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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (27 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Dio un empujón a Marlin, y éste retrocedió un par de pasos. Era demasiado peligroso enzarzarse en una pelea allí, y Yozo sabía que si atraían la atención, los guardias descubrirían quiénes eran.

—¿Queréis ir al Yoshiwara? —gruñó Marlin a los ingleses—. No os dejarán entrar si organizáis líos.

Los evitó con un rodeo y se encaminó con paso rápido hacia la rampa en zigzag que conducía a la Gran Puerta. Yozo lo siguió pisándole los talones. Como en un sueño, pasó ante el sauce, que se mecía, y vio el familiar techo de tejas de la puerta, los macizos batientes de madera abiertos de par en par y los grandes faroles rojos que colgaban a cada lado. El guardia, un tipo fornido con un cuello tan grueso como el de un toro y enormes brazos cubiertos de recargados tatuajes, se adelantó en cuanto vio a Marlin y compuso una amplia sonrisa.

—Shirobei —lo saludó Marlin—, ¿aún sigues aquí.

—Monsieur, bienvenido de nuevo. Lo estábamos esperando. Esos hombres le han causado algún problema, ¿no es así.

De repente, Yozo ya estaba al otro lado de la puerta. Arrastrado por la multitud, miró en derredor, a los relucientes edificios y a las hileras de faroles rojos. Inspiró dulces perfumes y sintió el tacto de telas sedosas cuando pasaban como flotando delicadas criaturas con las caras pintadas de blanco, y niños magníficamente ataviados les abrían paso a través del gentío.

Delante de él podía ver la cabeza castaña de Marlin sobresalir por encima de la muchedumbre, mientras se dirigía hacia la calle principal y luego torcía por un callejón. Sorprendido, Yozo lo siguió.

23

Hana se encontraba junto a la Gran Puerta del Yoshiwara inclinándose graciosamente en su despedida de un joven de frente despejada que montaba en un palanquín. Introdujo la cabeza en él y luego se volvió para dirigir una mirada a Hana, con una expresión de casi cómica desesperación, mientras sus ayudantes lo rodeaban dándole prisa. Se decía que era una figura emergente de la nueva burocracia, y que tenía un puesto importante en el Ministerio de Finanzas, pero con ella se comportaba como un niño enfurruñado.

Normalmente despedía a sus clientes en casa, pero él le había rogado con tal patetismo que fuera hasta la puerta que, al final, accedió. Pensando que era temprano y que pocos hombres la verían, se echó una vieja chaqueta haori encima de su ropa de noche y salió tan sólo con el maquillaje más ligero.

Hasta el momento, Hana había procurado de no mirar a través de la Gran Puerta. Ella pertenecía al Yoshiwara y sabía demasiado bien que el mundo exterior le estaba vedado. Pero aquel día echó un vistazo al otro lado, y se preguntó si podría ver a un mensajero corriendo hacia allí con una carta de Oharu y Gensuké. Había pasado más de un mes desde que entregara a Fuyu una nota para ellos, pero aún no había recibido respuesta.

Más allá de los árboles, al otro lado de la puerta, pudo ver el sinuoso camino que ascendía hasta el Dique del Japón. En la distancia, el talud se alzaba como una gran muralla que cruzaba la llanura. A lo largo de su parte alta se apresuraban unas figuras cuya silueta se recortaba contra el pálido cielo, apareciendo y desapareciendo entre los tenderetes hechos de paja que relucían al sol. Cacareó un gallo, rompiendo el silencio de la mañana. Había refrescado.

El viento que soplaba a través de la puerta traía los olores de la ciudad, que ella casi había olvidado, unos extraños repiqueteos y golpes, y voces infantiles. Los gansos, entre gritos, sobrevolaban en círculos los pantanos. Allí, en el Yoshiwara, estaba confinada a una cuadrícula de cinco calles, pero ahora recordaba con una punzada de nostalgia que fuera, más allá de la Gran Puerta, el mundo proseguía y proseguiría siempre. Una hora de marcha a través de la región pantanosa y de los arrozales la llevaría a la ciudad de Edo, que ahora debía acordarse de llamarla Tokio, y a varios días de ésta, atravesando interminables colinas y valles, alcanzaría Kano, donde se había criado. Inesperadamente, se encontró evocando la casa de sus padres, con su puerta destartalada, el gran porche y las amplias y sombrías habitaciones. En aquella época del año, los paneles ya se habrían retirado, dejando la casa abierta a las brisas.

Una mañana soleada como aquélla dijo adiós a sus padres. Los recordaba agitando los brazos mientras ella los miraba desde el palanquín nupcial: su padre alto y severo; su madre pequeña y redonda, pegada a la sombra de su marido y conteniendo las lágrimas. Ella había dicho que estaba muy orgullosa de que Hana hiciera tan buena boda, y Hana le respondió que haría lo posible para que no tuvieran que avergonzarse de ella. Recordaba haber observado cómo sus padres se volvían más pequeños con la distancia. Ahora pensaba en ellos con tanta añoranza que las lágrimas acudieron a sus ojos.

Un cuervo se posó en la empalizada, junto a ella, con un graznido chillón, obligándola con un sobresalto a regresar a la realidad. A su alrededor, unas mujeres se inclinaban ante sus amantes, que ascendían trabajosamente por el talud, arrastrando los pies con una gran exhibición de desgana, levantando nubes de polvo, y volviéndose al llegar al Sauce de Mirar Atrás para dar un último vistazo a las mujeres con las que habían pasado la noche. El joven que montaba en su palanquín se volvió una vez más para mirar a Hana.

—No puedo soportarlo —dijo, malhumorado. A los ojos de Hana, sus pantalones ajustados y su chaqueta de estilo occidental parecían incongruentes con sus sandalias de paja cuidadosamente atadas y sus calcetines tabi—. Me olvidarás en el momento en que me vaya, lo sé. Estarás ocupada con todos esos amantes que tienes.

Ella le sonrió como una madre a un niño terco.

—Qué tonto eres —dijo riendo—. Tú sabes que eres el único al que amo. Tengo que ver a los demás. Es mi trabajo. Pero tú eres el único por el que me preocupo. No conseguiré dormir hasta que vuelva a verte. Estaré pensando en ti todo el tiempo.

—Eso se lo dices a todos —replicó él, compungido, pero aun así sonrió.

Lo observó mientras se agachaba y se introducía en aquella caja de madera, después de quitarse las sandalias y doblar las piernas bajo el cuerpo. Los porteadores cargaron a hombros el palanquín y emprendieron el ascenso del talud al trote. Hana permaneció inclinada hasta que desapareció.

Una vez que se hubieron marchado sus últimos clientes, las mujeres congregadas en la puerta se miraron entre ellas y sonrieron. Durante unas escasas y preciosas horas podrían ser ellas mismas. Hana bostezó y regresó al Rincón Tamaya. Tenía ante sí un par de horas de sueño ininterrumpido. Una campana sonó en la distancia y el canto estridente de las cigarras se hacía más intenso o se apagaba, para luego elevarse de nuevo hasta convertirse en un clamor. Ahora ese canto tenía un tono otoñal. De las casas situadas a lo largo de los callejones llegaba el rítmico golpeteo de los mazos de los fabricantes de papel. Todo el Yoshiwara parecía dispuesto a sumirse en el sueño.

Hana rebasaba La Casa de Té del Crisantemo cuando se abrieron las cortinas de la puerta.

—¡Hanaogi-sama! ¡Hanaogi-sama! —la llamó una voz.

Hana ahogó una exclamación. Mitsu llevaba un raído quimono de algodón y una chaqueta. Por lo general su presencia era impecable, incluso por la mañana, pero aquel día no lucía ni rastro de maquillaje. Su rostro envejecido tenía un color apergaminado, con los ojos medio escondidos entre pliegues de piel, y su pelo crespo formaba una melena blanca alrededor de la cabeza. Sin embargo, y para asombro de Hana, estaba claro que la emoción la hacía bailar. Miró a un lado y a otro de la calle, como para comprobar que no había nadie cerca que pudiera escuchar, y salió disparada hacia Hana con sus pasitos de pies zambos.

—Tengo noticias maravillosas —dijo, ocultando con la mano su sonrisa—. ¡Saburo ha regresado.

Hana se la quedó mirando, desorientada, preguntándose qué noticias podían ser tan emocionantes como para que Mitsu se comportara de tan insólita forma.

—¿Saburo? —repitió.

—Saburosuké, de la Casa Kashima —aclaró Mitsu, recalcando cada sílaba con un movimiento de cabeza. Dejó escapar una de sus carcajadas agudas y aflautadas—. ¡El barrio va a volver a la vida! ¡De nuevo marchará el negocio.

—Saburosuké Kashima...

Incluso cuando vivía en el campo, Hana había oído hablar de los Kashima. Antes de casarse, su madre mandó a un criado al almacén Kashima, en Osaka, para encargar seda roja con que confeccionar su traje de novia. Nadie tenía sedas de tan alta calidad, había dicho en tono firme. Se contaba que los Kashima eran ricos más allá de lo imaginable y sumamente poderosos. Había oído que suministraron dinero a ambos bandos de la guerra civil, a fin de asegurarse de que tanto si ganaba el uno como el otro a ellos les iría bien.

—Como es natural, su empleado vino directamente a mí, a La Casa de Té del Crisantemo —graznó Mitsu, dándole a Hana palmadas en el brazo—. Es un hombre de gusto, como ves. Sabe cuál es la mejor casa de té de la ciudad. —Sonrió a Hana, y sus ojos estaban radiantes—. Fue nuestro mejor patrón antes de la guerra. Una vez se reservó a todas las chicas del Yoshiwara, las tres mil que había, y mandó cerrar la Gran Puerta toda la noche, para poder celebrar una fiesta. ¡Nuestros cocineros estuvieron ocupados durante días! Probó a las mejores chicas, y siempre decía que buscaba la mujer perfecta. Pero entonces estalló la guerra y él se fue a Osaka, como todos nuestros mejores clientes. Y ahora está de regreso. ¿Y sabes lo que me dijo su empleado? ¿Lo primero? —Hana negó con la cabeza—. Dijo: «Mitsu-sama, ¿quién es esa Hanaogi de la que hemos oído hablar? El jefe quiere conocerla. Debes reservársela ahora mismo.» Como ves, incluso en tiempo de guerra tu fama se ha extendido por el país.

En la calle pareció hacerse el silencio. Hana sintió una punzada de aprensión.

—Pero lo tengo todo comprometido —dijo lentamente—. Tengo reservas para los próximos meses.

—Te he cambiado las citas —replicó Mitsu con viveza—. Tienes que verlo esta noche.

Dos niños, ataviados con quimonos brillantes, pasaron como exhalaciones, persiguiéndose, chillando y profiriendo risitas.

—Pero...

Masaharu, su cliente favorito y el hombre que había pagado su presentación, tenía reservada aquella noche. Hana siempre tenía presente el consejo de Otsuné: no olvidar que ella no era para él más que un juguete. Pagaba por su placer y eso era todo, y en todo momento ella había procurado mantener las distancias y no entregarle su corazón. Pero, a pesar de sus esfuerzos, no podía dejar de desear sus visitas.

—¿Qué dirán mis clientes cuando lleguen y se encuentren canceladas sus citas.

—Canceladas no, aplazadas. Es bueno hacerlos esperar. Así te desean más.

—Pero Masaharu es mi cliente más antiguo.

—Puede ser. Masaharu es un recién llegado al barrio, y aunque tiene mucho dinero para derrochar, Saburo es un cliente muchísimo más importante. Tu tiíta y tu padre conocen muy bien a Saburo, y también Tama. Estarán encantados. —Rió chillonamente—. ¡Saburo ha vuelto! Será como en los viejos tiempos. ¡Esto me rejuvenece.

Hana experimentaba una desazón en el estómago.

—No debo mentirle, si él no me gusta —murmuró—. Tendrá que ganarme, como todos los demás.

Mitsu frunció el ceño. Como todas las mujeres, no tenía cejas. Sólo una sombra allá donde habían sido rasuradas.

—No seas tonta. Lo de gustar no cuenta. No llevas mucho tiempo aquí, siempre me olvido de eso. Se trata de un hombre muy importante.

Hana tragó saliva.

—¿Es joven o viejo? ¿Es guapo? ¿Es inteligente.

—Es rico, y eso es todo lo que necesitas saber. Vete a casa y duerme. Esta noche vas a necesitar todas tus energías.

Antes de que Hana pudiera pronunciar otra palabra, Mitsu se volvió taconeando a su casa de té, dejando tras de sí un revuelo de cortinas.

Hana recorrió de mala gana los pocos pasos que la separaban del Rincón Tamaya. Podía imaginar la excitación que reinaría allí. La tiíta y el padre insistirían en que se acostara con aquel hombre, y Tama le diría que aquélla era una gran oportunidad. Dio un puntapié en el polvo. Siempre que empezaba a imaginarse dueña de su propio destino, sucedía algo que le recordaba que seguía siendo una esclava. A cambio de sus hermosos vestidos, pertenecía a aquella gente.

Llegó así a la puerta que conducía a Edo-cho 1 y al Rincón Tamaya. Pero se detuvo, jugando con su abanico. Iría a ver a Otsuné. Quería saber qué hacer.

Poco después, Hana se hallaba frente a la puerta de Otsuné, tratando de descorrerla. Pero estaba cerrada. Se detuvo, desorientada. Nadie cerraba su puerta, especialmente Otsuné. Empujó de nuevo, preguntándose si estaba atascada, luego la sacudió y la hizo vibrar.

Pensando que tal vez su amiga había caído enferma, golpeó la puerta y gritó.

—¡Otsuné! ¿Estás ahí.

Oyó entonces pasos en el interior y el ruido de algo pesado que se desplazaba y un suspiro de alivio. La puerta se descorrió con un crujido.

—¿Qué ocurre? ¿Estabas durmiendo? —preguntó Hana, volviendo a cerrar la puerta.

Un rayo de pálida luz solar iluminó, haciéndolas destacar, las sandalias que se alineaban a la entrada y en el escalón que llevaba a la pequeña habitación de Otsuné. La sombra de Hana se proyectó sobre ellas, negra y de contornos acusados. Pero al internarse en la casa se dio cuenta de que, fuera de aquel estrecho óvalo de luz, el lugar estaba sumido en la oscuridad y tan húmedo y cerrado como una casa de baños. Otsuné debía de haber cerrado los paneles, pensó Hana, extrañada.

Entonces un par de manos la agarraron por los hombros. Hana gritó, sorprendida, mientras su atacante la hacía girar en redondo y la empujaba a un lado. Dio un traspié, cayó hacia delante y extendió las manos para protegerse, luego tropezó con unas sandalias, perdió el equilibrio y fue a dar en el suelo. Oyó el golpe de un estante para el calzado al caer, a la vez que un portazo, lo que la sumió en la oscuridad total. Siguió el ruido de un cerrojo al encajar en su lugar.

Todavía deslumbrada por la luz exterior, se movía con torpeza, temblando a causa de la impresión y del miedo, anhelando dar con algo familiar, y luego retrocedió de un salto, con un grito ahogado de horror cuando su mano rozó un tejido áspero. Podía oír una respiración, el sudor de los hombres, percibir el hedor de la ropa sucia, y sintió el calor de alguien en su proximidad. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, percibió una figura imprecisa.

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