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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (22 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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A través del humo, Yozo vio al comandante en jefe Yamaguchi penetrando a grandes zancadas en las filas enemigas con una expresión tan feroz que incluso los curtidos soldados sureños dudaban y se echaban atrás, asustados. Uno tras otro de los que se adelantaban para interceptarlo caían heridos por la espada que blandía. Nadie parecía atreverse a dispararle o, si lo hubo, las balas no lo alcanzaron.

Cuando cayó la noche se produjo un ensordecedor estampido: el Kaiten, el único barco de los norteños todavía a flote, explotó. Emitió un resplandor blanco, como el interior de un horno, desprendió un insoportable calor y proyectó una luz deslumbrante sobre las casas derruidas y las calles de la ciudad, cubiertas de cascotes. Las llamas se abatieron sobre la propia ciudad, y el monte Hakodate, que se alzaba detrás de ella, quedó completamente oculto por una densa cortina de humo.

Ensordecido por los disparos y por el entrechocar de las espadas, por los atronadores obuses y por los gritos de guerra mezclados con los lamentos de los moribundos, Yozo atacaba con la espada y con la culata de su fusil. Finalmente se abrió paso a través de las filas de los sureños y, pisoteando cadáveres, echó a andar, dando traspiés, por las calles vacías en persecución de un francotirador.

Las ruinas que se desmoronaban proyectaban largas sombras mientras gateaba entre ellas y trepaba por montones de escombros. Las moscas zumbaban y el aire era espeso a causa de las cenizas. Las ropas de Yozo estaban hechas jirones, y él estaba cubierto de cortes y morados. Los oídos le silbaban debido al fragor de la batalla, pero no era consciente de nada salvo de la necesidad de encontrar y dar muerte al francotirador.

Percibió una sombra que corría a grandes zancadas entre dos muros en ruinas, se apresuró a doblar la esquina para enfrentarse a la sombra, y se detuvo en seco, con el corazón latiéndole con fuerza, al encontrarse cara a cara con el hombre, y se dio cuenta de que, después de todo, no era el francotirador. Ambos quedaron mirándose en la calle desierta.

—¡Tajima.

Por encima del estruendo de la batalla, Yozo oyó gritar con toda claridad la voz ronca del comandante Yamaguchi. El rostro del comandante en jefe estaba crispado y sucio, cruzado por regueros de sangre, ennegrecido de barro y pólvora, y Yozo supo que él mismo debía ofrecer idéntico aspecto enloquecido.

—Nuestro momento ha llegado, Tajima —gruñó el comandante en jefe—. Hoy moriremos al servicio del shogun. Podemos también dar por terminado el asunto como hombres e irnos juntos al otro mundo. —Se lo quedó mirando desdeñosamente—. Yo debería rajarlo por la manera como humilló a uno de mis hombres con sus trucos extranjeros, pero usted ni siquiera merece que ensangrente mi espada por eso.

El sol se ponía, grande y rojo, y los murciélagos volaban bajos sobre la cabeza de Yozo. Podía ver la calle, con sus edificios en ruinas, prolongándose a espaldas del comandante en jefe, cuya silueta se recortaba sobre ellos. Sus ojos llameaban. Las explosiones y los disparos se desvanecían en la distancia.

Cegado por la rabia y el odio, evocó el cadáver de Kitaro en el suelo, iluminado por la luna. La sangre le rugía en los oídos. Sabía que si el comandante en jefe sacaba su espada lo mataría instantáneamente y Kitaro nunca sería vengado. Buscó munición, cargó su fusil y se lo echó al hombro.

Dudó por un momento, con el dedo en el gatillo. Disparar contra un oficial superior era un delito capital. Caería sobre él el deshonor, comparecería ante un consejo de guerra y sería sentenciado a muerte. Recordó que el comandante en jefe había ejecutado a muchos de sus hombres. Vio en su memoria la lista de reglas, en la sala de instrucción, todas las cuales terminaban con el suicidio ritual. Si el comandante en jefe caía, todos sus hombres debían acompañarlo. Eso era lo más escalofriante de todo.

Aun así, Yozo no podía apretar el gatillo. Pero el rostro cadavérico de Kitaro se presentó ante sus ojos. Había prometido vengarlo, había empeñado su palabra, y el deber de la venganza se impuso a todo lo demás. Era una cuestión de honor. Mataría de un disparo al comandante en jefe como a un perro, con la misma brutalidad con la que habían acabado con Kitaro.

Yozo apretó el gatillo. Se produjo una detonación ensordecedora, y una columna de humo brotó del cañón. La culata golpeó su hombro con el retroceso.

A través del humo vio tambalearse al comandante en jefe. Tenía los ojos y la boca abiertos, y de su estómago manaba la sangre. Retrocedió dando tropezones y agitó los brazos. Por un momento, su mirada se cruzó con la de Yozo, y éste creyó advertir en el rostro del comandante en jefe una expresión casi de sorpresa. Luego se tambaleó y se estrelló contra el suelo. Yozo oyó el ruido sordo que produjo.

Temblando, Yozo corrió hacia él. Quería comprobar si realmente estaba muerto. Luego una bala pasó silbando junto a su oreja, giró sobre sí mismo y tuvo un atisbo de un uniforme negro y un casco cónico. Era el francotirador al que había estado buscando.

Yozo sabía que debía levantar su fusil, pero ya no se preocupaba de si vivía o estaba muerto. El poema de la muerte escrito por el comandante en jefe resonaba en sus oídos: «Aunque mi cuerpo pueda corromperse en la isla de Ezo...» Había permanecido vivo todos aquellos meses sabiendo que debía vengar la muerte de Kitaro. Pero acababa de vengarlo, y ahora podía morir con honor.

Yozo volvió para enfrentarse al fuego enemigo, y mientras lo hacía vio desfilar ante sus ojos toda su vida. «Sí —pensó—. Así es como debe ser.» Moriría allí, junto al comandante en jefe, y también su cuerpo se corrompería en la isla de Ezo.

Verano

19

Hana se ajustó los dedos del pie derecho con la correa del zueco, y levantó éste ligeramente, para comprobar su peso. Los grandes y pesados zuecos eran como brillantes pezuñas negras que la hacían tan alta que podía ver por encima de las cabezas de cuantos se hallaban a su alrededor. Oía el rumor de la muchedumbre fuera, el tintineo de las anillas de hierro en lo alto de los bastones que los serenos golpeaban contra el suelo, y sus gritos roncos: «¡Atrás, atrás! ¡Dejad paso a Hanaogi, del Rincón Tamaya!.

Estaba perfectamente pintada, desde el pétalo rojo en el labio superior hasta las manos y pies empolvados de blanco. Las uñas de los dedos de sus pies estaban teñidas con jugo de cártamo, una delicada sombra rosada; llevaba el pelo aceitado, reforzado y moldeado como un enorme halo, partido como un melocotón, con borlas de seda que pendían de la parte posterior; y el tocado, tachonado de horquillas de carey y de plata, y con colgantes de madreperla, era tan pesado que le provocaba dolor en el cuello. En el interior de los suntuosos quimonos, el pecho le picaba a causa del calor, pero apenas era consciente de ello. Había algo más en su mente.

—¿Estás segura de que todo irá bien? —susurró, dirigiendo una última y desesperada mirada a Tama, que estaba enderezándose el obi.

Tama iba vestida con quimonos fastuosos, exactamente como los de Hana, con un abrigo de brocado encima de ellos, bordado en el hombro con una grulla blanca y con una tortuga plateada y dorada en la espalda y en las faldas.

—Sí, claro. Limítate a concentrarte en tu figura ocho. —Tama sonrió, revelando por un momento sus dientes pintados de negro, que contrastaban con su rostro blanco—. Haz exactamente lo que te he enseñado.

—¿Qué pasa? —preguntó la tiíta con un resuello.

También ella vestía su mejor quimono, una elegante prenda de seda negra, con un obi rojo. Sus ojos amarillos resaltaban de manera alarmante en su rostro blanco como el yeso, y sus labios semejaban una grieta de un rojo apagado.

—Lo de siempre —respondió Tama—. Qué hacer cuando él se dé cuenta...

La anciana abrió los labios en una sonrisa y dio a Hana unas palmadas en el brazo.

—No te preocupes por eso, querida —dijo como si la arrullara—. Estará tan emocionado que no se dará cuenta. Nunca lo hacen.

—Tú preocúpate sólo de que se divierta —le aconsejó Tama—. Haz lo que te he enseñado y todo irá bien. Ya basta de inquietarse. Es hora de ir para allá.

La puerta se descorrió, y dejó entrar una corriente cálida y húmeda, que arrastraba sugestivos aromas de gorriones a la parrilla y anguila asándose, de carbón y de leña, y el perfume de los lirios púrpura que florecían a lo largo del bulevar central. Las niñas doncellas adoptaron la expresión adecuada y salieron con paso solemne. Chidori transportaba en su gordezuela mano el servicio de fumar de Hana en un paño de seda, y Namiji llevaba su recado de escribir. Las cuatro ayudantes, Kawanoto y Kawayu, la llenita y sonriente Kawagishi y la esbelta Kawanagi seguían por orden de estatura, la más baja primero, todas ataviadas con quimonos idénticos. Tras una pausa adecuada, Tama salió pavoneándose, subida en sus enormes zuecos y con un revuelo de dobladillos guateados.

La tiíta arregló los cuellos de Hana, apretó el lazo de su obi y ajustó los bajos de sus quimonos.

—Recuerda: tómate tu tiempo —le aconsejó—. Mantén alta la cabeza. ¡Haz que te miren.

Hana se levantó las faldas con la mano izquierda, descansó la derecha en el hombro de una de las sirvientas, tomó aliento y echó a andar en medio de la atmósfera empañada de vapor. Se dejaron oír gritos ahogados y respiraciones entrecortadas y luego se produjo un silencio absoluto. Los hombres la miraban embelesados. Hana los estudiaba a través de sus pestañas: las brillantes cabezas rasuradas, los moños relucientes, los ojos bien abiertos y las mandíbulas muy flojas. Ella podía ser un bien susceptible de venderse al mejor postor, pensó, pero nunca les permitiría ver el menor indicio de enfado o de dolor. Haría que la admirasen, tal como le había dicho la tiíta. Se enderezó y miró al frente. Cada movimiento, cada gesto, debía ser perfecto.

Hana había ensayado la manera de andar según la figura ocho, hasta que le dolieron las piernas y las correas de los zuecos le produjeron rozaduras en los pies. Resultó bastante duro aprender a mantener el equilibrio sobre aquel calzado alto y engorroso, aparte de dotar de gracia y seducción cada paso, girar los pies provocativamente y dejar que su cuerpo se balanceara al moverse. Y aquélla era la primera vez que tenía que hacerlo en público.

Ahora inclinó el pie derecho hasta que el zueco quedó casi en su lugar, lo adelantó y trazó un amplio semicírculo en el polvo. En medio del silencio podía oír el borde rascando el suelo. Se abrieron sus faldas, permitiendo a los espectadores atisbar un delgado tobillo blanco y el destello de un crespón de China carmesí, antes de que el pesado tejido volviera a caer en su sitio. Plantó el pie frente a ella, girándolo como para formar el carácter que significa «ocho». Luego inspiró, se inclinó delicadamente atrás y adelante y, con una sacudida del hombro y de la cadera, adelantó el zueco izquierdo, lo arrastró formando un arco y luego lo juntó con el derecho.

Junto a ella, Tama se paseaba con los mismos fantásticos andares. Chidori y Namiji avanzaban en cabeza, como dos pequeñas embarcaciones remolcando sendos buques de línea, con una flotilla de ayudantes y sirvientas cerrando la marcha. Delante y detrás iban criados, uno sosteniendo un voluminoso farol con el penacho de peonía del Rincón Tamaya, dos con parasoles aceitados sobre las cabezas de Hana y Tama, mientras que otros mantenían a raya la multitud y se apresuraban a limpiar de ramas y hojas el camino.

Hana respiraba el aire húmedo de la noche estival, perdida entre el batir del tambor, el tintineo de las anillas de los bastones de los serenos y el murmullo de la muchedumbre. Subida en sus zuecos, podía mirar por encima del mar de cabezas, hasta las hileras de faroles rojos que brillaban a lo largo de los aleros y que iluminaban la calle como si fuera de día. Desde abajo llegaban en susurros comentarios de admiración.

—Es Hanaogi, Hanaogi. Hermosa como un sueño.

La procesión avanzó desde el Rincón Tamaya, siguió por Edo-cho 1, atravesó la puerta al final de la calle y continuó por el gran bulevar en dirección a La Casa de Té del Crisantemo, junto a la Gran Puerta. En un día normal, Hana hubiera podido llegar en un santiamén, pero aquel día tardó una hora.

De las casas de té situadas en el bulevar llegaba el tañido de los shamisen, el entrechocar de las tazas de sake y el sonido de cantos y risas. Las voces masculinas se mezclaban con los tonos agudos de las femeninas, y la gente atestaba los balcones, contemplando el cortejo.

Ante la puerta de La Casa de Té del Crisantemo, los sirvientes ayudaron a Hana a descender de sus zuecos. Mitsu aguardaba con las manos en el suelo, arrodillada.

—¡Bienvenida, bienvenida! —exclamaba.

Hana le sonrió. En los meses transcurridos desde que se conocieron, Hana había asistido a muchas fiestas en la casa de té, y a menudo se sentaba en el banco exterior durante el día, cuando no había clientes alrededor, disfrutando de una pipa. Ahora eran buenas amigas.

Mitsu condujo al grupo al vestíbulo en penumbra y descorrió una puerta. Chidori y Namiji entraron las primeras, inclinándose cortésmente. Siguieron las ayudantes, y luego Tama. Arrodillada fuera, en el vestíbulo, Hana oyó su voz, alta y clara.

—¡Caballeros, sírvanse dar la bienvenida a nuestra nueva cortesana estrella: Hanaogi.

Manteniendo la vista baja, Hana se deslizó al interior.

Se encontró en una sala de banquetes en la que brillaba el oro e iluminada con velas que chisporroteaban en altos candelabros dorados. Los hombres, con los rostros arrebolados, estaban sentados con las piernas cruzadas frente a mesas bajas rebosantes de platos con comida y botellas de sake. Unas geishas y una pareja de bufones se acomodaban entre ellos.

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