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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (4 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Procurando no ser presa del pánico, dobló una esquina, se internó en otra calle y fue a parar junto a un ancho pozo con una tapa y una bomba, bañado por un rayo de sol. Había frente a ella un establecimiento de baños, de donde salían luz y nubes de vapor. Una mujer salió llevando unas toallas envueltas en un paño húmedo. Su cara regordeta estaba colorada y brillante, y llevaba otra toalla enrollada en la cabeza. Hana corrió hacia ella, aliviada de ver a alguien —a cualquiera— a quien pudiera aproximarse.

—Usted perdone —dijo, jadeando—. ¿Podría decirme...? ¿Sabe usted... —Se detuvo, tratando desesperadamente de recordar el nombre que su marido le había dicho. Entonces saltó a su mente—... dónde está la Chikuzenya? —Lo repitió, con tanta claridad como pudo—: La Chikuzenya.

La mujer se la quedó mirando.

—Naturalmente; todo el mundo conoce la Chikuzenya. Es por ahí. —Agitó una ancha mano roja—. Siga recto hasta el final del callejón, luego tuerza a la izquierda, luego a la derecha y verá la calle principal frente a usted. La Chikuzenya estará a su izquierda; no tiene pérdida. Lo único es que...

Pero Hana ya había emprendido la marcha, recordando al escribiente de la Chikuzenya, con sus gafas redondas, que solía llegar a la casa con sus afanosos aprendices doblados bajo el peso de abultados fardos de seda. La Chikuzenya era una de las mayores tiendas de confección de Edo. Allí había personas que la conocían y que la acogerían hasta que su marido regresara de la guerra y la recogiese. Enviaría un mensaje a Oharu y a Gensuké diciéndoles dónde estaba. Todo acabaría bien.

No tardó en encontrar la calle principal, una amplia vía bordeada por edificios de madera de dos pisos pero, para su consternación, también parecía abandonada, y todas las casas que podía ver aparecían tapiadas. Los paneles correderos estaban mugrientos, y los tablones, agrietados y podridos.

Entonces vio moverse una cortina hecha jirones. Estaba tan andrajosa que resultaba casi imposible distinguir lo que había pintado en ella. Forzó la vista, con el corazón en la boca, y distinguió un desvaído círculo con un carácter trazado en medio: Chiku. Era la Chikuzenya.

Hana inclinó la cabeza, desvanecida su última brizna de esperanza. Caía la noche, las calles pronto se volverían aún más peligrosas, ella estaba abrumada por el cansancio y no había comido en todo el día. Y lo peor de todo: estaba empezando a nevar.

Helada y tiritando, se desplomó en la calle, apoyada contra un panel, se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar.

3

Yozo Tajima abrió la escotilla y expuso la cabeza al vendaval.

El viento y la nieve le azotaron la cara. Salió, cerró la escotilla tras de sí y la cubrió con una lona. Había sólo unos pocos pasos hasta el timón, pero el viento era tan fuerte que apenas podía avanzar. Por encima del aullido del temporal y de los crujidos y el rechinar del gran barco, podía oír la amenazadora agitación de una vela. Se apartó unos mechones de cabello del rostro y se desprendió de los copos de nieve adheridos a su rostro, levantó la vista y vio que el juanete principal se había soltado.

La nieve se abatía sobre la cubierta, castigándole la cara y las manos como una lluvia de alfileres, y su capa de paja se agitaba incontrolablemente, amenazando con volar por los aires. La agarró con sus grandes manos de hombre de la mar y, por un momento, llegó a preguntarse qué estaba haciendo allí. En toda su vida nunca había esperado tener que enfrentarse a un temporal, navegando hacia el norte por mares desconocidos y en la peor estación del año.

Pero allí estaba él, un joven de veintitantos años, aventurero y fuerte. Y aunque era diferente de los demás marineros a bordo —personajes nervudos y zambos, procedentes de familias de piratas del mar Interior, o navegantes muy bebedores salidos de los muelles de Nagasaki—, era un marino competente. En ello cifraba su orgullo.

El barco dio un bandazo y los mástiles se inclinaron hacia las negras aguas. El viento aullaba entre las jarcias y la cubierta se ladeaba hasta quedar casi vertical. Yozo saltó para agarrar un cabo y se colgó de él hasta que el barco recuperó su posición normal. Unos marineros cubiertos de nieve pasaron, agachados, luchando contra el vendaval.

Frente a él, los cabos de mar estaban amarrados al timón, y pugnaban por mantener la nave a favor del viento. Dos de los hombres protegían sus uniformes con pieles de perro, y los demás llevaban capas de paja que, como la de Yozo, aleteaban incontrolablemente. Su aspecto era lamentable, aferrados denodadamente al timón. Uno de ellos, un joven escuálido y de baja estatura, no colaboraba en la tarea. Su rostro, picado de viruelas, estaba consumido y pálido, y sus ojos, en blanco a causa del agotamiento.

—¿Cómo te llamas, chico? —le preguntó Yozo a gritos, con el viento arrancándole las palabras de la boca.

—Gen, señor —respondió el muchacho, con los dientes castañeteándole.

—Ve bajo cubierta, Gen, y ponte ropa seca.

Cuando Gen se desató, Yozo ocupó su puesto al timón, empuñando los radios con sus manos fuertes.

—¡Todo a estribor! —gritó.

Los ocho hombres empujaron, poniendo en tensión todos sus músculos, y el gran timón empezó a girar. Yozo sintió la vibración del barco al situarse a favor del viento. Estaba empapado, helado hasta los huesos y con las manos en carne viva por aferrar el gobernalle, pero experimentó una oleada de satisfacción, de puro placer, cuando el poderoso navío se doblegó a su voluntad.

Conocía el Kaiyo Maru: cada curva y cada ángulo, tan íntimamente como una amante. Lo conocía cuando estaba inmóvil, con las velas plegadas, alto y majestuoso, o cortando aguas en calma, dejando atrás su estela de espuma, o avanzando adusto, atestado de hombres y carga. Le gustaba la sensación de su mano en el timón, la vibración que ascendía por él, los ritmos y crujidos del casco y de las jarcias, y el cabeceo cuando navegaba por mares tormentosos.

El Kaiyo Maru era el buque insignia, el mejor y más moderno barco de guerra de la flota del shogun. Al servicio de las fuerzas del Norte, había logrado una resonante victoria en la batalla naval de Awa. Era pequeño, como lo eran los barcos de guerra, aparejado con velas cuadradas y tres palos, desplazaba 2.500 toneladas e iba equipado con máquinas de vapor de 400 caballos, alimentadas con carbón. Sólo contaba con 31 cañones y su tripulación constaba de unos 350 hombres, reclutados en los puertos y muelles del Japón. También embarcaba un contingente de tropas, unos quinientos o seiscientos hombres, todos los que podían acomodarse a bordo.

Junto con los otros siete barcos que formaban la flota del shogun, navegaba hacia el Norte. Todos sabían que era una aventura imprudente llevar esa ruta en aquella época del año, pero nadie imaginó lo malo que iba a ser el tiempo. Sin embargo, tenían pocas opciones. Estaban en el bando equivocado de una amarga guerra civil, eran los perdedores de una revolución que había visto a su señor feudal, el shogun, arrojado del poder y reemplazado por sus antiguos enemigos, los hombres de los clanes del Sur.

La mayor parte de los aliados del shogun capitularon ante los sureños, pero no así el almirante Enomoto. Se le había encomendado entregar la armada del shogun a los nuevos dueños del país, pero él no era hombre para obedecer órdenes del enemigo. Se negó y, junto con Yozo y todos cuantos permanecían leales al shogun, escapó al Norte, llevándose los ocho barcos del shogun. Ahora luchaban no sólo por sus ideales sino por su mera supervivencia.

Mientras Yozo permanecía inclinado sobre el timón, recordaba a Enomoto paseando por su cabina. Sabían que debían ir a alguna parte, y con urgencia. Pero ¿adónde.

—¡A la isla de Ezo! —exclamó Enomoto, con el rostro iluminado por la inspiración.

Ezo era una gran isla en la frontera septentrional del Japón, allá donde el país se enfrentaba a la naturaleza salvaje. Sólo en la franja más meridional de la costa había asentamientos; el resto permanecía prácticamente deshabitado. Todo cuanto tenían que hacer los ejércitos del Norte era mantener una base firme allí, reunir sus fuerzas y, cuando llegara la primavera, marchar contra el Sur y recuperar el país para el shogun.

—El Fuerte Estrella es la clave de toda la isla —dijo Enomoto desplegando el mapa—. Es la principal defensa de la ciudad de Hakodate. Si podemos capturar el Fuerte Estrella, la ciudad será nuestra. Tiene un puerto perfecto, de mucho calado y protegido por colinas, de modo que anclaremos nuestra flota y luego acudiremos a los consulados extranjeros de Hakodate, explicaremos nuestra causa y obtendremos el apoyo del resto del mundo. Sólo hay otras dos ciudades en Ezo: Matsumae y Esashi. Las conquistaremos fácilmente y la isla será nuestra. Fundaremos la república democrática de Ezo en nombre del shogun, con Hakodate como capital, y desde allí podremos avanzar hacia el Sur y recuperar el resto del Japón.

»Después de todo, tenemos el Kaiyo Maru —exclamó Enomoto elevando la voz—. Aquel que tiene el Kaiyo Maru tiene el Japón. ¡La guerra aún no ha terminado.

4

Yozo observaba a través de la nieve la figura encorvada sobre la bitácora. El oficial de guardia se enderezó e hizo bocina con las manos. Sus palabras llegaron débilmente a través del violento temporal.

—Este, una cuarta al noreste, media al este. Mantengan el rumbo.

Yozo había estado a bordo de otro barco, el Calypso, unos seis años antes, que se dirigía a Europa. ¡Qué aventura aquélla.

Desde tiempo inmemorial, al pueblo japonés se le había prohibido abandonar el país bajo pena de muerte, y los únicos bárbaros occidentales a los que se permitió la entrada fueron los holandeses, que vivían en el reducido enclave de Deshima, frente a Nagasaki. Desde que era un niño, a Yozo lo había fascinado la cultura occidental, y su padre, de mentalidad liberal, lo envió a la escuela del doctor Koan Ogata, donde la enseñanza era de tipo holandés. Apenas había completado sus estudios allí cuando finalmente se levantó la prohibición de viajar al exterior, y se difundieron noticias de que el gobierno buscaba quince jóvenes leales dispuestos a trasladarse al extranjero durante tres o cuatro años.

Ahora, de pie en la cubierta barrida por la nieve, Yozo recordaba el viaje a Edo, las interminables entrevistas con viejos cortesanos en cámaras de audiencia del castillo del shogun, y cómo esperó con el corazón lleno de ansiedad la decisión sobre la prueba. Apenas pudo creerlo cuando fue elegido.

Finalmente, el undécimo día del noveno mes del segundo año de Bunkyu, 2 de noviembre de 1862 según el calendario de los bárbaros, se puso en camino. Junto con Enomoto y otros trece, fue a aprender lenguas occidentales y ciencia occidental y a estudiar materias como navegación, artillería e ingeniería. Y lo más importante: encargar y supervisar la construcción de un buque de guerra, el primero que el Japón había pedido, y regresar navegando en él.

Tras seis largos meses en el mar, Yozo llegó a Holanda. Junto con sus colegas, presentó el encargo del barco y, de vez en cuando, acudían al astillero a vigilar la construcción, pero también viajaron a Londres, París y Berlín. Yozo vio por vez primera trenes y barcos, descubrió cómo funcionaba el telégrafo, y pronto se sorprendió de la forma en que el agua manaba de un grifo y no de un pozo, y de que las calles y las casas ricas no se iluminaran con velas y faroles sino con gas.

Tres años después de su llegada, el nuevo buque de guerra, el Kaiyo Maru, fue botado, y Yozo y sus colegas zarparon de regreso al Japón. Fue un espantoso retorno a la patria. Al poco tiempo el shogun fue despojado del poder. Decidido a luchar hasta el fin en favor de su señor feudal, Yozo y su amigo Enomoto se unieron con su gente a la resistencia del Norte, llevándose consigo el Kaiyo Maru y toda la flota del shogun.

Apareció un hombre de la tripulación, que surgió de la torrencial nevada como un espectro, deslizándose y resbalando en la cubierta helada. Apretó la boca en la oreja de Yozo.

—Órdenes del capitán. Lo reclaman abajo. Yo lo sustituyo.

Cuando Yozo abrió la escotilla, escapó de ella una ráfaga de aire cargado de humo, espesado por la carbonilla y la combustión del petróleo. Bajó con dificultad la escalerilla y penetró en la oscuridad que imperaba bajo cubierta, pugnando por mantener el equilibrio mientras el viento lo golpeaba por detrás. Estaba helado hasta los huesos y cubierto de nieve de pies a cabeza. Enderezó y flexionó las manos, tratando de recuperar el tacto, y luego, con dedos rígidos, buscó a tientas su capa de paja y retiró la capucha. La nieve se precipitó y se desparramó por el suelo. Su vistoso uniforme de estambre, con sus galones y sus botones dorados, estaba completamente empapado.

Al pie de la escalera había un hombre alto, flaco, con largos dedos huesudos y un cabello negro alborotado sobre un rostro pálido, de mejillas hundidas. Kitaro Okawa, el menor de los quince aventureros que habían viajado a Europa, era el intelectual del grupo, y todavía ahora parecía demasiado joven para ser un marino experimentado. Tenía unos ojos grandes, que revelaban sensibilidad, y su cuello era tan delgado que su «garganta de Buda» —o sea su nuez— sobresalía desagradablemente. Yozo podía verla moverse arriba y abajo cuando hablaba. Llevaba el fino cabello sujeto en un desaliñado moño en lo alto de la cabeza.

—Nos esperan ahí abajo —dijo, alargando una toalla a Yozo.

Yozo se frotó la cabeza y la cara, y se echó atrás el pelo con las manos. Su aspecto no era el adecuado para entrar en la cabina del capitán. Dirigió una mirada a Kitaro.

—Tenemos trabajo —dijo Kitaro, encogiendo sus huesudos hombros.

Mientras atravesaban la cubierta de cañones, en penumbra, el aullido del temporal y las olas al estrellarse en el exterior quedaban amortiguados, ahogados por el chirriar de los cañones al desplazarse sujetos a sus amarras, y por el entrechocar de platos y cuencos que iban de acá para allá con cada bamboleo del barco. Unas pocas lámparas de petróleo colgaban de unos ganchos, arrojando una oscilante luz amarilla, pero la mayoría habían sido apagadas por temor a un incendio. Bajo el distante rugido de la caldera, podían oír el amortiguado cacareo de los pollos y el balido de protesta de las cabras.

La cubierta de cañones estaba abarrotada de hombres. La tropa, que tan confiada había subido a bordo y había formado tan orgullosamente en el castillo de proa, ahora estaba tumbada como heridos en un campo de batalla. Algunos se balanceaban en hamacas tendidas por encima de los cañones y de las mesas de comer; en cualquier sitio donde pudieran hallar un hueco. El resto estaba tendido en delgadas esteras de paja o directamente sobre las tablas, con los ojos cerrados y los rostros pálidos. El recinto hedía a vómitos.

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