y de que los niños que no son buenos en deportes simplemente no son buenos, mientras que los que no son inteligentes se sienten infrahumanos? No lo sé.)

El problema era que no intentaba ocultar mi capacidad intelectual. La demostraba todos los días en clase y nunca, nunca jamás pensé en ser "modesto" respecto a esto. En todo momento hacía alarde de mi brillantez con alegría y ya puede usted adivinar el resultado.

Las consecuencias fueron inevitables puesto que yo era bajito y débil para mi edad, y más joven que cualquiera de la clase (hasta dos años y medio más joven debido a que me adelantaban de clase periódicamente y, a pesar de todo, seguía siendo el "niño listo").

Me convertí en el objeto de todas las burlas, desde luego que sí.

Al cabo del tiempo me habitué y lo entendí, pero me costó varios años aceptarlo, porque no podía soportar ocultar mi brillantez a los ojos de los demás. En realidad, fui objeto de burlas, con una intensidad cada vez menor, hasta después de los veinte. (Pero no lo convertiré en algo peor de lo que fue realmente. Nunca fui agredido físicamente. Simplemente se burlaban de mí, me ridiculizaban y era excluido de su círculo. Todo ello se podía soportar con una razonable serenidad.)

No obstante, con el tiempo, aprendí. No se puede ocultar el hecho de que soy poco común, y menos si se tiene en cuenta el gran número de libros que he escrito y publicado y la enorme cantidad de temas que he tratado en estos libros; pero he aprendido a evitar presumir en mi vida diaria. He aprendido a "desconectar" y a ponerme a la altura de los demás.

Gracias a ello tengo muchos amigos que me tratan con el mayor afecto y por los que siento, a mi vez, un gran cariño.

Ojalá al menos un niño prodigio pudiera ser prodigioso en la comprensión de la naturaleza humana y no sólo en memoria y rapidez mental. Pero no todo es innato. Los aspectos más importantes de la vida se desarrollan poco a poco, con la experiencia, y quienes los aprendan con mayor rapidez y facilidad que yo pueden considerarse realmente afortunados.

2. Mi padre

Mi padre, Judah Asimov, nació en Petrovichi (Rusia) el 21 de diciembre de 1896. Era un joven brillante que recibió una educación completa dentro de los límites del judaísmo ortodoxo. Estudió con asiduidad los "libros sagrados" y dominaba el hebreo, que pronunciaba con su particular acento lituano. Años más tarde, durante nuestras conversaciones, disfrutaría citando la Biblia o el Talmud en hebreo y traduciéndolo después al yidish o al inglés para mí y comentándolo.

También adquirió conocimientos no religiosos y hablaba, leía y escribía el ruso con gran soltura, además de tener amplios conocimientos de literatura rusa. Se sabía casi de memoria los relatos de Sholem Aleichem. Recuerdo que una vez me recitó uno en yidish, idioma que entiendo.

Sabía suficientes matemáticas como para trabajar de contable con su padre en el negocio familiar. Sobrevivió a los oscuros días de la Primera Guerra Mundial sin servir, por alguna razón, en el ejército ruso. Esto fue una suerte, ya que, de haberlo hecho, probablemente hubiese muerto y yo nunca habría nacido. También sobrevivió a los desórdenes que siguieron a la guerra, y se casó con mi madre en algún momento de 1918.

Hasta 1922, a pesar de la confusión de la guerra, de la revolución y de los disturbios civiles, se las arregló bastante bien en Rusia, aunque, por supuesto, si se hubiese quedado allí quién sabe lo que nos habría ocurrido en los días, todavía más negros, de la tiranía de Stalin, la Segunda Guerra Mundial y la ocupación nazi de nuestra región natal.

Por fortuna no necesitamos hacer conjeturas porque en 1922 el hermanastro de mi madre, Joseph Berman, que había ido a Estados Unidos algunos años antes, nos invitó a ir a ese país y reunirnos con él; y mis padres, después de dolorosas reflexiones aceptaron. No fue una decisión fácil. Suponía abandonar la pequeña ciudad en la que habían vivido toda su vida, en la que tenían a todos sus amigos y parientes y dirigirse hacia una tierra desconocida.

Pero mis padres resolvieron arriesgarse y llegaron en el momento justo, ya que en 1924 se impusieron cupos de inmigración más estrictos y puede que no nos hubieran dejado entrar.

Mi padre fue a Estados Unidos con la esperanza de conseguir una vida mejor para sus hijos, y lo logró. Vivió para ver que uno de ellos se convertía en un escritor famoso, que otro llegaba a ser un periodista de éxito y que su hija gozaba de un matrimonio feliz. Pero tuvo que pagar un alto precio.

En Rusia pertenecía a una familia de comerciantes bastante próspera. En Estados Unidos se encontró sin dinero. En Rusia había sido un hombre culto, admirado por sus conocimientos por los que le rodeaban. En Estados Unidos era prácticamente analfabeto, ya que no podía leer y ni siquiera hablar en inglés. Además, los estadounidenses, de cultura laica, no consideraban su erudición religiosa como tal. Se sintió despreciado como un inmigrante ignorante.

Todo esto lo sufrió sin una queja, ya que se concentraba por completo en mí. Yo tenía que compensarle por todo, y lo hice. Siempre le he estado muy agradecido por sus sacrificios desde que tuve edad suficiente para comprender lo que se vio obligado a hacer.

En Estados Unidos se dedicó a trabajar en todo lo que pudo: vendió esponjas de puerta en puerta, hizo demostraciones de aspiradoras, trabajó en una empresa de papeles pintados y más tarde en una fábrica de jerséis. Al cabo de tres años, había ahorrado el dinero suficiente para pagar la entrada de una pequeña tienda de caramelos, y eso aseguró nuestro futuro.

Mi padre nunca me empujó a ser un prodigio, como ya he dicho. Tampoco me castigó nunca físicamente; dejaba esto para mi madre, que lo hacía muy bien. Se contentaba con darme largas reprimendas e intentaba razonar conmigo cada vez que me comportaba mal. Creo que yo prefería los sopapos de mi madre, pero siempre supe que mi padre me quería, a pesar de que le resultaba difícil decirlo.

3. Mi madre

Se llamaba Anna Rachel Berman. Su padre fue Isaac Berman, quien murió cuando ella era joven. En su honor me pusieron su nombre.

Mi madre tenía el aspecto de una típica campesina rusa y medía poco más de metro y medio; sabía leer y escribir ruso y yidish… Y aquí tengo una queja contra mis padres. Hablaban ruso entre ellos cuando querían discutir algo sin que lo captaran mis agudos oídos. Si hubiesen sacrificado esta necesidad trivial de intimidad y me hubieran hablado en ruso, lo habría absorbido como una esponja y conocería una segunda lengua universal.

Pero no lo hicieron. Supongo que el argumento de mi padre era que quería que aprendiera inglés y que éste fuera mi idioma materno. Así, libre de las complicaciones de otro idioma, me podría convertir en un verdadero norteamericano. Pues bien, lo hice, y puesto que considero el inglés la lengua más preciosa del mundo, a lo mejor todo fue para bien.

Aparte de saber leer y escribir y poseer suficientes conocimientos de aritmética para trabajar de cajera en la tienda de su madre, mi progenitora no tenía estudios. Las mujeres judías ortodoxas simplemente no estudiaban. No sabía hebreo ni tenía conocimientos no religiosos.

Sin embargo, he oído sus comentarios despreciativos sobre la escritura en ruso de mi padre, y seguramente tenía razón. La experiencia me ha enseñado que la letra de las mujeres, por alguna razón, es más atractiva y más legible que la de los hombres. La de mi hermana, por ejemplo, hace que la mía parezca indescifrable y poco diestra. Por tanto, no me sorprendería que mi madre escribiera el ruso con más elegancia que mi padre.

La labor de mi madre en la vida se puede definir con una sola palabra: "trabajo". En Rusia había sido la mayor de muchos hermanos y tenía que ocuparse de ellos además de trabajar en la tienda de su madre. En Estados Unidos tuvo que criar a tres hijos y trabajar sin descanso en la tienda de caramelos.

Se daba perfecta cuenta de las limitaciones de su vida, de su falta de libertad. A menudo se hundía en la autocompasión y, aunque no puedo culparla por ello, frecuentemente se desahogaba conmigo. Y puesto que subrayaba que yo era parte de la culpa que tenía que soportar, me hacía sentir profundamente responsable.

Una vida tan dura hizo que tuviera un genio muy vivo y la mayoría de las veces yo pagaba los platos rotos. No niego que le diera motivos, pero me golpeaba con frecuencia y no con suavidad. Esto no quiere decir que no me quisiera con locura, porque me adoraba. Sin embargo, me hubiese gustado que lo demostrara de otra manera.

Nunca tuvo la menor oportunidad de ser una buena cocinera. Tenía que preparar las comidas con rapidez, sobre la marcha, y atender la tienda de caramelos, así que durante toda mi juventud (en realidad hasta que me casé) comí alimentos fritos de todo tipo entre los que, de vez en cuando, aparecía algún pedazo de buey o de pollo cocido con patatas. No éramos muy aficionados a las verduras, pero sí al pan. Pero no me quejo. Me encantaba todo lo que ella nos daba.

Sin embargo, creo que la cocina de mi madre me inició en un modo de alimentación que me condujo a padecer problemas con las arterias al final de mi madurez. Por otro lado, su cocina habituó mi tubo digestivo a trabajar duro, así que desarrollé un estómago que lo digería todo.

No obstante, mi madre era hábil en algunas especialidades: rábanos rallados con cebollas y huevos duros, que eran deliciosos pero que se repetían durante una semana y obligaban a los demás a respetar la intimidad de quien los comía.

Preparaba también pies de ternera en gelatina, con cebolla y huevos duros, y quién sabe cuántas cosas más. Ese plato se llama
pchah
y preferiría esto al paraíso. Incluso después de casarme, de vez en cuando mi madre me daba un gran cuenco lleno de
pchah
, para llevar a casa. Es un gusto que se adquiere, y para mí, el día en que mi mujer, Gertrude, lo adquirió fue un día triste. El suministro se redujo de inmediato a la mitad. Recuerdo con tristeza la última vez que mi madre lo preparó.

Mi actual mujer, Janet, la más adorable del mundo, buscó afanosamente recetas y, de vez en cuando, me prepara pchah, incluso en la actualidad. Es muy bueno, pero no tanto como el de mi madre.

4. Marcia

Mi infancia transcurrió en compañía de mi hermana menor, Marcia, que nació el 17 de junio de 1922 en Rusia y que llegó con nosotros a Estados Unidos cuando tenía ocho meses. A menudo se ha quejado de que rara vez hablo de ella en mi obra, y es cierto. Pero en 1974 publiqué un libro en que la citaba y decía que había nacido en Rusia.

La llamé por teléfono para leerle el pasaje como prueba de que sí hablaba de ella algunas veces y me interrumpió inmediatamente con gritos histéricos. Le dije consternado:

—¿Qué pasa?

—Ahora todo el mundo sabrá los años que tengo —me respondió entre sollozos. (Por aquel entonces tenía cincuenta y cinco años.)

—¿Y qué? —le dije—. ¿Te van a descalificar por eso en el concurso de Miss América?

No sirvió de nada. No pude calmarla, y así es como nos hemos llevado mi hermana y yo la mayoría de las veces.

Marcia no es su nombre original. Tenía un precioso nombre ruso que no se me permite usar. Eligió ella misma Marcia más tarde y es así como tengo que llamarla.

No nos llevábamos muy bien cuando éramos niños. Esto no resulta sorprendente. ¿Por qué deberíamos haberlo hecho? Nuestras personalidades eran completamente diferentes, y si hubiésemos sido seres independientes jamás nos habríamos elegido el uno al otro como amigos. Y ahí estábamos, juntos y siempre enfadados.

Casi todo lo que uno hacía provocaba resentimiento en el otro. Una discusión pronto se convertía en una pelea a gritos, y después en berridos feroces. Las cosas podrían haber ido mejor si hubiésemos tenido unos padres que, por separado, nos hubieran escuchado con paciencia a cada uno, mientras explicábamos los graves crímenes y ofensas del otro, y después nos hubieran dado la razón de manera justa. Por desgracia, nuestros padres no tenían tiempo para eso.

Mi madre subía corriendo las escaleras desde la tienda y pronunciaba su advertencia: "Dejad de pelearos." Y después lanzaba una diatriba iracunda, en la que decía que éramos los únicos niños de la vecindad, más bien de todo el mundo, que se peleaban de manera tan escandalosa, y que los demás niños eran todo dulzura y alegría. También argumentaba que los clientes y vecinos de hasta dos manzanas alrededor nos oían y venían a la tienda a enterarse de lo que sucedía, lo que le causaba una gran vergüenza. Si no oímos ese discurso cien veces, no lo oímos ninguna. Pero no nos afectaba lo más mínimo, sobre todo porque sabíamos que otros hermanos tampoco se llevaban mejor que nosotros.

Ahora algo gracioso. Marcia recuerda que yo le enseñé a amar a Gilbert y Sullivan y que tenía amigos del mundo de la ciencia ficción que eran interesantes y divertidos, pero no recuerda que nos peleáramos constantemente. Describe una relación idílica entre los dos, y he descubierto que esto le ocurre también a otras personas que comparten recuerdos conmigo. Vacían de contenido la memoria, construyen un cuento de hadas que nunca existió e insisten en que así es como ocurrió. A lo mejor resulta más agradable crearnos nuestro propio pasado, pero yo no puedo hacerlo. Recuerdo demasiado bien las cosas, aunque no niego que mi propio pasado sea del todo inmune a la reconstrucción. Cuando escribí mi autobiografía y consulté mi diario, estaba asombrado de las cosas que había olvidado así como de las que recordaba de forma inexacta. Sin embargo, todos eran detalles poco importantes.

Marcia era una niña inteligente. La enseñé a leer (en cierto modo en contra de su voluntad) antes de que fuera a la escuela; iba adelantada y, como yo, terminó el bachillerato con quince años. Entonces, para su desgracia, el machismo judaico hizo su aparición. Mi padre era pobre, pero de un modo u otro se las arregló para mandar a sus dos hijos a la universidad, aunque ni se le pasó por la imaginación hacerlo con la pobre Marcia. Después de todo, las chicas estaban hechas para casarse.

Por tanto, a los quince años, Marcia tuvo que buscar trabajo. Era demasiado joven para casarse y, en realidad, también lo era para trabajar, al menos para hacerlo legalmente. Supongo que debió de mentir sobre su edad. De todas maneras, consiguió un puesto de secretaria y lo hizo muy bien.

BOOK: Memorias
12.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Die for Me by Nichole Severn
Broken Survivor by Jennifer Labelle
The Prince's Secret Baby by Rimmer, Christine
The Age of Miracles by Marianne Williamson
The Guardians by Ana Castillo
The Ghosts of Blood and Innocence by Constantine, Storm
True Control by Willow Madison