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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (9 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Dirigió una mirada al comandante en jefe, sentado entre sombras, un poco alejado de los demás, calentándose las manos y contemplando las llamas. La hoguera resaltaba los rasgos angulosos de su cara, la luz parecía arder en sus ojos, y Yozo advirtió una inesperada suavidad en ellos, como si el comandante en jefe estuviera pensando desde hacía mucho en algo o en alguien. Apartó la vista, sintiendo que había invadido algún pensamiento privado.

—Eh, Tajima —lo llamó uno de los hombres—. Cántanos una canción holandesa. Algo triste.

Yozo frunció el ceño. Lo último que deseaba era atraer la atención hacia lo diferentes que eran del resto él y Kitaro.

—No sé cantar —murmuró.

—¡Una canción, una canción! —pidieron a gritos los hombres.

Kitaro estaba sentado junto a Yozo.

—Yo sé una canción —anunció.

Yozo lo agarró por un brazo y tiró de él, pero Kitaro se desasió y, achispado como estaba, se puso en pie. A la luz de la fogata su cuello, con su prominente nuez, parecía más largo y delgado que nunca. Se quedó un momento mirando el fuego, recordando la letra, y luego empezó a menearse y a entonar una canción marinera.

Te cantaré una canción, una buena canción del mar de una manera, eh, que deja al hombre sin palabras...

Yozo cerró los ojos. La letra extranjera lo transportó a lugares lejanos, a aquel viaje a Europa años atrás. De pronto se encontraba de nuevo en alta mar, con el olor a sal, sudor, petróleo y carbón en las ventanas de la nariz, oyendo a los marineros gritar rítmicamente a pleno pulmón mientras izaban y tensaban los cabos y desplegaban poco a poco la gavia. Pero los soldados se revolvían incómodos y se dio cuenta de que a sus oídos la tonada sonaba discordante y destemplada.

—¿Qué clase de canción es ésa? —espetó una voz.

Kitaro disminuyó el volumen de voz con que entonaba la canción marinera y se quedó mirando al suelo. Murmuró en tono hosco.

—Es una canción marinera. La cantábamos cuando izábamos la gavia.

—¿Y es así? —preguntó el comandante en jefe, arrastrando sardónicamente las palabras—. Me suena como un canto bárbaro. Vosotros dos sin duda conocéis muchas tierras extranjeras, pero si andáis con bárbaros demasiado tiempo empezaréis a oler como ellos. No olvidéis eso. Ya hemos aguantado bastante que los extranjeros invadieran nuestro país, vagabundearan por nuestro suelo, se inmiscuyeran en nuestras vidas y vendieran armas a nuestros enemigos. Pero vosotros tenéis aspecto de japoneses y podéis engañarnos haciéndonos creer que sois de los nuestros, ¿cómo podemos estar seguros de que no nos estáis espiando? Aquí no necesitamos vuestras maneras bárbaras.

Se produjo un asombrado silencio, y luego un soldado tomó un shamisen y empezó a tocar una melodía nostálgica.

—Sois valientes y por esta vez lo dejamos pasar —dijo el comandante en jefe mirando a Yozo con el ceño fruncido—. Pero no volváis a ofender nuestros oídos con vuestras feas canciones bárbaras.

—Los bárbaros también tienen corazón —manifestó una voz áspera, en un japonés con un fuerte acento extranjero.

El comandante en jefe se volvió despacio. Una figura alta y fornida, con los ojos hundidos y un mostacho crespo, se hallaba en cuclillas sobre una roca envuelta en sombras. Era Jean Marlin, el adusto francés de mandíbula prominente que había acompañado a las tropas del general Otori.

Los hombres dejaron un espacio junto a la hoguera. Marlin era un bárbaro, de eso no cabía duda, pero también era un amigo, un buen soldado y un instructor. Se le debía respeto.

El comandante en jefe emitió un gruñido y Yozo se puso tenso, sintiendo sus ojos sobre él y sobre Kitaro. A la luz de la hoguera su rostro resultaba tan impenetrable como las máscaras que llevaban los actores en los dramas no. Al comandante lo habían puesto en evidencia, y se lo haría pagar, aunque eso fuera injusto. Tendrían que estar en guardia.

8

A primera hora del día siguiente, Yozo y Kitaro partieron hacia el puerto a la cabeza de un contingente de soldados. La ciudad de Hakodate se distribuía desordenadamente por la llanura y, mientras cabalgaban por las anchas calles, entre montones de nieve amontonada, Yozo no podía dejar de advertir lo pequeñas y míseras que eran las casas de madera. De la nieve depositada en los tejados sobresalían adoquines cuya finalidad era evitar que los persistentes vientos arrancaran las tejas. Unas mujeres envueltas en gruesos vestidos, con venillas rojas en la cara y manos hinchadas y agrietadas, permanecían con gesto adusto junto a tenderetes en los que vendían pieles de oso y nutria, y pieles y cornamentas de ciervos. En otros puestos se retorcían los salmones, y también se ofrecían trozos de carne de oso y de ciervo. Era un lugar desolado.

Sonrió cuando percibió el olor del mar y apretó el paso. Corrieron por el camino que discurría entre el océano y la abrupta ladera del monte Hakodate, en dirección al puerto, donde el agua, gris y sombría, se arremolinaba bajo el cielo plomizo. Los juncos fondeados cabeceaban y las gaviotas graznaban, lanzándose en picado para posarse sobre las olas, subiendo y bajando como puntos negros en el oleaje. Unas escarpadas colinas cubiertas de nieve rodeaban la bahía. Era un puerto perfecto, tal como había dicho Enomoto, con tierra por tres lados, que lo protegían de los vientos glaciales y de las grandes olas.

Yozo puso a los soldados a trabajar junto a la muchedumbre de obreros portuarios, que retiraban la nieve con palas a fin de despejar los atracaderos. Avanzada la tarde, cierto sexto sentido le hizo levantar la vista. Las colinas al otro lado de la bahía se desdibujaban a la luz del atardecer, y un rayo de sol extraviado iluminaba las aguas grises. Bordeando tímidamente el cabo, asomaba el extremo de un familiar bauprés. Yozo sintió que su corazón aceleraba sus latidos, y su respiración se hacía más rápida.

—¡El Kaiyo Maru! —exclamó.

Kitaro se enderezó y profirió gritos de gozo cuando aparecieron una lustrosa proa y un casco reluciente, y luego unas velas hinchadas. En lo más alto del palo mayor ondeaba la estrella de cinco puntas de la Alianza del Norte, y en el mástil popel, el sol rojo del Japón. En lugar de un mascarón, se había grabado en la proa la divisa del shogun, una malva real. Los soldados arrojaron sus palas y prorrumpieron en vítores.

Yozo leyó la señal: un despliegue multicolor de banderas izadas en los mástiles: «¿Todo despejado en tierra?.

Sacó su espejo de señales del bolsillo del reloj, enfocó el sol y transmitió un mensaje de respuesta con una serie de destellos largos y breves: «Todo despejado.» Una réplica destelló en la cubierta superior: «Atracamos.» Se produjo una andanada de detonaciones ensordecedoras y se alzaron columnas de humo de las portas. Los obuses impactaban en el agua, levantando rociones mientras los estampidos reverberaban en las colinas.

Los soldados alineados en tierra observaban, haciendo visera con las manos y dándose golpes en la espalda unos a otros mientras el buque hacía su majestuosa entrada, como un gran cisne blanco. Los otros siete barcos de la flota se deslizaban en las aguas del puerto en una larga formación tras él.

«¡Banzai! ¡Banzai!», gritaban los hombres hasta enronquecer. El éxito les sonreía. El Fuerte Estrella era suyo, como también la ciudad de Hakodate. Sólo había otras dos ciudades en la isla —Matsumae y Esashi—, y una vez conquistadas, todo Ezo estaría en manos norteñas. Finalmente había llegado su momento.

Avanzada la noche, Yozo saltó a bordo desde la pasarela, encantado de sentir de nuevo bajo sus pies el balanceo del barco. Se dirigió a la cabina del capitán, mirando en derredor por el camino, tomando nota de todo. Escrutaba cada tablón y cada clavo, asegurándose de que todo estaba conforme. El Kaiyo Maru no era suyo y nunca podría serlo, ni de ningún otro hombre; pertenecía al shogun, al país. Aun así, todos los que lo tripulaban lo querían. Pero su amor, pensaba Yozo, era mayor. Estuvo presente desde el comienzo, cuando no era más que un parpadeo en el ojo del shogun; estuvo presente cuando se encargó y supervisó su construcción; estuvo presente, muy orgulloso, en su botadura y navegó a bordo el equivalente a media vuelta al mundo, de regreso al Japón. Sus destinos estaban unidos.

Enomoto se encontraba en su cabina recogiendo sus papeles. Levantó la mirada cuando Yozo empujó la puerta. El entorchado dorado de su uniforme negro brilló cuando el esquivo almirante, centímetro a centímetro, se puso de pie. Luego su rostro severo se relajó en una sonrisa mientras sus ojos se iluminaban a la vista de su amigo.

—Precisamente el hombre al que yo quería ver —dijo, radiante—. Nos ha dado trabajo traer el barco hasta aquí. Este tiempo es duro para la tripulación, pero tuvimos buen viento de popa. —Se paseó hasta una vitrina y estudió la hilera de botellas que contenía—. Siéntese —dijo, señalando una silla con patas curvas en forma de garras de león.

Con su escritorio de palo de rosa, las pinturas de paisajes holandeses, la librería brillante, la alfombra roja, la mesa de comedor donde Enomoto cenaba solo o con sus oficiales y el oratorio en la pared, aquello parecía palaciego, en particular tras los rigores de la larga marcha a través del paso cubierto de nieve, en dirección al fuerte. También resultaba no poco desconcertante hallarse en aquel gran salón holandés, en aquel rinconcito de Holanda, balanceándose suavemente en el agua bajo los cielos grises de Ezo.

Los demás consideraban que Enomoto vivía por encima y apartado de sus hombres. Era responsable de las vidas y del bienestar de su tripulación, y demandaba de ella obediencia y lealtad totales. Sólo cuando quedaban a solas él y Yozo podía distenderse. Ahora sacó una licorera de cristal tallado.

—¿Se acuerda de aquel coñac que me traje de Francia.

Yozo sonrió. Conocía el ritual.

—Lo ha hecho durar.

—Lo reservo para las ocasiones especiales.

Con una floritura, Enomoto retiró el tapón de la licorera y sirvió un par de copas. Luego sacó una caja de cigarros, ofreció uno a Yozo y, a continuación, encendió el suyo. Permanecieron sentados un rato en un silencio afable, con las exhalaciones de humo elevándose sobre sus cabezas. La fragancia devolvió a Yozo a las elegantes salas de estar de Europa, a los clubes masculinos, amueblados con sillones de cuero y poblados de hombres corpulentos, de nariz enrojecida, piel áspera y pálida, y voces resonantes.

—Así que se ha defendido bien —dijo finalmente Enomoto.

—Hice lo que pude.

—Y el Fuerte Estrella es nuestro. —Enomoto dirigió una mirada dura a Yozo, con una decisión de acero reflejada en sus ojos—. Dígame qué pasó. Cuénteme la verdadera historia. No tardaré en disponer de la versión oficial.

—Es fácil de explicar. Estaban tan bien armados e instruidos como nosotros. Pero no estaban preparados para morir. No resistieron mucho tiempo; de hecho, muchos huyeron. Si las guarniciones de Matsumae y Esashi se muestran tan poco entusiastas, será un paseo militar.

Enomoto asintió y dio una calada a su cigarro.

—Un hombre de los buenos. ¿Y el comandante en jefe.

Yozo sabía que ésa era la pregunta que realmente quería formular Enomoto. Se quedó mirando la alfombra roja.

—No me corresponde juzgar al comandante en jefe —dijo finalmente.

—Nos conocemos desde hace tiempo, Yozo, y no hay nadie delante. Dígame, ¿es bueno como estratega o sólo como espadachín? ¿Podemos confiar en él.

—Es un guerrero formidable. Lo que me preocupa es si aceptará la autoridad de usted una vez que hayamos conquistado la isla.

Diez días después de su llegada a Hakodate, Yozo y Kitaro volvieron a bordo del Kaiyo Maru cuando zarpó, bordeando el cabo, rumbo a la ciudad de Esashi. El comandante en jefe ya había tomado Matsumae —la otra ciudad leal a los sureños— con la ayuda de otro barco de la flota del Norte.

Yozo estaba en cubierta cuando se avistó el castillo de Matsumae. Estaba en ruinas. Las macizas murallas de piedra se hallaban maltrechas, derruidas, como una boca con los dientes rotos, castigadas y llenas de impactos de cañonazos. Las tejas estaban rotas y sueltas. Sobre la nieve asomaban vigas quebradas. En lo alto de la ciudadela ondeaba la estrella de cinco puntas de la Alianza del Norte. La ciudad había quedado destruida por el fuego, y columnas de humo se elevaban de los edificios ennegrecidos.

—Desde luego que el Comandante Demonio ha hecho ahí un trabajo concienzudo —observó Yozo—. Parece que se lanzó sobre la ciudad con todos sus recursos. Plantea cada batalla como una venganza personal. Ese castillo se edificó hace mucho tiempo, y no resistiría un fuego de cañón y de fusilería prolongado. No creo tampoco que sufriéramos demasiadas bajas.

—Con un poco de suerte, los sureños estarán liando sus petates en Esashi —dijo Kitaro—. Querrán retirarse antes de que llegue el comandante en jefe.

Las ruinas de Matsumae se borraban en la distancia, mientras el Kaiyo Maru bordeaba el cabo y tomaba rumbo norte, siguiendo la costa occidental de la isla. Pero mientras avanzaba sopló un viento que levantó oleaje, amenazando con estrellar el barco contra las rocas del litoral. Enomoto se apresuró a transmitir la orden.

—A toda máquina, cambio de rumbo.

Los marineros plegaron las velas y los fogoneros cargaron las calderas hasta su máxima capacidad, pero fueron los cabos de mar quienes lograron mantener firme el buque.

La nieve caía copiosamente cuando se avistó Esashi. Era un lugar inhóspito, azotado por los vientos, con núcleos dispersos de casas míseras apiñadas en los salientes de las colinas, enterradas en nieve. Los hombres cargaron y dispusieron los cañones y los apuntaron hacia las murallas de la ciudad, pero el lugar permanecía extrañamente silencioso. Parecía una ciudad fantasma.

Yozo y Kitaro se hallaban en el puente con Enomoto, mirando por sus catalejos.

—Tenías razón —le dijo Yozo a Kitaro—. La guarnición ha huido.

—Así que la ciudad es nuestra sin combatir —concluyó Kitaro con el rostro radiante.

—Parece como si las fuerzas terrestres aún no hubieran llegado —comentó Enomoto, que se hallaba junto a ellos—. Mandaremos un contingente de ocupación para controlar la ciudad. Con este tiempo sería mejor no atracar y mandar a tierra cuantos más hombres mejor. Comprueben los sondeos. Fondearemos a prudencial distancia de la costa.

Los marineros recogieron velas y cerraron las escotillas, mientras una lancha zarpaba hacia la ciudad, cabeceando precariamente en medio del oleaje. Los de la lancha informaron de que todo estaba despejado. Desembarcaron la mayoría de los trescientos cincuenta marineros, junto con las tropas, que emplearon lanchas lanzadera del buque a la ciudad. Enomoto permaneció a bordo junto con Yozo, Kitaro y una reducida tripulación de unos cincuenta hombres para atender el barco.

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