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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (39 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Todo parecía marchar de acuerdo con el plan cuando, de repente, la puerta del Rincón Tamaya rechinó en sus guías, a lo que siguieron voces ásperas y fuertes pisadas. Dos hombres corpulentos salieron de detrás del palanquín de Saburo, con sus calvas relucientes y sus rígidos moños sobresaliendo por encima de la muchedumbre. Yozo advirtió el lustre de la librea de seda y reconoció el cuello de toro y los ojillos de uno de ellos, y el rostro zorruno del otro. Eran los guardaespaldas que lo habían mirado de arriba abajo en la sala de banquetes.

Esquivó la multitud de cuerpos sudorosos que danzaban, sintiendo el torbellino del movimiento desatado a su alrededor. No esperaba que hubieran salido tras ellos tan pronto. Sabía demasiado bien lo que el padre y la tiíta harían una vez que descubrieran que había desaparecido su cortesana más valiosa. Reunirían a todos los hombres del Yoshiwara y a todos los pandilleros del distrito, y los mandarían a buscar en los pantanos hasta que la encontraran. Todos los cómplices serían torturados, a Hana la atarían y la devolverían al Yoshiwara, donde la golpearían y, probablemente, la matarían. Hizo una mueca ante este pensamiento. Tenía que asegurarse de que eso no sucediera.

Los guardaespaldas se dirigieron hacia la parte trasera de la casa. Esperaban encontrarlo a él allí, instruyendo a los hombres del Rincón Tamaya sobre cómo cavar, y descubrirían demasiado pronto que no estaba. Sin importarle lo que sucediera, sin preocuparse de lo que necesitaba hacer, debía evitar que lo buscaran a él, y que corrieran tras las dos «sirvientas» de Masaharu. Tenía que asegurarse de que Hana no fuera capturada, aun a costa de su propia vida.

Un joven que se tambaleaba chocó con Yozo y le pasó un brazo por el hombro. Su aliento apestaba a sake. De su cuello colgaba una cómica máscara con una boca fruncida y una expresión estúpida. Era el disfraz perfecto.

—Préstamela —dijo Yozo, quitándosela por la cabeza.

El joven, sonrojado y con ojos soñolientos, retrocedió tambaleándose, demasiado bebido para darse cuenta.

Manejando torpemente los cordones, Yozo se ató la máscara y se abrió paso entre la gente que bailaba, hasta el borde del gentío. Para entonces Masaharu estaba muy lejos de él, y doblaba la esquina del gran bulevar. Las flautas sonaban sin cesar, los tambores batían a un ritmo febril y la multitud bailaba cada vez más aprisa. El olor de sudor y de humo de opio salía de las espléndidas casas de té, e incluso la del Crisantemo estaba silenciosa y oscura, como si los huéspedes se hubieran extraviado en sueños alimentados por la adormidera.

Mirando a través de los agujeros de los ojos de la máscara, Yozo vio a los corpulentos y feos guardaespaldas doblar la esquina de Edo-cho 1, y dirigirse hacia él. Ceñudos y furiosos, apartaban a la gente a empujones y dejaban tras ellos una estela de borrachos tumbados.

Al final del gran bulevar se alzaba la Gran Puerta, iluminada con faroles rojos. Generalmente había visitantes entrando y saliendo, pero aquel día Saburo había tomado las Cinco Calles, y las enormes puertas permanecían barradas. El guardia tatuado estaba en su puesto, fuera de la garita, junto con una fornida figura que Yozo reconoció con una oleada de alivio: Marlin. También dirigió una mirada a Masaharu, que llegaba en ese momento a la puerta, y vio que las dos personas a su cargo estaban con él. Mientras Yozo observaba, el guardia de la puerta dejó su puesto y se apresuró hacia la puertecilla lateral, situada a la sombra de los sauces. Tras él, Yozo podía oír los gritos indignados de los juerguistas. Los guardaespaldas se le estaban acercando.

Se tentó la daga. Tenía que ponerlos fuera de combate antes de que se acercaran a la puerta, y eso había que hacerlo rápida y limpiamente, sin atraer hacia ellos la atención de nadie. No debía haber lugar para equivocaciones; sólo contaba con una oportunidad. Hubiera preferido desafiarlos en combate, por supuesto —de hombre a hombre, de una manera honorable—, y no ocultarse tras una máscara y cogerlos por sorpresa, pero era demasiado arriesgado iniciar una pelea. En la oscuridad nadie repararía en un par más de cuerpos en el suelo.

Se abrió paso hacia ellos a través de la muchedumbre de danzantes. Pese a sus lujosos uniformes pudo ver que no eran más que pandilleros. El del cuello de toro iba empujando por delante, mirando furiosamente alrededor. Invisible tras su máscara, Yozo fue dando bandazos como si estuviera ebrio. Sintió el calor de la carne de aquel hombre y percibió el olor a su sudor y la agria fetidez de su sangre cuando hundió con fuerza la daga en su estómago. Retorció el cuchillo para evitar que la carne se adhiriera a la hoja, y la liberó de un tirón.

El hombre abrió mucho los ojos y se tambaleó, sacudiendo los brazos. La sangre le manaba por la boca, se dobló sobre sí mismo y cayó de rodillas sobre el guardaespaldas de rostro zorruno, que lo seguía y que cayó hacia atrás. Su cabeza golpeó ruidosamente en las piedras del pavimento.

Hubo un momento de silencio y a continuación un aullido, «¡Estúpido! ¡Apártate!», cuando el guardaespaldas trató de apartar el corpachón de su camarada. Yozo arremetió contra la garganta del hombre y sintió que la daga penetraba en el hueso. El guardaespaldas profirió un borboteo y ya no emitió ningún sonido más.

La refriega había durado tan sólo unos segundos y no pasó de una ondulación en la muchedumbre. Yozo se limpió la daga en la manga y la devolvió a la faja. La tarea se había cumplido, aunque no con la limpieza que hubiera deseado.

Se despojó de la máscara, la arrojó a un lado y echó a correr hacia la puerta, pisoteando a los juerguistas y golpeándolos para abrirse paso. A menos que fuera muy rápido, perdería la oportunidad de escabullirse sin ser visto. Masaharu y sus acompañantes ya habían salido.

Yozo se detuvo para saludar a Marlin, percatándose allí mismo de que aquélla podía ser la última vez que lo viera. Se quedó mirando su frente abombada, sus ojos hundidos y su mandíbula cuadrada cubierta de pelos, y recordó su cara, mirándolo por la puerta abierta de la jaula de bambú, y el peso de su mano en su hombro, echándolo para atrás, aquella noche en que estuvo a punto de atacar al comandante en jefe. Evocaba a Marlin, con los brazos y las piernas asomándole de su tosca ropa de campesino, abriéndose paso entre los guardias sureños y los marineros extranjeros, atravesando con arrogancia la Gran Puerta del Yoshiwara y siguiendo por el bulevar, con la cabeza sobresaliendo por encima de la aglomeración. El francés le había salvado la vida una y otra vez, y había sido un verdadero amigo para él; quizá el mejor amigo que nunca había tenido.

Marlin puso en manos de Yozo una espada, un revólver y una bolsa con munición.

—Ten cuidado. Habrá ahí fuera un montón de gente buscándote. Tanto más después de que se conozca lo ocurrido esta noche.

Yozo asintió.

—Te echaré de menos —dijo sinceramente—. Regresaré cuando todo esto haya acabado.

—Volveremos a encontrarnos. Enomoto, Otori, todos nosotros. Y volveremos a ver al shogun en su castillo. Recuerda lo que Kitaro solía decir: «Uno para todos, todos para uno..

Yozo se echó a reír y asintió tristemente con la cabeza, recordando a Kitaro y su amor por la famosa novela de Dumas, en aquellos años pasados en Occidente.

—¡Larga vida al shogun! Estoy en deuda contigo. Encontraré alguna manera de corresponder.

—Basta con que seamos amigos.

Yozo le tendió la mano, al estilo occidental, Marlin se la estrechó y le palmeó el hombro.

El guardián estaba junto a la puertecilla lateral, mirando por encima de su enorme hombro tatuado, sosteniendo su garrote y haciendo muecas feroces. Yozo se inclinó. Sabía que aquel hombre se arriesgaba a un severo castigo por dejarlos pasar. Inesperadamente, una sonrisa destelló en el rostro del guardián cuando Yozo pasó junto a él como una exhalación.

Fuera se alineaban los palanquines en la sinuosa calzada que atravesaba el Foso de los Dientes Negros y ascendía al Dique del Japón, que se alzaba como un muro negro contra el firmamento nocturno, con luces que parpadeaban a lo largo de la parte superior, y acá y allá una hoguera desprendía una lluvia de chispas. Las nubes se deslizaban ante la luna. La calle iluminada con faroles era tan brillante que Yozo ni se había dado cuenta de que estaba atestada de gente. Ahora proyectaba una luz fría en la gran muralla del Yoshiwara y en los tenderetes y los sauces del exterior.

En su mayoría, los porteadores estaban dormidos, acurrucados bajo los varales de sus vehículos. Un palanquín espléndido, de aspecto más bien oficial, se hallaba dispuesto enfrente mismo de la puerta. Masaharu, con su abrigo occidental, paseaba arriba y abajo. Sacó una bolsa y se la puso a Yozo en la mano. Él trató de rechazarla, pero luego cambió de idea y se la introdujo en la faja. Abrió la boca para darle las gracias, pero Masaharu alzó la mano y compuso una expresión grave.

Yozo hizo una inclinación. Pocos meses antes no hubiera imaginado que podía llegar a admirar a un sureño y que, incluso, le podía caer bien.

—Espero que tengamos la oportunidad de vernos de nuevo.

—Estoy seguro de que nos veremos —dijo Masaharu—. Buena suerte.

Otsuné estaba junto a él, vestida con ropa de trabajo de color índigo. Se había echado atrás la capucha y Yozo pudo ver su rostro dulce y redondo, y las leves arrugas de su pálida frente. Sonreía, conteniendo las lágrimas. Agarró el brazo de Yozo.

—Corre. Haremos lo posible para asegurarnos de que nadie sospeche nada.

Ella y Marlin se habían vuelto para él como de la familia, y resultaba desgarrador decirse adiós. Se inclinó, deseando abrazarla, como hubiera hecho un francés, pero sabía que a ella le hubiera extrañado que lo hiciera.

Hana estaba en el palanquín, con las piernas dobladas bajo el cuerpo. Aún llevaba el maquillaje blanco y su rostro ovalado era luminoso en medio de la oscuridad. Se lo quedó mirando como si apenas pudiera creer que estaba allí, y alargó la mano. Yozo se la tomó y sintió su suavidad. La miró y sonrió. Aquel momento —con Hana allí, a salvo y junto a él— hacía que todo aquello hubiera valido la pena.

—Siempre decías que me protegerías, y lo has hecho.

—Te protegeré siempre.

Aguzó el oído. Nadie los perseguía, no se oían pasos enérgicos en dirección a la puerta, ni gritos al otro lado de ella. Por imposible de creer que fuera, realmente lo habían conseguido.

Masaharu y Otsuné ya se habían deslizado por la puerta, de regreso. Ahora se oyó un portazo tras ellos y los cerrojos se volvieron a correr. Los sonidos de la música y el baile llegaban amortiguados, distantes.

Yozo avanzó con pasos largos mientras los porteadores cargaban con el palanquín por el foso y ascendían por las curvas del talud hasta la calzada que discurría por encima del Dique del Japón. Hiko y Heizo aguardaban entre las sombras y tomaron su lugar, galopando detrás, Hiko con su figura corpulenta, vestido con su mugriento uniforme, y Heizo, pequeño y de constitución robusta, con su cabeza en forma de bala. Yozo sonrió al verlos, contento de tener con él a aquellos compañeros de armas que hablaban con tanta claridad.

Se detuvo un momento junto al Sauce de Mirar Atrás y miró al Yoshiwara, medio escondido entre los árboles, por debajo de ellos. Con sus luces parpadeantes, su música, sus gritos y sus risas, era como un paraíso en la Tierra, pero él sabía que tras su brillante atractivo había violencia y crueldad.

Frente a él la calzada se presentaba larga y oscura. Volvió la espalda al Yoshiwara y se internó en la noche.

38

Hana despertó con un sobresalto, consciente de que el avance y el vaivén del palanquín habían cesado. Lo último que oyó fue el crujir de los paneles de madera y el silbido del viento a través de los pantanos, mientras la transportaban en medio de la oscuridad.

Acurrucada en la fría y angosta caja, con las piernas aplastadas bajo su cuerpo, movía los dedos de los pies, tratando de devolverles la sensibilidad. Por un momento sintió pánico y se preguntó dónde estaba; luego, todo lo sucedido aquella noche volvió a inundar su mente. Ésta la llenaban imágenes de pesadilla: el rostro hinchado de Saburo cuando yacía moribundo, la presión de las multitudes, las caras enmascaradas lanzando miradas lascivas, y el miedo terrible de que alguien la reconociera. Hubiera querido correr como una posesa, pero debía obligarse a caminar despacio, como si no tuviera la menor prisa.

Estremecida, recordaba las gordas manos de Saburo y sus ojos de sapo, su pesado cuerpo recostado en el suyo mientras ella le dejaba caer en la boca trozos de hígado de pez globo, y cómo empezó a sufrir arcadas y a quejarse de que tenía los pies fríos. Se recordaba corriendo a sus habitaciones, arrancándose los quimonos, aterrorizada de que alguien irrumpiera y la viese, y hallándose de pronto en el exterior, en la calle por primera vez en meses, sintiendo todos los ojos fijos en ella. Casi podía sentir el bastón del padre descargándose en su espalda y su cuchillo pinchándole la garganta, y un escalofrío de horror le recorrió la espina dorsal.

Oyó que la campana de un templo daba la hora e incluso las pisadas de un vigilante y el golpe seco cuando golpeaba sus dos bastones. Entonces se descorrió la puerta y Yozo estaba de pie fuera, a la luz del crepúsculo, con su mirada directa y su sonrisa tranquila iluminada por la luna. Detrás de él unas casas en sombras se alineaban en una calle tan estrecha que ella apenas podía ver las estrellas entre los aleros. Volvía a estar en el mundo real. Era grande, frío y oscuro, pero sabía que con Yozo allí todo iría bien.

—¿Dónde estamos? —preguntó, y su voz sonó espantosamente alta en medio del silencio.

—En el barrio del Este —dijo Yozo—. Edo sigue siendo la ciudad del shogun, al menos por un tiempo. No podemos alojarnos en una posada esta noche. A ti te conocen demasiado y las noticias pueden llegar al Yoshiwara. Nos instalaremos en la casa de la viuda de uno de nuestros camaradas. Podemos confiar en que no dirá nada. Me temo que el lugar será humilde, muy diferente de aquello a lo que estabas acostumbrada.

Ella emitió una risa trémula.

—Mi posición no es tan elevada como crees. Antes de llegar al Yoshiwara era como cualquiera. He vivido la mayor parte de mi vida sin comida exquisita y sin quimonos vistosos.

Mientras hablaba, la enormidad de lo que había hecho empezó a abrumar a Hana. Había dejado atrás a todos y todo aquello que habían acabado siendo sus preocupaciones: Otsuné, Tama, Kawanoto, sus espaciosas habitaciones, sus preciosos quimonos, sus colgantes y todos los hermosos regalos que le habían ofrecido sus clientes. Trató de apartar de su cabeza el pensamiento pero no podía deshacer el nudo de miedo que sentía en el estómago. Se mordió el labio. Ahora no tenía nada; sólo lo que consiguió liar en un fardo: un quimono de algodón, la caja de su marido y el estuche del rollo con su carta. Debía ir a Kano, se recordó a sí misma, y colocarlos en la tumba familiar. Se lo debía.

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