Read La cortesana y el samurai Online

Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (2 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
2.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—El Norte aún resiste —comentó el marido—. Podremos frenar allí el avance del Sur. El pueblo de Edo tendrá que soportar la ocupación hasta que regresemos y recuperemos la ciudad y el castillo.

Se volvió hacia los jóvenes situados junto a la puerta principal y gritó: «¡Ichimura!» Se adelantó un sujeto alto y desgarbado, con el pelo encrespado como si fuera maleza. Mirando en derredor nerviosamente, sus ojos encontraron los de Hana y se ruborizó hasta los lóbulos de sus grandes orejas. Ella sonrió y bajó la mirada, cubriéndose la boca con las manos. Su marido empujó al joven hacia el suegro de Hana.

—Mi leal lugarteniente —dijo, palmeándolo en la espalda con tal fuerza que lo hizo tambalearse y adelantarse un par de pasos. Ichimura se inclinó hasta que su frente casi rozó el suelo—. No es una belleza, pero es un buen espadachín y también puede aguantar la bebida. Confío en él para todo.

Al ver cómo tropezaba torpemente con una piedra del pavimento cuando volvía a reunirse con sus camaradas junto a la puerta, Hana sintió una punzada de tristeza. Se mordió súbitamente el labio al comprender que quizá no volvería a ver a ninguno de ellos.

Los sirvientes, alineados a lo largo del sendero entre la puerta de la casa y la que daba al exterior, lloraban. El marido de Hana era un amo temible, y ellos le tenían miedo, pero también lo respetaban y sabían que era un reputado guerrero. Se acercó a la fila y se dirigió a cada uno sucesivamente.

—Tú, Kiku, asegúrate de que no falte leña para los fuegos. Jiro, acarrea con regularidad leña y agua. Oharu, cuida de tu señora. Y Gensuké, vigila los fuegos y a los intrusos.

Incluso el anciano y cojo Gensuké se frotaba los ojos. Hana estaba próxima a la cabecera de la fila, detrás de su suegra, y delante de Oharu, su doncella. Cuando su marido se acercó, percibió el olor de la pomada de almizcle que usaba. Él le alzó la barbilla y ella vio su rostro enérgico y sus ojos penetrantes, sus pobladas cejas y su espeso cabello negro aceitado formando un lustroso moño. Había mechones grises en él, de los que Hana no se había percatado antes. Lo miró y comprendió que podía ser la última vez que lo viera.

—Ya sabes cuál es tu deber —le recordó su marido con aspereza—. Sirve a mi madre fielmente y cuida de la casa.

—¡Déjame ir contigo! —dijo Hana con vehemencia—. Hay batallones de mujeres en el Norte que luchan con alabardas. Puedo unirme a ellas.

El marido dejó escapar una carcajada, y el pliegue entre sus cejas se hizo más profundo.

—El campo de batalla no es lugar para una mujer. Pronto lo descubrirías. Tu tarea consiste en cuidar de mis padres y en defender la casa. Experimentarás la misma emoción aquí; incluso más, tal vez. No quedarán hombres; no habrá nadie más que tú, no lo olvides. Es una carga pesada.

Ella suspiró e inclinó la cabeza.

—Recuerda —prosiguió su marido, agitando ante ella un dedo largo, no exento de elegancia—, mantén las puertas exteriores protegidas con barricadas y los paneles correderos atrancados, y no salgas a menos que no te quede otro remedio. La ciudad está ahora en manos enemigas y nadie patrulla las calles. Los sureños saben quién soy, y pueden vengarse atacando a mi familia. ¿Recuerdas lo que te dije.

—Si todo lo demás fracasa, si yo me encuentro en peligro, he de ir al Puente del Japón y preguntar por... la Chikuzenya.

—Han servido a nuestra familia durante generaciones. —Su rostro se suavizó y tomó de nuevo la barbilla de Hana en su mano—. Eres una criatura buena y valiente. Estoy satisfecho de haberme casado con una muchacha samurái. Tienes un corazón de guerrero. Recordaré este rostro encantador cuando esté en el campo de batalla, y me darás un hijo cuando vuelva.

Dirigió una reverencia a su padre y le pidió la bendición, y luego se volvió hacia la puerta principal. Los hombres ya estaban formados allí. Guardaron silencio mientras él ocupaba su lugar al frente de la tropa. Hana, sus suegros y los sirvientes permanecieron inclinados hasta que la última chaqueta azul hubo desaparecido. El ruido de las pisadas se desvaneció en la distancia, y todo lo que pudo oírse fue el rumor de los insectos, el piar de los pájaros y el crujido de las hojas.

Invierno

1

Mes 10.º, Año del Dragón, Meiji .

(diciembre de 1868)

Hana estaba arrodillada, acurrucada junto al brasero, en la gran estancia principal de la casa, leyendo detenidamente un libro a la luz de un par de velas, tratando de concentrarse en el relato y olvidar el silencio y la melancolía que la rodeaba. Entonces, en la distancia, oyó un ruido. Con el corazón palpitante, levantó bruscamente la vista y escuchó, temblorosa, sin atreverse a respirar. Primero fue un rumor, que luego creció hasta semejar el estruendo de un alud: una muchedumbre de pies calzados con sandalias de paja retumbaba ante los muros de la casa.

Los pasos se acercaban. Un estampido se propagó por el aire quieto, recorriendo las oscuras habitaciones, hasta llegar a ella. Quienesquiera que fuesen, estaban golpeando la pesada puerta exterior de madera. Permanecía con los cerrojos echados y barrada, siguiendo las instrucciones de su marido, pero no tardarían en derribarla. Hana sabía que nadie hacía visitas en tiempos como aquéllos. Sólo podían ser soldados enemigos que se proponían llevársela o matarla.

Apretó los puños, tratando de calmar el nudo de pánico que tenía en el estómago. Su marido había dejado un arma de fuego para ella en el cajón de una de las grandes cómodas, pero Hana nunca había disparado una. Pensó que era mejor su alabarda.

La alabarda era el arma de la mujer. Era ligera y larga, el doble de la estatura de una mujer y tres veces más larga que una espada de samurái, lo cual significaba que si un hombre cargaba contra ella con su espada desenvainada, la mujer dispondría de un breve instante para, si era diestra, herirlo en las pantorrillas antes de que la alcanzara. Los espadachines se protegían instintivamente la cabeza, la garganta y el pecho, pero un golpe en las pantorrillas siempre los cogía por sorpresa.

Hana había estudiado la alabarda desde que era una niña. Cuando la blandía la sentía parte de su propio cuerpo, y las diferentes posiciones y los cinco golpes —ataque, tajo, estocada, esquivar y bloquear— eran tan naturales para ella como respirar. Pero hasta el momento sólo había luchado con palos de madera, para entrenarse. Nunca había tenido la oportunidad de utilizar un arma real.

Se levantó de un salto, corrió hasta el vestíbulo principal y levantó la alabarda de su armero, al otro lado del dintel. Era pesada, más que un palo de entrenamiento. La tomó en sus manos, sintiendo el peso, y su coraje se creció.

Era una hermosa arma, con una delgada asta de madera e incrustaciones de nácar en el extremo superior. Hana la extrajo de la vaina de laca. La larga y elegante hoja era curvada como una guadaña y estaba afilada como una navaja barbera. Se alegró de que estuviera engrasada y lustrosa. Podía ver en ella su propio reflejo, pequeño y delgado. Pensó resueltamente que, bajo su apariencia frágil, sabía cómo defenderse.

Los golpes en la puerta de la calle crecían en intensidad. Oharu llegó a toda prisa procedente de la cocina, con una cuchilla de carnicero en la mano, los ojos muy abiertos y la frente brillante. Era una muchacha campesina de piernas gruesas, fuerte y leal. Tras ella se elevaba una vaharada de algo quemado, como si, presa del pánico, hubiera olvidado retirar el arroz del fuego. Gensuké, el anciano criado, la seguía pisándole los talones, renqueando con sus delgadas y arqueadas piernas, y con los ojos desorbitados a causa de la alarma. Había sacado el atizador de la estufa y lo sostenía como si fuera una espada, con la punta todavía al rojo. Oharu y Gensuké acompañaron a Hana cuando se mudó a la casa de su marido, en la ciudad, y a ella le constaba que harían todo lo posible para protegerla. De todos los sirvientes, eran los únicos que quedaban.

Habían transcurrido meses desde que el suegro de Hana la mandó llamar. Se hallaba arrodillado en sus aposentos, inclinado sobre una carta, y cuando levantó la vista, su rostro mostraba una fatigada y resignada sonrisa. Hana adivinó de inmediato que había malas noticias.

—Se nos ordena trasladarnos a Kano —dijo en voz baja.

—¿Debo preparar el equipaje, padre? —preguntó ella, insegura.

Había algo inquietante en la forma en que la miraba, con sus ojos fríos y acuosos. Frunció los labios y sacudió la cabeza, adoptando una expresión ceñuda que no daba opción a la réplica.

—Tú debes quedarte —dijo en tono firme—. Perteneces a esta casa. Nuestro hijo regresará algún día y debes estar aquí para recibirlo.

Hana asintió, imaginándose la llanura barrida por el viento y las calles con las casas de los samuráis arracimadas en torno a las macizas murallas de piedra del castillo de Kano. En los últimos meses sólo llegaban malas noticias de Kano, noticias de disputas y disensiones internas, de asesinatos de personalidades, de vecinos que se mataban entre ellos. En cualquier caso, las familias de Hana y de su marido pertenecían al señorío de Kano, y debían obedecer las órdenes del señor, aunque su marido hubiera establecido una residencia allí, en Edo, junto al castillo del shogun, desde donde atender sus deberes militares.

Recordaba a los sirvientes llorando mientras preparaban ruidosamente el equipaje en baúles y cestos. Partieron el mismo día, sus suegros en palanquines y los demás a pie, dejando las habitaciones impregnadas de olor a tabaco y los cajones abiertos por las prisas. Con la ayuda de Oharu guardó cojines, mesas bajas y reposabrazos, apilándolos en armarios junto con futones y almohadas de madera lacada. Las grandes estancias de recepción donde su marido y su suegro agasajaban a los invitados, los aposentos de la familia, las zonas de la servidumbre y las cocinas, en otro tiempo llenos de gente que charlaba y reía, comía y bebía, estaban ahora sumidos en el silencio.

Un mes después de la partida, llegaron atroces noticias sobre ejecuciones en Kano. Se decía que todos los que estaban relacionados con la resistencia habían muerto: los padres de Hana y sus suegros. Como ella había sospechado, la habían dejado atrás para salvarla. Lloró durante días, y luego se armó de valor. Le habían ordenado que conservara la vida con un propósito, y debía hacerlo.

Pero lo había perdido todo. Sólo le quedaba la casa y el recuerdo de su marido. Al menos él seguía con vida. Había mandado una carta en la que decía que se dirigía a Sendai, capital de uno de los dominios del Norte.

En el pasado, los paneles de madera, que formaban las paredes de la casa, se hubieran abierto para dejar que la luz del día llenara las habitaciones. Pero ahora Hana mantenía esas puertas bien cerradas y con el cerrojo echado, y la gran casa, vacía, estaba a oscuras y resultaba fría, como si el sol nunca hubiera entrado. Unos haces de luz se colaban por los resquicios de los paneles, y se proyectaban como pálidas líneas en el tatami, como los barrotes de una jaula. Durante los meses transcurridos desde la partida de sus suegros, había tenido poco que hacer, salvo acurrucarse junto al hogar y leer a la luz de una vela.

Incluso los gritos en la calle, al otro lado del muro, habían cesado. Los vendedores de tofu y de carpas doradas, de boniatos y almejas ya no hacían sus rondas. Hana casi nunca oía el repiqueteo de pasos o el rumor de voces, ni el olor de las castañas asadas o del pulpo a la parrilla. La mayor parte de los vecinos había huido, aunque seguía siendo un misterio adónde habían ido y si habían llegado a sus destinos.

Se oían gritos de «Abrid o echaremos abajo la puerta», cuando Hana se arremangó las faldas y se recogió las mangas. Sabía que la alabarda era inútil en un espacio limitado, mientras que en el exterior dispondría de amplitud suficiente para blandirla. La gran puerta principal estaba asegurada con cerrojos y barrada, y Hana corrió a la puerta de la cocina, a un lado de la casa, y la abrió de un empujón, dejando penetrar el aire helado. En el súbito destello de la luz diurna, pudo ver los grandes trazos negros y el remolino del humo encima del hogar. Parpadeó y dirigió una mirada al exterior, con Oharu y Gensuké detrás, pegados a ella.

El sol relucía en un cielo despejado pero gris, y la escarcha destellaba en la tierra helada. Unas pocas hojas blanqueadas colgaban todavía de las retorcidas ramas del gran cerezo. Hana corrió hacia la puerta principal y tomó posición a buena distancia de ella, con los pies separados y sujetando el asta de la alabarda con firmeza pero sin apretarla.

Por el rumor, Hana dedujo que había un elevado número de hombres al otro lado de la puerta.

—Abrid. Sabemos que estáis ahí —bramó una voz.

Oía el barullo, las maldiciones y el estrépito de las piedras al caer. Apareció un hombre que se había encaramado a lo alto del muro de tierra rematado con tejas. Su aliento formaba una nube semejante a humo. Para llegar allí debía de haberse subido a los hombros de otro hombre. Hana fijó su mirada en su cara ancha, de pómulos altos. En lo alto del muro parecía tan corpulento y temible como un ogro, con el pelo crespo y largos brazos embutidos en un uniforme negro de mangas ajustadas. Emitió un resoplido gutural.

—Ahí no hay nadie. Sólo dos muchachas y un viejo sirviente —dijo, dirigiéndose a sus compañeros de abajo.

Al otro lado del muro se oyeron unas risas burlonas. Hana inspiró profundamente y trató de centrar su atención, pero era difícil captar algo aparte de la sangre latiendo en sus oídos. Podía distinguir las empuñaduras de las dos espadas que el hombre llevaba ceñidas al cinto. Su única oportunidad consistía en golpearlo en el momento en que saltara al interior, pero el pensamiento de derramar sangre y, tal vez, matar a alguien le resultaba terrorífico. Temblorosa, se recordó a sí misma su condición de samurái y que debía defender la casa.

BOOK: La cortesana y el samurai
2.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Shield of Justice by Radclyffe
Until I Say Good-Bye by Susan Spencer-Wendel
The '44 Vintage by Anthony Price
Death of a Robber Baron by Charles O'Brien
Wacko Academy by Faith Wilkins
Fallen by Tim Lebbon
Cross Cut by Rivers, Mal
The Bloodlust by L. J. Smith
Royal Obsession by Friberg, Cyndi