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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

Memorias (17 page)

BOOK: Memorias
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37. Matrimonio y problemas

En el año 1941 formaba parte del Brooklyn Authors Club. Nos reuníamos, leíamos manuscritos y los criticábamos. Era algo bastante divertido. A otro joven del club, Joseph Goldberger, le gustó uno de mis relatos y sugirió que podíamos salir juntos con nuestra pareja. Le expliqué que no tenía novia y me dijo que él me buscaría una chica. Muy nervioso, acepté.

Más tarde supe que la novia de Goldberger, Lee, quería decidir si se casaba o no con él y deseaba presentarle a su mejor amiga para tener una opinión imparcial. Por tanto, le pidió a esta amiga, cuyo nombre era Gertrude Blugerman, que aceptara la cita a ciegas aunque no fuera más que para observar a Goldberger. Gertrude aceptó a regañadientes. Le habían dicho que yo era un ruso con bigote y sólo Dios sabe la imagen exótica que se había formado de mí. La cita se fijó para el 14 de febrero de 1942. Estoy seguro de que ninguno se dio cuenta de que era el Día de San Valentín, o al menos yo no.

Hacía un año que llevaba bigote, pero era horrible, y un compañero de clase se había apostado conmigo un dólar contra mi bigote a que pasaba el examen para el doctorado. Cuando lo hice, el 13 de febrero, me lo afeité y conocí a Gertrude con la cara afeitada.

Me miró horrorizada y (creo) intentó anular la cita alegando un repentino dolor de cabeza, pero Lee no la dejó. Le dijo que sólo eran un par de horas y que tenía que ayudarla a decidir sobre Joe.

Para mí fue muy diferente. Había visto
El capitán Blood
, con Errol Flynn y Olivia de Havilland, y aunque no soy de esos que se enamoran de las actrices, admiro a unas más que a otras. En esa época, Olivia de Havilland, me impresionó como el epítome de la belleza femenina. Gertrude, ante mi asombro, era su viva imagen. Era una chica extraordinariamente guapa.

Mi reacción fue inevitable, pero yo era tres años mayor que cuando me enamoré en el laboratorio de química. No tenía intención de que me rompieran el corazón de nuevo. Por tanto, reaccioné con precaución y fui poco a poco.

Pero estaba decidido. Mi conducta, mi firmeza, mi insistencia en los días siguientes, mi serenidad y mi convencimiento de que nos casaríamos eran tales que terminó aceptando. Desde luego ella no pensaba que yo fuera un objeto de adulación romántica (¿quién podría pensarlo?), pero hablé con ella y logré deslumbrarla lo suficiente como para que consintiera en darme una oportunidad. (Por supuesto admiraba mi inteligencia. Eso ayudó.) El 26 de julio de 1942, al cabo de menos de medio año de habernos conocido, nos casamos.

No fue un matrimonio fácil. Después de todo ella no me amaba, estoy bastante seguro. Los dos éramos virgenes (aunque ella era dos años mayor que yo) y las relaciones sexuales tampoco funcionaron muy bien al no tener experiencia ninguno de los dos.

También había otras incompatibilidades que fueron apareciendo y que serían difíciles de explicar. Ni siquiera voy a intentarlo.

Sin embargo, había un problema que no tuve en cuenta durante nuestro noviazgo (por la sencilla razón de que no tenía la más ligera idea de que fuera tan vital) y que al final sirvió para crear muchas dificultades en nuestro matrimonio.

¡Gertrude fumaba!

Volvamos hacia atrás y hablemos del tabaco. Uno de los artículos más vendidos en la tienda de caramelos era el tabaco. Vendíamos cigarrillos por paquetes y por cartones, puros por unidades o por cajas y tabaco de pipa de varias clases. No recuerdo si, en algún momento, vendimos pipas, pero recuerdo un expendedor vertical de cajas redondas de rapé de marca Copenhagen. Creo que nunca vendimos tabaco de mascar.

Las pipas y los puros eran bastante exóticos, pero casi todo el mundo fumaba cigarrillos. Los paquetes de veinte cigarrillos de las principales marcas costaban trece centavos cada uno y los de algunas marcas inferiores costaban diez. Además, teníamos abierto un paquete de todas las marcas más importantes para que la gente pudiera comprar cigarrillos sueltos por un penique. Muchos adolescentes que frecuentaban la tienda y eran de mi edad compraban cigarrillos sueltos, los encendían y salían fuera echando humo.

Es obvio que el tabaco estaba a mi alcance. No tenía más que coger uno de un paquete abierto. No obstante, mi padre había establecido unas reglas muy estrictas: los artículos de la tienda eran para vender, no para consumir.

Esto me resultaba difícil cuando se trataba de bombones. Teníamos cajas y cajas de bombones abiertas y expuestas en el mostrador, y los jóvenes entraban, elegían lo que querían y yo se lo daba. Pero nunca me permitieron coger un bombón para mí.

No, no pasaba hambre por eso. Siempre podía preguntar a mi padre o (mucho mejor) a mi madre: "Mamá, ¿puedo coger una chocolatina Hershey?" Algunas veces, pero no siempre, la respuesta era afirmativa y yo me sentía feliz. Lo que era válido para los dulces deliciosos de la tienda lo era también para los cigarrillos. Tendría que haber preguntado: "Papá, ¿puedo coger un cigarrillo?"

Nunca lo hice. Ni una vez. Sabía que la respuesta sería negativa. El resultado es que nunca he fumado. Por tanto, soy no fumador debido a las circunstancias. Un ligero cambio en la actitud de mi padre y me podría haber convertido en un fumador empedernido.

Ni mi hermana ni mi hermano han fumado nunca y mi madre tampoco. Stanley me dijo que durante algún tiempo (pero sólo durante algún tiempo) mi padre fumó bastante y cuando lo oí me extrañó muchísimo. Mi hermano lo jura y no puedo dudar de él porque es un hombre recto, pero por más que lo intento, no puedo recordar a mi padre con un cigarrillo en las manos.

Puede que lo deteste tanto que sencillamente haya borrado todos los recuerdos de mi padre fumando.

Pero en 1942, aunque no fumaba, no me molestaba que los demás lo hicieran. Lo hacían en la tienda, y esto nos convenía, porque el tabaco constituía una parte importante de nuestros pequeños ingresos. Así que estaba acostumbrado a su olor y no le daba importancia. Por tanto, el hecho de que Gertrude fumara no me pareció que fuera algo que debería tener en cuenta a la hora de planear casarme con ella, y fue un desastre.

Si hubiese pensado entonces como pienso ahora o como pensaba algunos años después de haberme casado con ella, probablemente no habría habido nada capaz de persuadirme para que me casara con una mujer que fumase. Citas, sí. Aventuras, también. Pero ¿encerrarme para siempre dentro de un piso con una fumadora? Nunca. Nunca. Jamás. No habría importado ni la belleza, ni la dulzura ni la compatibilidad en todos los demás aspectos.

Pero no lo sabía. Nunca había vivido realmente en una casa o un piso que siempre estaba lleno de humo y del hedor de las colillas apagadas de los ceniceros.

Cuando me di cuenta de que vivir con Gertrude significaba eso y de que no tenía escapatoria, nuestra relación se fue deteriorando.

Debo decir que Gertrude era en muchísimos aspectos una esposa estupenda. Además de mantenerse guapa, era una ama de casa cuidadosa, buena cocinera, totalmente leal y estricta con las cuentas de la casa.

Éstas son cosas muy importantes, y sin embargo, pequeños detalles pueden arruinarlo todo. Es la historia del hombre que estaba planeando divorciarse de una mujer a la que todos sus amigos consideraban perfecta. Discutían con él, elogiando sus cualidades y virtudes y él los escuchó hasta que ya no pudo más. Después se quitó el zapato, lo enseñó a los demás y les dijo:

—¿Alguno de vosotros puede decirme dónde me aprieta el pie este zapato?

Y recuerde, no era sólo el hedor del tabaco. Empecé a darme cuenta de las complicaciones de la salud relacionadas con él. Enseguida se empezó a hablar de los problemas respiratorios y del cáncer de pulmón y no veía la diferencia entre inhalar el humo en los pulmones directamente o después de que hubiese pasado por los pulmones de otra persona.

Por lo tanto, empecé una campaña para que Gertrude dejara de fumar, o si eso no era posible, para que fumara menos, o si no, por lo menos para que dejara de fumar en el dormitorio, en el coche o mientras comíamos. Por desgracia, no tuve ningún éxito. A medida que pasaban los años, el asunto era como una llaga en la que de tanto frotarla e irritarla se iban formando unas ampollas que eran cada vez más dolorosas.

Lo aguanté más de lo debido por tres razones. Primera, sabía que ella fumaba cuando nos casamos y me parecía injusto castigarla por algo que había aceptado al principio.

Segunda, me daba cuenta de que no estaba muy dispuesta a casarse conmigo y yo la había convencido. Por tanto, creía que debía aguantarme.

Tercera, en la época en que estaba pensando en divorciarme sin decírselo a nadie, tenía dos niños pequeños. Podía divorciarme, dado que los motivos me parecían adecuados, pero no había manera de que pudiera abandonar a mis hijos. Tenía que esperar a que crecieran.

Tal vez parezca extraño que algo tan simple como el fumar pueda romper un matrimonio duradero, que en otros muchos aspectos funcionaba bien, pero, por supuesto, era algo más complejo que todo eso. Además, había otras diferencias irreconciliables más difíciles de explicar. No creo que Gertrude me amara de verdad y esto hería mi amor propio. Después de doce años, me cansé de amar y no ser amado, aunque el matrimonio siguió durante bastantes años por pura inercia.

No obstante, reconozco los méritos de Gertrude. Puede que no me amara mucho, pero no se metió con mi inteligencia. (Esto habría sido demasiado para soportarlo.)

En el ejército, por ejemplo, hice una prueba de inteligencia llamada ACGT cuyas iniciales no recuerdo qué significaban. Saqué 160, la puntuación más alta que habían visto nunca los examinadores. Debía de estar muy cerca del máximo posible. Llamé a Gertrude para decírselo.

En mi siguiente permiso, me contó indignada que le había dicho a un amigo que yo había sacado 160.

—Debes de querer decir 116
[3]
—le dijo su amigo.

—No —respondió Gertrude, 160.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó.

—Me lo ha dicho Isaac.

—Estaba mintiendo —le dijo su amigo riéndose; lo que puso furiosa a Gertrude.

—¿Cómo sabías que no mentía? —le pregunté con curiosidad.

Quería que me dijera que por la sencilla razón de que yo nunca mentía, pero no lo hizo. En vez de eso afirmó:

—Para ti 160 es algo normal. ¿Por qué ibas a mentir?

Unos veinte años después, Lee, la chica que había organizado aquella doble cita tan original, vino a visitarnos. (Creo que para entonces se había casado y divorciado de Joe Goldberger.) Le preguntó a Gertrude:

—Cuando conociste a Isaac, ¿en algún momento pensaste que podría llegar a ser lo que es ahora?

—Desde luego —le respondió—. Lo esperaba.

—¿Por qué ibas a esperar algo así?

—Pues porque al principio él me dijo que sucedería.

Hay una anécdota parecida que tengo que contar sobre Fred Pohl. Cuando ya habíamos salido del ejército, me dijo:

—Mi puntuación del ACGT fue 156. ¿Cuál fue la tuya?

Dudé, y después le dije a regañadientes:

—Lo siento, Fred, saqué 160.

—¡Oh…! —dijo.

Pero jamás puso en duda mi palabra. Sabía que era incapaz de mentir sólo por sacar más puntos que él, y eso hizo que le quisiera todavía más.

38. Los parientes políticos

Al casarme, adquirí una nueva familia, los Blugerman. Durante mi matrimonio, iba a verlos mucho más que a mi familia.

Después de trasladarnos, volvíamos periódicamente a Nueva York y siempre nos quedábamos con ellos porque era adonde Gertrude quería ir. No la culpo. Mi familia, con su tienda de caramelos, podía ofrecernos muchas menos comodidades.

El padre de Gertrude, Henry Blugerman, era un hombre muy tranquilo, muy afable y muy amable, a quien todo el mundo quería, incluido su yerno. Para mí, se parecía a Edward G. Robinson. (Teniendo en cuenta que el padre y la madre de Gertrude eran más bien poco atractivos, me maravillaba que hubieran podido tener unos hijos tan guapos como Gertrude o como su hermano.)

Henry era el clásico padre judío pasivo.

Yo solía contar un chiste, nunca delante de Gertrude, acerca de que a sus catorce años ella le preguntaba a su madre: "¿Quién es ese hombre que siempre come con nosotros?"

Años después, oí un chiste sobre un aspirante a actor que llegaba a casa entusiasmado diciendo que por fin había conseguido un papel.

—¿Qué clase de papel? —le preguntaba un amigo.

—El de un padre judío —respondía el actor.

—¿Qué pasa? ¿No pudiste conseguir un papel con diálogo? —le replicaba el amigo.

Ése era Henry.

La madre de Gertrude, Mary, era la que dominaba por completo a la familia. Medía alrededor de 1,50 y, en mi opinión, más o menos lo mismo de anchura. Era gorda y también era el centro alrededor del cual giraba toda la familia. Lo dirigía todo con voz dominante, lo corregía todo e insistía en que todo se hiciera a su manera. A mi parecer, doblegó la voluntad de sus hijos y logró que dependieran totalmente de ella, hasta el punto de ser incapaces de crear verdaderos lazos fuera de su familia.

Creo que fue la dependencia de su madre (en mi opinión, nada sana) lo que impidió que Gertrude se entregara a mí por completo. Me parece muy significativo que, después de la boda, cuando nos marchábamos para nuestra luna de miel, su madre gritara en mitad de la calle:

—Recuerda, Gittel, si las cosas no van bien, siempre puedes volver a casa.

Ya pueden imaginar qué confianza me dio ese comentario.

Mary tenía cuarenta y siete años cuando la conocí y muy mala salud. Por lo menos eso decía, lo que ayudaba a mantener el resto de su familia pendiente de ella. En los momentos cruciales, se las arreglaba para empeorar rápidamente, con gran alarma por parte de todos.

Gertrude estaba convencida de que su madre (repito, de cuarenta y siete años de edad) era una viejecita, incapaz de cuidar de sí misma. De hecho, en bastantes ocasiones durante nuestro primer año de matrimonio quiso volver a Nueva York para ocuparse de su pobre y anciana madre. "Es muy mayor", decía indignada cuando yo afirmaba que su lugar estaba junto a mí. Pero Gertrude nunca llegó a cumplir su amenaza de ir a Nueva York para hacer de enfermera de su madre las veinticuatro horas del día.

Muchos años después, cuando Gertrude ya había cumplido los cincuenta, le pregunté si se acordaba de que quería volver a casa de su anciana madre para cuidarla. Gertrude, sin pensarlo, dijo que sí y entonces (con un toque de malicia, me avergüenza decirlo) le dije:

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