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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (10 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Anocheció temprano. Yozo dispuso una hamaca en la cubierta de cañones, cerró los ojos y, al cabo de un momento, cayó dormido, mecido por el balanceo y los crujidos del gran navío. De repente despertó con un sobresalto. Su hamaca se bamboleaba con tal fuerza que parecía a punto de arrojarlo al suelo. El buque estaba cabeceando violentamente.

Trepó por una escala hasta la cubierta superior, donde los ocho cabos de mar estaban aferrados al timón. Por encima del fragor de la galerna, pudo oír el chirriar de las cadenas de las anclas mientras el barco se encabritaba. Relámpagos difusos iluminaban el cielo, las nubes pasaban a una velocidad furiosa, y grandes olas saltaban sobre la cubierta, empapando a Yozo con agua helada. El gran barco se balanceaba como si fuera de juguete, con el viento azotándolo con tal violencia que parecía que de un momento a otro iba a arrancarlo de sus amarras y a estrellarlo contra la orilla.

Apareció Enomoto, procedente de su cabina, y dio la orden de levar anclas y aumentar el vapor. Yozo y Kitaro no tardaron en cumplir su turno al timón, luchando por mantener estable el barco, a la vez que intentaban maniobrar para llevarlo mar adentro, lejos del peligroso litoral. El viento aullaba sobre la cubierta, fustigándoles el rostro con aguanieve.

Cuando el siguiente turno acudió a relevarlos, Yozo se arrastró hasta la cubierta de cañones, helado hasta los huesos. Reinaba una oscuridad total, pues Enomoto había ordenado apagar los faroles por temor a un incendio. Con un solo farol encendido, Yozo inició las rondas, asegurándose de que las portas estaban bien cerradas y los cañones atados y en su lugar, cuando un embate lo proyectó al otro lado de la cubierta. Cayó hacia delante, golpeándose contra un cañón y estrellando el farol contra el piso. Quedó tendido en medio de la más completa oscuridad, sin aliento y aturdido, luego se puso de pie con más rapidez de la que se creía capaz, y sacudió la cabeza para silenciar el zumbido de sus oídos. Un pensamiento acudió a su mente con temible certeza: se iban a pique.

Se dirigió a la sala de calderas, tambaleándose de un lado a otro durante su recorrido hacia la escotilla, mientras el barco daba bandazos y la cubierta se elevaba violentamente. Sabía que el casco de roble era sólido, con sus treinta y cinco centímetros de grosor, de modo que sería precisa una grieta muy grande para atravesarlo. El barco constaba de ocho compartimientos estancos, y aun en el caso de que en uno de ellos se produjera una vía de agua, esta última tardaría en filtrarse al siguiente compartimiento. Con suerte la vía podía ser localizada y taponada antes de que ocasionara mayores daños. Pero algo en el modo en que el barco daba bandazos hizo sospechar a Yozo que no cabían muchas esperanzas. Fue dando traspiés hasta la escotilla y, en su precipitación, estuvo a punto de caerse por la escalera. Entonces un farol se le acercó bamboleándose. Era Enomoto.

Por un momento sus miradas se encontraron.

—Parece como si hubiéramos chocado contra una roca —dijo a gritos Enomoto, por encima del estruendo metálico y el rugido del barco—. He dado orden de levar anclas e invertir la marcha. Uno de los hombres ha ido a tratar de localizar la vía, y un par más está en las cubiertas inferiores, comprobando los daños.

Yozo asintió con gesto sombrío. Con aquel tiempo no había esperanzas de sumergirse para inspeccionar el casco: eso significaría una sentencia de muerte. Pero tenían que hacer cuanto pudieran.

En la sala de calderas, los sacos de carbón iban de un lado a otro mientras los fogoneros se apelotonaban. A la luz del farol sus caras ofrecían una expresión adusta. Trabajando frenéticamente habían localizado la sección dañada del casco y aislaron el primer compartimiento. Yozo oyó el estruendo cuando cerraron de golpe la siguiente serie de puertas a fin de aislar también el compartimiento contiguo, y fijaron los pernos. Algunos hombres quedaron atrapados dentro, y podían oírse sus gritos conforme ascendía el nivel del agua. Pero no había tiempo que perder. Debían salvar el barco.

Enomoto se arrodilló y pasó los dedos por el piso. Yozo también puso la mano en el suelo y su corazón le dio un vuelco. No había error posible. El agua se filtraba bajo las macizas puertas, cerradas con sus pesados pernos de hierro.

Yozo captó de una ojeada el rostro de Enomoto a la luz del farol. Estaba contraído, demacrado y macilento, con los ojos desorbitados y gotas de sudor brillaban en su frente. Yozo sabía que parecía tan trastornado como él mismo.

Hubo un prolongado silencio. Cuando Enomoto levantó la vista, había borrado de su rostro todo vestigio de preocupación.

—Saldremos de la tormenta —dijo a gritos, por encima del rugido de las máquinas. Había recobrado por completo la compostura. Todos se calmaron al oír su voz—. Lo llevaremos a puerto.

Pero Yozo sabía —todos lo sabían— que las posibilidades de llevarlo a puerto a tiempo para reparar la avería eran escasas. El temporal descargaba con tal fuerza que de ningún modo podrían salvar el barco. Estaba perdido.

Los hombres trabajaron toda la noche, haciendo funcionar las bombas y sacando el agua que continuaba filtrándose bajo las grandes puertas, hasta que, finalmente, tuvieron que cerrar otro compartimiento. Yozo no apartaba la vista del nivel del agua en la carbonera, pero pese a todos sus esfuerzos continuaba ascendiendo. El barco se escoraba de manera alarmante.

Cuando se hizo de día la tormenta persistía con toda su furia. Las olas azotaban el buque, barriendo las cubiertas con agua helada y amenazando con arrastrar a los hombres al mar. El viento aullaba y daba alaridos, levantando el barco y dejándolo caer de nuevo, y Yozo podía ver que estaba empezando a romperse bajo la violencia del viento y del oleaje.

En las cubiertas los hombres iban y venían tambaleándose, reuniendo el equipo y las armas. Desataron los treinta cañones y la ametralladora Gatling, y los lanzaron por la borda, como también las balas de cañón, las armas y municiones, e hicieron cuanto pudieron para aligerar el barco.

Por último se dejaron caer y permanecieron sentados, hablando ocasionalmente, pero la mayor parte del tiempo guardaban un sombrío silencio. Incluso a los marineros más experimentados el estómago no les admitía ningún alimento. Ya no quedaba nada por hacer, salvo esperar a que el barco se partiera ante sus propios ojos, y tratar de no pensar en su muerte. Habían estado demasiado ocupados para sentir miedo, pero ahora, sentados en cubierta, aguardaban el final.

Yozo mantenía la mirada fija ante sí. Pensó que, en el caso de enfrentarse a un ejército de miles de hombres, al menos podría luchar. Ésa era una manera de morir propia de un hombre. Pero hundirse en el océano y ser tragado por las aguas, desaparecer en las heladas profundidades y no dejar nada detrás...

Junto a él, la nuez de Kitaro se movía de forma convulsa en su garganta. Miraba al suelo, pasando las cuentas de su rosario entre los dedos e invocando el nombre de Amida Buda una y otra vez.

—Piensas demasiado —dijo Yozo.

—Precisamente cuando lo habíamos logrado —rezongó Kitaro—. Éramos los dueños de Ezo, y ahora...

—Conseguimos cruzar el Atlántico —replicó Yozo con firmeza—. Ahora no podemos morir. No cuando estamos tan cerca de casa.

Sucedió cuatro días antes de que el viento cesara. Los hombres que quedaron a bordo estaban hambrientos, helados y entumecidos. Al amanecer de ese cuarto día, tomaron lo que podían transportar y se arrastraron por la cubierta helada, que formaba una pendiente como la ladera de una montaña nevada. Debilitados y temblorosos, consiguieron botar las lanchas. Yozo observó impotente cómo un hombre resbalaba en el hielo incrustado en los peldaños, en el costado, se aferraba a los cabos por un momento y luego se desasía y se precipitaba a las negras aguas. Los demás permanecieron en silencio en cubierta, contemplándolo mientras se retorcía entre las olas unos momentos, para desaparecer luego. El agua estaba tan fría que sabían que perecería congelado, y que probablemente ellos serían los siguientes.

Yozo y Kitaro embarcaron en la última lancha. Mientras Kitaro descendía por los peldaños resbaló y logró por poco agarrarse al cabo. Quedó colgando por un momento, agitando desesperadamente sus delgadas piernas junto al casco, hasta que un pie tembloroso y luego el otro encontraron los peldaños. La lancha estaba tan atestada que parecía que iba a naufragar con toda seguridad si una persona más saltaba a ella.

Yozo continuaba en cubierta. Cuando miró en derredor, descubrió a Enomoto en el puente de mando, con el rostro demacrado y macilento, contemplando el buque partido como si no pudiera soportar decirle adiós. Yozo le dirigió un gesto desesperado, pero Enomoto permaneció en su lugar como si estuviera en trance, observando el barco. Yozo subió a toda prisa al puente, agarró a Enomoto de un brazo y tiró de él.

—¡Corra.

El barco se escoraba cada vez más. Casi tuvo que empujar a Enomoto escala abajo.

Soltaron los cabos y abandonaron el Kaiyo Maru a su suerte. Mientras daban bandazos sobre las olas, Yozo se volvió para dirigir una última mirada al barco que amaba y que se partía a trozos en el mar sembrado de fragmentos de hielo. Sintió como si todas sus esperanzas se fueran a pique con él.

9

A Hana la despertó el tañido de la campana de un templo, que reverberó en el aire glacial. Las cornejas volaban en círculos, con sus roncos graznidos atenuándose en la distancia, y de la calle llegaba el golpeteo de pasos.

Por un momento no supo dónde estaba; luego, a medida que la inundaron los recuerdos del día anterior, se estremeció de horror. Abrió los ojos con cautela. Unos quimonos de colores brillantes colgaban de las paredes, y montones de ropa de cama estaban desparramados por el suelo y de ellos asomaban cabezas, brazos y piernas. Tama, la mujer a la que había conocido la noche anterior, yacía junto a ella, con su voluminoso peinado aceitado sobre una almohada de madera y con la boca abierta, roncando suavemente. A la intensa luz del amanecer no parecía en absoluto una misteriosa belleza, sino una muchacha campesina y carirredonda.

Hana se sentó. Tenía que escapar, y rápidamente. Estaba segura de que debía haber lugares en el Yoshiwara donde pudiera encontrar trabajo, un verdadero trabajo. Sabía coser, sabía escribir y podía enseñar; podía hacer algo.

Tomó despacio su fardo y cruzó entre los cuerpos que roncaban. Tropezó con uno y dio un fuerte suspiro, temerosa de haber despertado a la mujer, pero ésta se limitó a gruñir y se dio media vuelta. Sorteando botellas volcadas de sake, cajas llenas de ceniza de tabaco y montones de bolas de papel de seda, Hana se deslizó a la estancia siguiente y luego a otra habitación más pequeña. El pasillo exterior estaba cubierto de comida desechada y de palillos usados, y apestaba a sake y a tabaco. Detrás de unas puertas cerradas retumbaban pesados ronquidos de hombres. Se oían voces y ruidos distantes, y Hana comprendió que en toda la casa había movimiento. Se apresuró por el pavimento abrillantado, avanzando y mirando en derredor cuando los tablones crujían, y así llegó a una escalera, por la que descendió peldaño a peldaño. Sus destrozadas sandalias de paja se hallaban en un estante, junto a la puerta que daba al exterior, donde ella las había dejado por la noche. Se las estaba calzando cuando se le acercaron unos pasos por detrás y se vio envuelta en una nube de perfume rancio. Una mano se cerró en torno a su brazo.

—¿Ya nos abandonas, querida? —inquirió una voz gutural—. Apenas has tenido ocasión de conocernos.

Sin su maquillaje, la piel de la anciana era gris como un arrozal en otoño, y su pelo, sorprendentemente blanco, era crespo como la cola de una ardilla.

—¿Cómo se atreve? —exclamó Hana—. Quíteme las manos de encima. No me puede retener aquí.

Empujó a la mujer con todas sus fuerzas y echó a correr hacia la puerta. Pero unas pisadas se acercaban corriendo y, antes de que pudiera abrirla, unas manos fuertes la habían agarrado y le inmovilizaban los brazos sujetándoselos a los costados. Se debatió y dio puntapiés, pero no pudo liberarse. Lo siguiente de lo que tuvo conciencia fue que la levantaban en vilo y la plantaban delante de la anciana. Ahogando un grito, se abrazó a sus rodillas.

—¡Déjeme ir! —gritó.

—No juegues con nosotros, querida. Eso no sirve. ¿No es así, padre.

El hombre de la noche anterior había llegado jadeando, con su ancho rostro enrojecido y sucio. Llevaba el moño torcido y se sujetaba el camisón con una mano de dedos gruesos. En la otra llevaba un grueso bastón. Sin detenerse a hablar lo alzó por encima de su cabeza. Hana captó en una rápida ojeada un pálido vientre que se bamboleaba, antes de recibir un bastonazo en el muslo. Dio un salto atrás, las lágrimas brotándole de los ojos. Por encima del alboroto pudo oír la voz de la mujer, que hablaba quedo, en tono desapasionado.

—¡Cuidado! En la cara no. No le dejes señales en la cara.

Hana se estremeció cuando él volvió a levantar el bastón.

—¡No tienen derecho a retenerme aquí! —gritó.

—No nos crees problemas —gruñó el hombre, descargándole un bastonazo en la espalda.

Hana se hizo un ovillo, tratando de protegerse de los golpes y llorando al recibirlos.

—Ya basta de jaleo —murmuró la anciana—. Los clientes saldrán de un momento a otro. No queremos organizar una escena.

Mientras el hombre y sus jóvenes cómplices la arrastraban fuera del vestíbulo, Hana arremetía contra ellos, dándoles puntapiés en las piernas y agarrándose a cualquier cosa que pudiera encontrar, tratando de arañar y morder, pero ellos eran mucho más fuertes. En algún lugar por el camino le arrebataron su fardo. A medias empujándola y arrastrándola, recorrieron pasillos y habitaciones cubiertas de cuerpos dormidos, hasta que llegaron a la parte posterior de la casa. Abrieron de un empellón la puerta de un almacén y la arrojaron al suelo de tierra.

Uno de los jóvenes la forzó a ponerse boca arriba, le rasgó el quimono, se puso a horcajadas sobre ella y se desabrochó su propia ropa. Hana captó de una ojeada un pene erecto y surcado de venas, y se retorció y pataleó horrorizada. Entonces apareció el anciano y apartó a un lado al joven.

—Ésta no —advirtió en tono brusco—. Tú te quedas aquí hasta que te calmes. —Y dirigiéndose al joven—: Átala.

—Por favor... no me dejen aquí —suplicó Hana entre jadeos.

Se produjo un ruido sordo cuando las grandes puertas se cerraron de golpe, dejándola sola en medio de la negrura y el frío.

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