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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (6 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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—¿Qué estás haciendo aquí.

Hablaba con rapidez, en el tono elevado y entrecortado propio del centro de la ciudad. Todo cuanto Hana podía ver de ella eran un par de ojos negros que la miraban fijamente.

—Buscaba la Chikuzenya. Me dijeron que allí cuidarían de mí —murmuró Hana con voz temblorosa.

Estaba entumecida a causa del frío. La mujer meneó la cabeza.

—Cerró hace meses. Todos se marcharon. Todos los que pudieron permitírselo, claro. Se fueron a Osaka. Una muchacha bonita como tú no debería salir sola a la calle. Es peligroso.

Presa del pánico, Hana dirigió la mirada a un extremo y a otro de la larga calle vacía, cobrando de pronto conciencia de dónde estaba. No lejos sonaban gritos, y ella recordó la cuadrilla de jóvenes que había visto, con los puños apretados, espadas y expresiones amenazadoras. Un viento frío golpeaba los paneles de madera que se sucedían en una oscura pared a lo largo de la calle, y Hana dejó escapar un grito ahogado cuando la golpeó todo el horror de su situación: sus padres y sus suegros muertos, y su marido en la guerra desde hacía tiempo. Lo último que Hana supo de él fue cuando se dirigía a Sendai. No tenía idea de dónde estaba aquello, pero le sonaba inimaginablemente lejano.

La mujer rebuscó en su manga, sacó una pipa y una tabaquera, cargó la pipa y se la tendió.

—Soy Fuyu —dijo, acompañándose de una reverencia.

Hana desanudó lentamente su pañuelo y dirigió una sonrisa de agradecimiento a su compañera recién hallada.

Le llegó un tufillo de polvos baratos y de aceite para el pelo cuando Fuyu se agachó junto a ella. La mujer también se aflojó el chal, y Hana vio que era joven, no mucho mayor que ella, con una cara redonda cubierta de un grueso maquillaje, una nariz respingona y una boca bien dibujada. Irradiaba una actitud muy realista ante la vida que Hana encontró más bien atractiva. Golpeó un pedernal y acercó tanto su rostro al de Hana que ésta pudo distinguir los poros de su nariz y los hoyuelos de sus mejillas.

Hana dio una larga calada a la pipa, gozando del sabor y el aroma del tabaco.

—Hiciste bien en alejarte —comentó Fuyu—. Este sitio está plagado de chusma y de samuráis ociosos.

—Me perdí —dijo Hana, meneando la cabeza—. Estaba segura de que iba a encontrar a alguien en la Chikuzenya que me acogiera.

—Tu marido es un samurái, ¿verdad? —Fuyu escrutaba el rostro de Hana de un modo que la hizo sentir incómoda—. Imagino que se ha ido a la guerra y te ha abandonado a tu suerte. La guerra es dura para las mujeres, ¿eh.

—¿Tienes a tu marido en el frente? —preguntó Hana en tono dubitativo.

Desde luego que Fuyu no tenía aspecto de esposa de samurái ni se comportaba como tal. Pero Fuyu no respondió. Permanecieron sentadas en silencio mientras se aproximaba el griterío de los jóvenes a los que Hana había visto antes.

—Necesitas un sitio donde alojarte, ¿no es así? —preguntó Fuyu de repente—. Un sitio cálido y seguro. Yo conozco uno muy adecuado.

—¿Tú? —inquirió Hana, sorprendida de que aquella mujer, que había aparecido de forma tan súbita, pareciera dispuesta a ayudarla.

—Allí hacer negocio no tiene problema. Y está protegido. A los soldados del Sur no se les permite la entrada, de modo que no tendrás ningún tropiezo con ellos. Es el mejor sitio adonde ir si quieres eludirlos. —Fuyu hizo una pausa, sin dejar de mirar a Hana, y desplegó los labios en una sonrisa halagadora—. Allí también dan trabajo. Tú sabes coser, ¿verdad? Podrías ser costurera, criada o animadora. Sabes leer y escribir, supongo. Siempre andan buscando a personas como tú.

—Pero... ¿dónde está ese lugar? —preguntó Hana, comenzando a sentirse inquieta.

—Sólo tienes que pasar la noche allí. No tienes por qué quedarte si no lo deseas.

Hana asintió con la cabeza.

—Gracias, pero estoy bien. Ya encontraré algo.

Pero mientras hablaba sabía que no tenía adonde ir. La expresión de Fuyu se endureció.

—Haz lo que quieras —dijo, torciendo la boca en una mueca—. Pero puedo decirte que acabarás vendiéndote en las puertas de la ciudad si no sigues mi consejo.

Hana cerró los ojos, sintiendo pánico al recordar las mujeres que había visto allí. Fuyu le agarró la mano.

—Venga, vámonos antes de que oscurezca.

—Pero... pero ¿dónde está ese lugar al que me llevas? —balbució Hana.

—Habrás oído hablar de las Cinco Calles, ¿no? —dijo Fuyu—. Allí puedes ganarte bien la vida. Aquello es lo mejor.

Las Cinco Calles. Hana ahogó una exclamación. Todo el mundo sabía lo que era aquello: un lugar abigarrado y escandaloso, donde las luces nunca se atenuaban, lleno de mujeres llamativamente pintadas, donde los hombres se congregaban en busca de placer. Su marido había alardeado a menudo de lo popular que él era entre aquellas mujeres. Se decía que era el peor de los Malos Sitios, una ciudad por derecho propio, a no menos de una hora caminando desde las murallas de Edo, lo bastante lejos como para que las personas decentes no se vieran contaminadas por cualquier cosa que procediera de allí. Ciertamente no era un lugar para alguien como ella.

—¡No, no! —exclamó—. Espera, tengo que pensarlo.

—Puedes pensarlo por el camino —dijo Fuyu, ayudando a Hana a ponerse en pie.

Había salido la luna, y la calzada discurría ante ellas larga y recta, bordeada de delgados árboles de la laca, con unas pocas hojas que aún pendían de las esqueléticas ramas y destellaban como monedas de oro. Hana podía ver su pequeña sombra extendiéndose ante ella, a lo largo del suelo helado de la calzada elevada. A lo lejos, por debajo de ellas, a cada lado del talud, la marisma por la que se extendían unos arrozales desaparecía en la negrura. De vez en cuando las rebasaban hombres que avanzaban pesadamente a caballo o a pie. Los porteadores de palanquines corrían con su carga, y una garza descendió en picado.

Hacía rato que habían dejado atrás las callejas y los monótonos tejados de Edo, de pizarra coloreada. Hana podía sentir la mano de Fuyu en su codo, empujándola hacia delante. Podía fácilmente zafarse y echar a correr en otra dirección, pero ¿adónde podía ir una mujer sola? Sabía que se dirigían a un lugar de placer para los hombres, pero por lo que se decía era también toda una ciudad. Debía haber muchos otros trabajos disponibles.

—¡Allí! —exclamó Fuyu, con voz excitada—. Mira. ¡Allí! Corre, ya han encendido los faroles.

En la distancia, iluminando la oscuridad más abajo del talud, rielaba un resplandor semejante a una masa de luciérnagas en una noche de verano. La brisa traía rumor de voces y risas, y olores atenuados de humo de leña, pescado a la parrilla, incienso y aguas fecales. Ante ellas se extendía el fabuloso Yoshiwara. Sólo que no era una fábula, sino algo real, y Hana no tardaría en estar allí. Miró hacia la oscuridad, con el corazón latiéndole con fuerza.

Porque, pese a todos sus reparos, el Yoshiwara la atraía, la arrastraba, y hacía que sus pies se movieran más aprisa. Casi la hizo olvidar su casa vacía, los golpes en la puerta, las figuras amenazadoras que la perseguían. Los sonidos, los olores y las luces brillantes eran como un señuelo que prometía una exótica nueva vida que aún no podía imaginar.

Hana sentía escalofríos a causa del viento helado, y se apretó el pañuelo contra la cara. Le dolían las piernas, las piedras se le clavaban en los pies, y sus sandalias de paja le rozaban a cada paso que daba. Pero las luces que tenía delante brillaban más y más, y pronto empezó a percibir el tañido de los shamisen y cantos.

Era muy oscuro cuando llegaron junto a un sauce solitario. Sus ramas, desprovistas de hojas, se mecían y crujían a merced del viento.

—¡El Sauce de Mirar Atrás! —dijo Fuyu.

Hana lo había leído todo sobre él. Era allí donde los hombres se detenían para dirigir una última mirada a la ciudad amurallada del Yoshiwara antes de regresar a casa por la mañana. Más abajo de donde estaban se extendían las Cinco Calles, un cuadrado de luz y color en medio de la oscuridad de la marisma.

Hana miró el talud que discurría detrás de ellas, en dirección a Edo y a su vida anterior. Estaba a punto de penetrar en un mundo nuevo, y sabía que, cuando lo abandonara —si es que llegaba a abandonarlo—, el talud, la luna y las estrellas podrían seguir siendo los mismos, pero ella ya no.

6

Hana siguió a Fuyu mientras se apresuraba a descender del talud en dirección a la ciudad amurallada, y a dejar atrás los tenderetes que se multiplicaban uno junto a otro, y las casas de té, donde acechaban las camareras, que se agarraban a los hombres que pasaban, tratando de arrastrarlos al interior. Finalmente llegaron a un puente y cruzaron las sucias aguas de un foso. Una gran puerta se alzaba ante ellas. Al otro lado bullían las multitudes, las luces brillantes y el ruido y el trajín de la ciudad.

Hana se detuvo, temblorosa, cuando un guardia se adelantó y les cerró el paso. Su cuello era como el tronco de un árbol, y su nariz, chata, como si se la hubiera aplastado contra una pared. Con una mano enorme sujetaba un bastón de hierro provisto de un gancho.

Les lanzó una mirada con el ceño fruncido, pero Fuyu le sonrió con coquetería, agitó un papel ante su rostro y deslizó un par de monedas en su mano. Él abrió su bocaza en una sonrisa, revelando un revoltijo de dientes ausentes y picados.

—Pasen, señoras —gruñó, guiñando un ojo—. ¡Que se diviertan.

Y de este modo entraron en el Yoshiwara. Al principio Hana caminó con la mirada baja, mientras la gente pasaba junto a ella, empujándola y arrastrando las fragancias más dulces y sutiles de cuantas había percibido hasta entonces. Las prendas de seda le rozaban las manos. Las faldas de los quimonos revoloteaban en su cercanía, y bajo ellas asomaban piececitos calzados con sandalias atadas con cintas de raso, o sandalias de madera que repiqueteaban al pasar, llevadas por pies grandes con dedos separados de los que brotaban pelos negros. Las voces masculinas charlaban y gritaban, y las femeninas susurraban y parloteaban como gorjeos de pájaros.

Hana reconoció entonces el tentador aroma de los gorriones y los pulpos asados, y ya no pudo contener la curiosidad. Alzó la vista y ahogó una exclamación. ¡La aglomeración era tal que resultaba casi imposible moverse! Miraba en derredor, con los ojos abiertos de par en par. Los mercaderes de sedas y brocados se pavoneaban junto a samuráis con brillantes moños aceitados, los comerciantes se abrían paso a empujones y los sirvientes correteaban y se agachaban. Hombres de piel oscura miraban en torno, inseguros, como si aquélla fuera su primera visita y no supieran cómo comportarse. Unas ancianas se acurrucaban junto a los accesos de las casas, con sus caras arrugadas muy juntas, cotilleando. Por allí corrían jóvenes fornidos, manteniendo en equilibrio bandejas con comida. Y niñas con rostros pintados de blanco y labios rojos brillantes caminaban con paso solemne, llevando cartas o de la mano de alguien.

Edo era una ciudad ruinosa y temible, pero el Yoshiwara estaba abarrotado de gente en busca de placer. Hana miró alrededor, encantada con los olores, las imágenes y los sonidos. Pero la aprensión aún le atenazaba el vientre. Aquél no era lugar para ella.

Cuando ya había decidido decirle a Fuyu que había cambiado de idea y que debía irse en seguida, Fuyu le presionó el brazo, la empujó a una oscura calleja y la introdujo por una puerta. Habían llegado.

Una criada anciana, vestida con una chaqueta marrón, casi ya sin forma, sobre un quimono de color índigo, corrió a darles la bienvenida llevando una palangana con agua para que se lavaran los pies. Al internarse en la casa, Hana captó de un vistazo los largos pasillos y vio a hombres que desaparecían tras unas puertas de las que salían risas y músicas. Fuyu la condujo apresuradamente por galerías iluminadas con faroles, atravesaron una estancia tras otra, y luego abrió una puerta corredera.

Una mujer estaba arrodillada junto a una mesa baja, escribiendo en un libro de contabilidad a la luz de una lámpara de aceite. De espaldas presentaba un aspecto elegante y refinado. Vestía un quimono negro, liso, atado con un obi rojo, y llevaba el cabello recogido en un brillante nudo. Tenía junto a sí una pipa y una taza, y había una tetera borboteando sobre una estufa de cerámica.

Pero, cuando se volvió hacia ellas, Hana hubo de detenerse y retroceder al ver que su rostro era una red de arrugas, recubierta por una gruesa capa de polvos blancos que se hundía en cada surco. Llevaba los labios pintados de escarlata, sus ojos, recorridos por venas rojas, reflejaban una dolencia hepática, y tenía un lunar en la barbilla del que brotaba un pelo. Su porte, sin embargo, era tan orgulloso como si aún fuera una belleza famosa.

La mujer dirigió la mirada al sucio quimono de Hana y al mugriento chal con que se había envuelto la cabeza, y ella sintió un estremecimiento al darse cuenta de que había sido arrastrada hasta allí con el señuelo del bullicio, el colorido y el exotismo del Yoshiwara. Ahora la asaltó un frío helador. Había permitido que la condujeran a una trampa.

—Lamento la intrusión —susurró Fuyu, encogiendo servilmente los hombros y empujando a Hana para que se arrodillara.

—Oh, no. Otra vez tú, Fuyu —dijo la mujer en tono fatigado. Su voz era profunda y gutural, y hablaba con una entonación cantarina, en un dialecto que Hana nunca había oído—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que el negocio va mal? Sigues trayéndome a estas mujeres, pero todo lo que hacen es comer y dormir. No se ganan su manutención. Si me trajeras a una niña a la que formar, podríamos hablar de negocios. Pero una adulta sin entrenar... Traen más problemas de lo que valen. No me traigas más.

Volvió a su libro de contabilidad y tomó el pincel. De repente, Hana se sintió poseída por la rabia. No tenía la menor intención de humillarse ante aquella fea anciana.

—Yo puedo ir desaliñada, pero no me falta formación —dijo orgullosamente, sin preocuparse de las consecuencias—. Soy de buena familia, tengo cultura, sé leer y escribir. No he venido aquí en demanda de refugio. Puedo enseñar y ganarme la vida honradamente, pero si usted no me puede ofrecer un empleo que no me deshonre, me iré y probaré suerte en otro sitio.

La mujer se la quedó mirando, con sus ojos negros escrutándola desde sus repliegues pintados de blanco.

—Así que tiene voz —comentó en tono sorprendido—. Y audacia.

Un mechón del cabello de Hana había escapado de su chal y le culebreaba por la cara. La mujer se lo agarró y le dio un tirón. Hana se estremeció.

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