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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (40 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Al menos tenía dinero: Otsuné y Masaharu lo habían previsto, y también tenía dinero propio.

Consciente de su extravagante atavío, se anudó el pañuelo en torno a la cara y se lo bajó hasta la nariz para ocultar su maquillaje. Hubo un movimiento a sus pies cuando una rata pasó rápidamente, y recordó la última vez que estuvo en la ciudad, cuando conoció a Fuyu. El lugar ahora parecía aún más desolado, como si todos sus habitantes hubieran huido.

Los porteadores les señalaron una casa modesta, con plantas en macetas a lo largo de la pared, de la que una joven salía apresuradamente, frotándose los ojos, haciendo inclinaciones y sonriendo. Ella condujo a Hana y a Yozo a través de unas habitaciones destartaladas, que olían a humedad, hasta una pequeña cámara apartada, en la parte de atrás, y les llevó una cacerola con agua caliente y una bolsa de cáscara de arroz. Mientras la mujer tendía la cama y colocaba la ropa de dormir, Hana se restregó para quitarse hasta el último vestigio de maquillaje, luego sacó los peines y cintas que mantenían su pelo en su sitio, y se peinó una y otra vez hasta dejarlo largo y suelto como una cortina de seda negra. Se miró al espejo. Hanaogi había desaparecido y de nuevo era Hana.

—Me temo que no es precisamente un palacio, pero al menos estarás segura.

Yozo estaba arrodillado a un lado de la habitación, contemplándola. Había dejado sus espadas en el armero, donde pudiera tenerlas a mano, y puso el revólver bajo la almohada. En el Yoshiwara había tenido que representar el papel de un sirviente, pero ahora también volvía a ser él mismo. Parecía mayor, más serio. Era un soldado, y de alta graduación. Cuando hablaba con Hiko y Heizo, había un matiz de autoridad en su voz que Hana consideró más bien inquietante. Había también algo más, un punto de emoción. Él era libre y volvía al lugar al que pertenecía.

—Estoy tan metido en líos como tú. De hecho, más. Tú tienes que preocuparte por el padre y por los hombres del Yoshiwara, pero a mí me anda detrás medio ejército sureño. —Suspiró y se frotó los ojos—. Pero no pensemos en eso. Ahora no, cuando te tengo para mí solo.

A la luz de la vela, Hana podía ver su sonrisa, su rostro enérgico y sus expresivos ojos. Nunca había visto a nadie tan bello. Ansiosa de su tacto, se inclinó hacia él como si hubiera perdido toda su fuerza de voluntad, como si su cuerpo ya no la obedeciera.

Él le tomó la mano, se la llevó a los labios y ella cerró los ojos. Temblaba, casi asustada por los sentimientos que la embargaban. En todo el tiempo que estuvo en el Yoshiwara, nunca supo lo que llevaba dentro, lo que encerraba una parte oculta de sí misma. El amor había sido algo que se compraba y se vendía, y excitar el placer había sido su trabajo. Cuando susurraba dulces naderías a los oídos de sus amantes, ellos sabían que les decía lo mismo a todos los hombres. Aquello fue siempre un juego. Pero esto era completamente distinto.

Yozo la atrajo hacia sí y la besó. El contacto de sus labios le produjo una impresión que la recorrió, y sintió su cuerpo arquearse hacia el suyo mientras se entregaba por entero a él.

—He esperado tanto tiempo... —murmuró él con voz enronquecida.

Paseó sus dedos por su cabello y le acarició la nuca. Ella sintió la calidez de su aliento mientras le besaba los ojos y la nariz. Luego abrió su vestido y encontró su pecho; lo abarcó con la mano y frotó el pezón con el pulgar. Hana experimentó un placer semejante a la combustión lenta de un fuego que ascendiera por su vientre. La besó con glotonería, insistentemente. Estaban ellos dos solos y no había más que la oscuridad, la pequeña habitación, las ascuas en el brasero y el silencio.

Hana nunca había conocido semejante ternura. El tacto de Yozo, tan dulce pero tan estimulante, la llenaba de un placer más intenso que el que jamás había sentido. Se oía a sí misma gemir mientras él recorría con manos y labios sus pechos, el espacio entre ellos y la tierna piel del estómago, hasta que le cosquilleó cada poro. Le acarició los muslos y la fue lamiendo cada vez más abajo, hasta que su lengua encontró el limpiamente cortado triángulo de vello y enterró en él la nariz, hocicando como un gato, y luego lamió aún más abajo, sorbiendo a lengüetazos los jugos que de allí manaban. Indefensa bajo su contacto, murmuraba mientras un doloroso espasmo la invadía, vibrando en su vientre y propagándose como una llama hasta su garganta.

Luego, él se tendió a su lado. Ella recorrió ansiosamente con las manos su pecho y su musculosa espalda, apretando el rostro contra la piel suave, inhalando el olor de su cabello. Lo empujó para que se le pusiera encima y sintió el contacto rasposo de la barba cuando su cara se frotó con la suya, la dureza de su cuerpo y el fuerte latido de su corazón.

—Tú... —susurró él mientras se movían juntos, cada vez más rápidamente.

Y luego Hana se encontró flotando, con la sensación abrumadora de un dulce adormecimiento que se apoderaba de ella, colmándole el vientre, arrastrándose hacia arriba por su espina dorsal y alcanzando en oleadas las yemas de los dedos y la raíz de la lengua. Lo oyó gruñir profundamente encima de ella.

Yacieron largo rato el uno en brazos del otro, y luego se miraron, maravillados. Aquélla no era la única noche que iban a tener. Tendrían muchas más. Era el principio de una nueva vida.

39

Por la mañana, la joven viuda les llevó el desayuno. Abrió los biombos, y Hana y Yozo comieron en silencio, mirando el jardincito: un par de rocas y un pino retorcido, bañados por el sol otoñal. Hana se puso el quimono de algodón que había sacado del Rincón Tamaya y se sujetó atrás el cabello con un simple nudo.

Para Hana era su primera mañana de libertad. La gran ciudad estaba a sus pies, de modo que podía ir a cualquier parte y hacer lo que se le antojara. Estaba lo bastante lejos del Yoshiwara como para que el padre pudiera dar con ella. Nadie sabía siquiera quién era. Con su ropa de invierno, resultaría completamente invisible.

Ya había decidido adónde quería ir. Siempre lo supo. Había pensado en ello muy a menudo: la gran casa, con su jardín de bambúes y pinos, su farol de piedra, las rocas cubiertas de musgo y el pequeño estanque. Los arces estarían ahora en su mejor momento, y Gensuké envolvería con cuerdas de paja los arbustos para el invierno. Llevaría a Yozo con ella. Sonrió, imaginando su emoción cuando viera su casa por primera vez.

Se volvió para mirarlo y vio que contemplaba abstraído el jardín. Había estado tan ilusionada planeando todo lo que haría con su nueva libertad, que había olvidado que la ciudad no era segura para él. En el Yoshiwara permaneció oculto para los señores feudales sureños, pero ahora debería mostrarse precavido. Sus miradas se encontraron y él la miró interrogativamente, tamborileando sobre el raído tatami. Estaba ceñudo y ella se preguntaba qué tendría en mente.

—Me temo que tendré que ausentarme un rato —dijo Yozo—. Tengo asuntos de los que ocuparme.

Hana tuvo un sobresalto. Era lo último que esperaba oír.

—Ya te hablé de mis amigos, Enomoto y Otori. Hoy es el día que los trasladan a la cárcel de Kodenmacho. Es nuestra única oportunidad de rescatarlos. —Le tomó la mano y la mantuvo entre las suyas—. Sé que lo comprendes. Es una cuestión de vida o muerte.

Hana pestañeó enérgicamente. No había esperado que su despedida fuera tan súbita y tan temprana. Yozo la rodeó con sus brazos y apretó sus labios contra su frente.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —susurró.

—No quería estropear nuestra noche juntos. De todos modos, no hay por qué preocuparse. Hemos pensado nuestro plan cuidadosamente, con detalle. Estaré de vuelta para la noche y traeré conmigo a Otori y a Enomoto.

De sus palabras Hana dedujo que iba a correr un gran riesgo, y que él mismo podía acabar en prisión, o incluso ejecutado. Pero era hija de samurái y viuda de samurái, y no podía interponerse en su camino. Alcanzaba a sentir la emoción de Yozo y comprendió que no hacía aquello solamente por Enomoto y Otori. Había estado confinado en el Yoshiwara tanto tiempo, haciendo el papel de sirviente, mostrándose cortés y deferente, que ahora que estaba fuera anhelaba ser protagonista de los acontecimientos.

Una lágrima resbaló por su mejilla. Se la secó y apartó un largo mechón que le había caído en la cara, recogiéndoselo detrás de la oreja. Cerró los ojos, sintiendo el calor de los dedos de Yozo en su piel.

—Espérame aquí.

Ella negó con la cabeza.

—Llevo mucho tiempo deseando ir a casa. Te esperaré allí.

—¿A tu casa? —El rostro de Yozo se ensombreció—. Pero... pertenecía a tu marido.

—Nunca estaba allí. La mayor parte del tiempo estaba sola, sola con el servicio. Era mi hogar, no el suyo, y ahora es también el tuyo. Está en Yushima, no lejos del río, cerca del templo de Korinji.

Describió la calle, el río, el templo y la gran casa con el humo suspendido en torno a los aleros. Sólo pronunciar los nombres le causaba una sensación cálida.

—Hay algo más.

Yozo miraba fijamente el jardín, y ella se dio cuenta de que no había oído una sola palabra de lo que había dicho.

—¿De qué se trata.

—Tengo que decirte algo acerca de tu marido...; acerca de cómo murió.

Su mirada la asustó. Se inclinó hacia delante y le puso la mano en el muslo.

—No necesito saberlo —replicó con firmeza—. Sólo necesito que regreses sano y salvo.

Fuera cantaba una cigarra, rompiendo el silencio. Yozo sacudió la cabeza y volvió a tamborilear en el tatami.

—Te dije que vi caer a tu marido, pero no te dije por qué. —Inspiró profundamente. Evitaba mirarla a los ojos—. Yo... lo maté.

Hana retrocedió.

—¿Tú? ¿No fue un enemigo? —preguntó con voz entrecortada.

La habitación se había vuelto muy silenciosa. Entró la viuda y se llevó las bandejas del desayuno. Ellos continuaron sentados en silencio cuando se fue. Yozo mantenía la mirada fija en el jardín, con los hombros caídos. Hana quería decirle que no necesitaba oír más, pero él alzó la mano, con el ceño fruncido.

—Hizo matar a mi amigo Kitaro. —Su voz era tan débil que ella apenas podía oírla—. Juré vengarlo, pero tenía que esperar a que la guerra hubiese terminado... y sabía que era un delito matar a uno de nuestros oficiales al mando. Pero al final, cuando vi mi oportunidad, ni siquiera me paré a pensarlo. Fue en la última batalla y todos sabíamos que, en cualquier caso, íbamos a morir. Me encontré cara a cara con él en una calle desierta de Hakodate, él volvió a insultarme y le pegué un tiro. —Había una extraña luz en sus ojos, como si hubieran regresado a aquel lugar salvaje y distante, y presenciaran de nuevo lo sucedido—. Todavía tengo pesadillas por esa causa. No pude decírtelo hasta ahora porque estaba seguro de que me odiarías por ello. Después de todo, el comandante en jefe Yamaguchi era tu marido, con independencia de lo que sintieras por él.

Hana lo miraba fijamente, con los ojos muy abiertos. Sabía que aquello no fue un delito, sino un sagrado deber de vengar la muerte de un camarada, y que los hombres a menudo mataban a otros hombres. Su marido se había jactado de los muchos que había matado, incluidos sus propios soldados. Y si regresara también la mataría a ella, así que, en cierto modo, Yozo la había salvado.

—Es que no podía ocultártelo por más tiempo, y no quería que hubiera secretos entre nosotros.

Ella le tomó la mano entre las suyas.

—Eso no cambia nada para mí..., para nosotros —susurró.

Por alguna razón, su confesión hizo que lo quisiera aún más.

—¿Puedes perdonarme? —preguntó Yozo, volviéndose para mirarla.

—No hay nada que perdonar. Lo único que necesito es que vuelvas sano y salvo.

La atrajo hacia sí y la mantuvo abrazada, y luego se apartó, mirándola como si nunca pudiera apartar los ojos de ella. Lentamente, enderezó los hombros.

—Tu casa queda por donde estaba el cuartel de la milicia. Ichimura se aloja cerca, y allí es donde Heizo, Hiko y yo nos reuníamos con él. Iré contigo y me aseguraré de que llegas sin novedad.

Ella apoyó la mejilla en su hombro y le besó el cuello, luego le pasó la mano por la cara, la nariz y la barbilla, las arrugas en las comisuras de la boca y su suave y espeso cabello. Quería decirle que rogaría para que nada terrible sucediera, pero no fue capaz de articular las palabras. Ahora se daba cuenta de que él no esperaba regresar.

—Dijiste que me protegerías —murmuró—. No lo olvides.

—Tienes mi palabra —dijo, haciendo una solemne reverencia.

Atravesaron apresuradamente la ciudad, Hana unos pasos detrás. Cuando cruzaban la plaza frente a la puerta de Sujikai, Hana recordó las mujeres que había visto allí, pintadas y empolvadas, dispuestas a venderse a cualquier hombre por una bola de arroz. Sobre el río Kanda planeaban hedores de desperdicios y de comida putrefacta. Encontraron a un barquero que los transportara al embarcadero próximo a la casa de Hana.

No tardaron en llegar al descampado que ella cruzó corriendo cuando la perseguían los soldados. Ahora habían plantado allí moreras, de las que unas pocas hojas, brillantes y amarillas, aún pendían de las ramas. Hana sabía que el momento de la partida estaba muy próximo, pero a pesar de su tristeza y de sus temores por Yozo, ver aquel lugar que conocía tan bien le procuró consuelo. Por fin iba a casa.

Asomaron lágrimas a sus ojos cuando vio el familiar muro, rematado con tejas, y con el musgo asomando entre los sillares. Yozo se detuvo en la puerta, miró la placa con el nombre y torció el gesto.

—«Seizo Yamaguchi» —leyó.

Hana quiso abrazarlo y decirle que lo amaba, que lo que hizo no cambiaba las cosas, y que sólo servía para fortalecer sus sentimientos. Deseaba rogarle que no participara en aquella peligrosa misión, pero en lugar de eso blindó su corazón y se recordó a sí misma que ella era una samurái; sonrió, pestañeó para reprimir las lágrimas y le deseó suerte en el tono recatado propio de una esposa.

Yozo la tomó de la mano y se la besó una vez más, luego dio media vuelta y se encaminó al río. Ella lo siguió con la mirada: sus anchos hombros y sus dos espadas al costado. Él se volvió una vez y sonrió, y luego desapareció de la vista.

Hana abrió la puerta, apenas consciente de adónde la llevaban los pies, todavía aturdida por cuanto él le había dicho. Pero sabía que para ella eso no cambiaba nada. Aquellos días nefastos en que había sido la esposa del comandante en jefe Yamaguchi quedaban muy atrás, y ahora su corazón pertenecía a Yozo. Rezó con fervor para que regresara sin daño.

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