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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (35 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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—Los llevarán desde la Puerta de Hitotsubashi a la cárcel. —Ichimura extendió el papel en el suelo, puso unos pesos en las esquinas, molió tinta y empezó a dibujar un esquemático plano—. Tendrán que tomar el Puente de Tokiwa por el foso interior, y luego irán directamente hasta aquí por Kanda. —Continuó trazando una línea para señalar la calzada principal—. Aquí hay leales al shogun, leales hasta la muerte. Si atacamos el convoy, se unirán a nosotros. Podemos contar con ellos.

—Necesitamos hacer llegar un mensaje a Enomoto y a Otori —dijo Yozo.

—Enomoto se rindió —explicó Marlin, moviendo su largo dedo—. Puede que no quiera que lo liberen. Puede considerar una cuestión de honor ir a la muerte con la cabeza alta. Es un hombre orgulloso.

—Entonces está equivocado —manifestó Yozo en tono brusco—. Si lo liberamos, será un gran golpe contra el nuevo régimen. Muchos norteños se congregarán en torno a él y opondrán resistencia al nuevo género de vida. Me haré con él tanto si quiere como si no.

—Tú mismo estás en busca y captura, no olvides eso —le advirtió Marlin—. Acabarás con la cabeza en el Puente del Japón, junto a la de Enomoto.

—Es un riesgo que estoy dispuesto a correr —declaró Yozo, echando mano de la botella de sake y llenando las tazas de los otros—. Necesitaremos saber el día exacto y la ruta que seguirá el cortejo. Esperarán una emboscada y, probablemente, cambien el plan en el último minuto, de modo que también necesitaremos tener eso en cuenta. ¿De qué armas disponemos.

—El cuartel de la milicia está cerrado y custodiado por guardias, pero yo me deslicé dentro una noche —informó Ichimura—. Cogí unos fusiles Dreyse de percutor, unos fusiles Minié, revólveres y algunas espadas y dagas.

—Un hombre eficaz —dijo Yozo, dando unas palmadas en el hombro al joven.

Pensó que le gustaría volver a tener en sus manos un fusil. Los hombres permanecieron sentados en silencio un rato, tomando sake. Yozo vació su pipa y amasó un pellizco de tabaco entre los dedos. Mantenía el ceño fruncido. Marlin se movía y juraba, y al cabo estiró sus largas piernas y se masajeó las rodillas con su gran mano.

—¿Y qué está pasando en la ciudad? —preguntó finalmente—. Han circulado rumores por aquí de un prestamista y una muerte sospechosa.

—Oh, eso —replicó Ichimura con una sonrisa—. Cada vez que vas al barbero se oyen cosas como ésa.

—¿Tú vas al barbero, con ese pelo? —se extrañó Yozo.

—Bueno, sí, cada vez que voy a la casa de baños. La verdad, creía que la gente tendría algo mejor de lo que hablar... —Se inclinó hacia delante—. Raticida —aclaró entre dientes—. El prestamista se puso enfermo de repente y se le empezó a caer el pelo, luego empezó a sangrar por la nariz y los oídos, y murió al cabo de unas horas.

—Qué manera más mala de terminar —gruñó Marlin.

—¿Fue su mujer? —preguntó Yozo.

—Nadie lo sabe. Era un tipo mezquino. A un montón de gente le hubiera gustado verlo muerto. Pudo haber sido alguien que le debía dinero y a quien estaba presionando para pagar, o un delincuente al que estafó. En cualquier caso la policía se ocupa del caso. Los mantendré informados.

Soltó una carcajada alegre y aguda, y Yozo le sonrió. En ocasiones olvidaba lo joven que era Ichimura.

Cuando Ichimura se hubo marchado, Yozo y Marlin continuaron sentados, fumando sus pipas. Yozo echó la cabeza atrás y vació la taza de sake, gozando de la sensación del líquido caliente bajando por su garganta. Podía sentir cómo el sake le calentaba las mejillas y le aflojaba los labios, logrando que el mundo pareciera un lugar más amable.

—Puedo advertir que tienes tus dudas sobre esa operación de rescate —dijo Marlin, mirándolo con dureza.

Desde que estaban en el Yoshiwara, el francés había engordado y se había puesto lustroso, como un gato bien alimentado. Era obvio que se sentía feliz por haber regresado con su mujer, y no tenía ninguna prisa por volver a ponerse de nuevo en camino.

—Sé que es un plan disparatado, pero tenemos que hacerlo. Se lo debemos a Enomoto y a Otori. Pero tú no tienes por qué participar, Jean. De hecho, estaremos mejor sin ti. Se te ve demasiado.

Marlin asintió.

—Estoy dispuesto a acompañaros si me lo pedís. Pero tienes razón. No os acarrearía nada bueno tener a un corpulento francés atrayendo la atención hacia su persona.

—Y tienes que mantenerte a salvo por Otsuné.

—Es una buena mujer, no la hay mejor —dijo Marlin, asintiendo con la cabeza pensativamente—. Pero no se trata sólo de que sea una empresa arriesgada. Tú nunca fuiste de los que se arredran a la hora de correr peligros. Es por Hana, ¿verdad.

Yozo asintió. Sabía que debía hacer cuanto estuviera en su mano para salvar a sus amigos, pero aborrecía la idea de que Hana cayera en manos de Saburo, y aún más porque le había prometido protegerla. Y el terrible secreto que debía ocultarle, que era culpable de la muerte de su marido, lo ataba a ella todavía más estrechamente.

—Según Otsuné la tienen más vigilada que nunca. —dijo Marlin—. Me da que la tiíta está tramando algo.

—Es como una prisionera desde que ese cerdo hizo su oferta. La tienen bien agarrada y no están dispuestos a que se les escape. La visito cuando puedo, y me entero de muchas noticias en las cocinas. Saburo volverá muy pronto.

Apretó los puños al pensar en Saburo y en el daño que podía causar a Hana.

—La fuerza bruta no servirá, amigo mío. En el Rincón Tamaya habrá tipos a los que enfrentarse, además de a Saburo y a sus matones, si tratamos de sacarla abiertamente. Tenemos que usar la astucia.

Yozo frunció el ceño, pensando lo muy vigilada que estaba Hana.

—Cuando se presente, se celebrará la gran fiesta que pondrá fin a todas las fiestas. Entonces la tiíta la dejará salir de sus habitaciones. Tendrá que ir vestida para tomar parte en... —Torció la boca. Detestaba pronunciar las palabras—... la ceremonia de la unión.

Yozo asintió.

—Saburo vendrá al Yoshiwara para ser su amo y señor por toda la noche. Si podemos crear suficiente caos, sería una oportunidad de sacarla.

Pero si el día en que debían liberar a Enomoto resultaba que coincidía con el de la fiesta de Saburo, ¿tendrían que escoger entre ambos.

Yozo se frotó los ojos y sacudió la cabeza. No podía imaginar lo que haría en tal caso.

34

Apenas había despuntado el día, y las habitaciones de Hana estaban llenas ya de mujeres: criadas barriendo, quitando el polvo con trapos y apilando la ropa de cama, y ayudantes aglomerándose, lanzando exclamaciones a propósito de la vajilla de laca, los útiles para la ceremonia del té y los suntuosos quimonos enviados por Saburo. Hana estaba sentada quieta, tratando de no pensar en la noche que tenía por delante, cuando oyó gritos emocionados, el sonido de campanillas y unos pies infantiles corriendo por el pasillo. La puerta se abrió de golpe, y Chidori y Namiji se pusieron una junto a la otra, se llevaron a la boca sus manos gordezuelas, abrieron mucho los ojos y agitaron sus amplias mangas como si fueran alas de mariposa.

Se pusieron a corretear por la habitación, hasta los biombos de papel frente al balcón, y los retiraron para que la luz penetrara, resaltando las hojas otoñales, rojas y anaranjadas, dispuestas en el jarrón de la hornacina, e iluminando las paredes pintadas de oro, las delicadas estanterías, el rollo colgado y el baúl lleno de pertenencias dispuestas para la partida. De repente, al ver todos esos objetos familiares a la luz del día, Hana comprendió con una terrible sensación de certeza que Saburo la sacaría del Yoshiwara y que nunca volvería a ver nada de aquello.

Las niñas se arrodillaron en el balcón y contemplaron a los hombres con taparrabos y chaquetas de trabajo, teñidas de azul, con martillos al cinto, y que se encaramaban para atar faroles a los aleros. Hana no necesitaba mirar para saber que en cada farol podían leerse los caracteres «Saburosuké Kashima». Las figuras cubiertas con taparrabos subían por escaleras apoyadas en los cerezos y colocaban flores de papel en las ramas, hasta que la calle se convirtió en un mar rosa y blanco, como si hubiera vuelto la primavera. Cada rincón rebosaba vida, con voces y risas, las notas discordantes de los shamisen y los cánticos.

Cerró los ojos y evocó el rostro de Yozo, su frente amplia, sus ojos castaños y su boca plena y sensual. Había ido a verla el día anterior, después de asegurarse de que no había nadie por los alrededores.

No mucho después de que la tiíta le prohibiera el acceso a las habitaciones de Hana, Tama manifestó en tono arrogante que él era la única persona en la que ella podía confiar para transmitir mensajes a Hana, y en lo sucesivo se aseguró de enviarle un mensaje al menos una vez al día. Yozo le dijo que ahora había pasado a formar parte del Rincón Tamaya, que la mayor parte de las noches estaba allí para guiar a los extranjeros, y que los clientes habituales también gustaban de conversar con él. Incluso se había hecho amigo del antiguo favorito de Hana, Masaharu, pese a que habían hecho la guerra en bandos opuestos. Los sirvientes, asimismo, lo conocían bien y a menudo les confiaba mensajes para Hana. Conocía los ritmos de la casa, las veces que rebosaba de gente y las veces que estaba vacía.

Hana había encontrado un pretexto para despedir a las criadas y, durante unos preciosos momentos, quedarse los dos a solas. Acogida en sus brazos, se aferró a él como una niña y apretó la cabeza sobre su pecho, sintiendo su calor y el latido de su corazón, segura de que era la última vez que lo veía.

—No temas, no es una despedida definitiva —dijo él, echándose atrás, mirándola y secándole las lágrimas—. Te dije que te protegería y lo haré, mantendré mi palabra. Estoy haciendo cuanto puedo por encontrar un modo de sacarte de aquí. Te lo prometo.

Ella lo miró incrédula, y de repente captó lo que estaba diciendo.

—¿Quieres decir....

—Durante el banquete, cuando todos estén borrachos o aletargados por el opio, habrá una oportunidad para que te escapes. Yo estaré en algún lugar para ayudarte.

Hana lo tomó de las manos y las apretó contra sus labios, al tiempo que negaba con la cabeza.

—¡No, no! Es una locura, es demasiado peligroso. No se trata sólo de Saburo, habrá guardaespaldas por todas partes, y aun en el caso de que lográramos salir de la sala del banquete, la Gran Puerta estará cerrada.

—Jean me liberó de una jaula de bambú rodeada por un destacamento de soldados. Si pudo hacer eso por mí, yo también te puedo brindar seguridad. Y habrá otros que nos ayuden. Ya encontraré la manera.

La tomó en sus brazos y la mantuvo junto a sí. Ella sintió sus dedos en su pelo y el cálido tacto de su boca en su frente y en sus mejillas. Luego se encontraron sus labios y ella lo besó codiciosamente. Todos sus pesares se disiparon y lo olvidó todo en la intensidad del momento.

—Si pudiéramos escaparnos, iría a cualquier sitio contigo —dijo ella en un susurro, permitiéndose un momento de insensata esperanza.

—Yo soy un fugitivo —murmuró Yozo—. ¿Cómo puedo pedirte que compartas conmigo semejante vida.

—Todo esto no significa nada. —Miró en derredor, los relucientes biombos dorados, los rollos, los accesorios para la ceremonia del té y los quimonos desplegados en sus perchas. En los meses que llevaba recluida en sus habitaciones, todos esos objetos se habían convertido en grilletes que la tenían presa—. Ni siquiera me pertenece. La tiíta reclamaría como suyas la mayor parte de estas cosas.

Sus rostros estaban tan cerca que sus alientos parecían mezclarse, y ella adelantó la mano y tocó suavemente la cicatriz que él tenía en la mejilla. Su piel era cálida y seca bajo las yemas de sus dedos, y podía sentir la barba de su barbilla.

—Por favor, ten cuidado. Sé que a mí no me van a hacer daño, puesto que valgo demasiado para ellos y me quieren viva, pero temo por ti.

—No es tan fácil matarme —replicó Yozo sonriendo, la atrajo de nuevo hacia sí y le acarició el cabello.

En la distancia podían oír el traqueteo de los biombos en sus bastidores, los zuecos taconeando irregularmente en la calle, y el zumbido de los insectos otoñales. Si ella estaba segura en algún lugar del mundo, pensó, era allí y en sus brazos.

Se oyeron voces acercándose a la habitación, y él tuvo que escabullirse. Sola, se deshizo en lágrimas. Parecía demasiado cruel haber disfrutado de aquella intimidad, sólo para tener que renunciar a ella.

Se arrodilló frente al deslustrado espejo de bronce, en el estrado de los espejos, y se contempló. Aquel rostro que los hombres tanto deseaban sólo le había acarreado infelicidad. Había cometido la misma insensatez contra la que la previnieron Otsuné y Tama: había perdido su corazón, sin esperanza y por completo. De no haberlo hecho, quizá podía haberse limitado a ir con Saburo, encantada con su riqueza y pensando en otra cosa cuando él se le echara encima. Pero ahora sabía que nunca podría aceptar semejante vida.

La sombras proyectadas por las velas de las palmatorias se arrastraban lentamente por el pavimento. El tiempo avanzaba, acercándola cada vez más al momento en que tendría que enfrentarse a Saburo. Volvía a recordar el contacto de los labios de Yozo en los suyos, la sensación de firmeza de su cuerpo y las cosas tiernas que le había dicho.

—Desearía que no te fueras —dijo Kawagishi. Se apartó, fingiendo estar ocupada con los tubos de maquillaje, y se pasó la mano por la cara. Sorbiéndose la nariz, murmuró—: Tal vez algún día yo también conozca a alguien como Saburo.

—Te llevaría conmigo si pudiera —dijo Hana con sinceridad.

—Saburo debe de ser más rico que nadie en todo el mundo —terció Kawanagi, que adelantó un delgado dedo y tocó la manga de un quimono, grueso a causa del hilo de oro, con una mirada ávida.

Para aquellas muchachas, la riqueza de Saburo lo hacía irresistiblemente atractivo. No les preocupaba que fuera viejo y gordo, ni se preocupaban por sus ojillos ni por sus bulbosos mofletes; todo cuanto veían eran riquezas. Hana había cautivado al hombre al que deseaban todas las jóvenes del barrio —incluso había comprado su libertad— y parecían desconcertadas porque a ella su buena fortuna no le produjera más emoción.

Hana se las quedó mirando. El rostro de Kawagishi estaba pálido y reflejaba aflicción, y el de Kawanagi era delgado, con una expresión dolorida. Ambas parecían abatidas, como si hiciera tiempo que hubieran abandonado toda esperanza, como si conocieran por amarga experiencia que a la mujer le tocaba sufrir y fuera necio esperar algo más de la vida. Hana frunció el ceño. Ése no era su destino, se dijo seriamente, y debía hacer todo lo posible por tomar en sus manos su propio destino.

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