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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (26 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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—Nadie ha visto nunca un monje tan corpulento y tan bien alimentado como tú —le dijo Yozo.

Más abajo de donde estaban, la llanura se perdía en la distancia, como un mar de arroz dorado, listo para la cosecha, desplegado en un conjunto de cuadrados irregulares. Lo atravesaba, serpenteando, una delgada línea bordeada de árboles y punteada de figuras móviles. Yozo fijó la vista allá abajo, en busca de un convoy de jaulas, pero no lo vio.

Luego descubrió una mancha oscura en el horizonte, con una nube de humo flotando sobre ella.

—¡Allá! —exclamó, entrecerrando los ojos—. ¿Eso no es... Edo.

Marlin se incorporó sobre un codo e hizo visera con su gran mano.

—Lástima que perdiera el catalejo —comentó.

Yozo asintió.

—Es Edo, estoy seguro. El único inconveniente es qué hacer cuando estemos allí. Tendremos que empezar a buscar hombres y trazar planes.

—A estas horas es probable que Enomoto ya esté en prisión, a la espera de juicio.

—A menos que consiga escapar, lo cual, conociéndolo, es muy posible.

Al decir eso, Yozo no quiso tentar la suerte, pero sabía que también era muy probable que Enomoto estuviera muerto. Aun así, debía averiguar qué había ocurrido.

Yozo halló un camino de cabras que llevaba escarpa abajo. Marlin lo siguió hasta situarse a su altura, buscando agarraderos y saltando de un saliente a otro, los cuales se iban desmoronando. Las sombras se alargaban cuando alcanzaron el final de la pendiente. Los arrozales comenzaban casi al pie de los altozanos, resiguiendo los contornos, y ellos avanzaron por los estrechos senderos abiertos entre los campos, sin perder de vista la carretera. Luego, cuando fue demasiado oscuro para seguir caminando, hallaron una arboleda y se aovillaron bajo uno de los árboles. Se resignaron a pasar una larga noche oyendo rugir sus tripas.

De repente, un conejito gris salió de la maleza dando un salto y se los quedó mirando, moviendo el hocico. Marlin se abalanzó sobre él, lo agarró por las orejas y lo mantuvo en alto, brincando triunfalmente. Ambos sabían que encender una hoguera resultaría arriesgado, pero se hallaban lejos de la carretera o de cualquier pueblo, y bien ocultos entre los árboles. En cualquier caso, tenían demasiada hambre para ser cuidadosos. Yozo despejó el terreno y fue a recoger leña, mientras Marlin degollaba el conejo y lo desollaba. Cuando estuvo asado, lo devoraron ávidamente. Era el primer buen alimento que tomaban en varios días.

Al día siguiente llegaron a un río y siguieron su curso hasta alcanzar un punto donde las aguas eran someras, y lo vadearon. La orilla opuesta estaba cubierta de carriceras plateadas, cuyos penachos plumosos crecían muy por encima de sus cabezas.

—Tiene aspecto de pantano —dijo Marlin—. Si no tenemos cuidado, nos hundiremos hasta la cintura.

Yozo dio unos pasos entre las matas de plantas, golpeando el suelo con los pies. Estaba seco y era firme.

—No tenemos elección. A menos que queramos dejar rastro. Mientras no llueva podremos avanzar.

Emprendieron el camino marchando uno delante del otro a través de las altas plantas, avanzando con dificultad entre los tallos y apartando las bamboleantes frondas. No se percibía más sonido que el rumor de las hojas, las pisadas de sus sandalias de paja y el gorjeo de unos pajarillos que revoloteaban de tallo en tallo. Yozo dirigió la mirada al sol, con la esperanza de que se dirigieran hacia el oeste.

Se habían internado mucho en el pantano cuando la tierra empezó a presentarse húmeda y luego cenagosa. Yozo se quitó las sandalias de paja y caminó descalzo, sintiendo que los pies se le hundían en el terreno a cada paso, y que el fango los succionaba a medida que avanzaban. Hacía un sol de justicia. Yozo se limpiaba el sudor que le entraba en los ojos, las piernas le dolían a causa del esfuerzo por sacarlas del barro pegajoso. Marlin chapoteaba detrás de él, jurando sin parar.

—No tardaremos en salir de aquí —dijo Yozo, tratando de adoptar un tono que infundiera más confianza de la que él mismo sentía.

Mirando alrededor, al mar de hierbas, se dio cuenta, consternado, de que habían perdido sus puntos de referencia. Al menos en plena batalla él sabía dónde estaba el enemigo y cómo combatirlo; pero allí, en medio de aquella naturaleza salvaje, poblada por ondulantes frondas blancas, no tenía idea de qué dirección seguir.

Mirando entre los tallos, descubrió una elevación del terreno a no mucha distancia.

—Allí parece que hay terreno seco —dijo en tono ligero, tratando de ocultar su alivio.

Cuando llegaron al pie del montículo estaban agotados. Mientras trepaban, Yozo empezó a oír un ruido. Al comienzo era un susurro, apenas audible bajo el roce de las hierbas y el entrechocar de los guijarros que caían a su paso. Luego el ruido creció hasta convertirse en un murmullo nítido: voces y el repiqueteo de pies.

Manteniendo la cabeza baja, Yozo miró por encima del montículo y soltó un gruñido de contrariedad. Frente a ellos se alzaba un enorme muro de tierra que recorría la llanura, bloqueándoles el camino. Se trataba de un talud descomunal, mucho más alto que un hombre. Estaban tan próximos que podían ver las empalizadas de paja en lo alto y a personas circulando a lo largo de ellas. Y ni rastro de la carretera.

—Sea esto lo que sea, se encuentra entre nosotros y Edo —dijo Yozo, desalentado—. Tenemos que cruzarlo.

Se volvió hacia Marlin y se lo quedó mirando con expresión de incredulidad. El corpulento francés estaba tan radiante como si acabara de derrotar un ejército con una sola mano.

—Es el Dique del Japón, amigo mío —exclamó, como si apenas pudiera contener su emoción.

El humo se alzaba de los tenderetes situados en lo alto de la muralla y expandía torturadores aromas de comida.

Yozo lo miró y le dio un golpe en el hombro. Necesitaban guardar silencio.

—¿No lo entiendes? —dijo Marlin—. Es el Yoshiwara. Estamos junto a él. Podemos escondernos ahí.

Yozo se quedó con la boca abierta. Entonces las palabras penetraron en él y también rompió a reír. El Yoshiwara, la ciudad amurallada. Hacía años que ni pensaba en ella. Marlin tenía razón: aquello era otro país, con sus propias leyes y sus propios guardianes de la ley. Una vez dentro estarían bien... siempre que lograran entrar, ésa era la cuestión. Frunció el ceño, rumiando el asunto y tratando de imaginar cómo actuar.

—Primero tenemos que pasar ante los guardias, pero ellos nunca nos dejarían pasar. Parecemos mendigos. Así que la única manera de entrar consiste en acercarnos todo lo posible al pie del dique, y luego bordearlo hasta llegar al límite de la empalizada. Entonces tendremos que cruzar el Foso de los Dientes Negros y saltar la muralla. No será fácil, pero ya que hemos llegado hasta aquí... Nos las arreglaremos.

—¿Y por qué no esperar hasta la noche y entrar con alguien más? —propuso Marlin, que se removía con impaciencia—. Todo lo que tenemos que hacer es subir hasta lo alto del dique.

Yozo miró a su amigo, su cara grande y cuadrada, su cabello y su bigote, lacios y castaños, y sus largos brazos y piernas asomando de manera incongruente de su chaqueta de algodón y de sus polainas. Era la cosa más absurda que había oído.

—¿Confundirnos con la multitud? ¿Tú? Ahí arriba habrá soldados comprobando papeles, y tú no los tienes.

—Me conocen —replicó Marlin despreocupadamente.

—¿Que te conocen.

Yozo dejó escapar una sonora carcajada.

—Desde luego. —Marlin mantenía su sonrisa—. Si alguien nos aborda, diré que eres mi criado. Deja eso en mis manos.

Yozo suspiró. Era el plan más alocado que había oído nunca, pero Marlin parecía muy seguro de sí, y nunca le había fallado.

—Mejor será que nos tumbemos hasta la caída de la noche —propuso a regañadientes.

Descendieron del montículo, tratando de no revelar su presencia al rozar con las hierbas, y hallaron una buena sombra bajo una concentración de frondas. Allí se acurrucaron y aguardaron, mientras el sol calentaba con toda su fuerza.

El Yoshiwara. Yozo era un hombre de mundo, había estado en Occidente, pero aun así no podía evitar sentir un estremecimiento de emoción. Cuando era un muchacho, aquél era uno de los lugares más legendarios. Todo el mundo hablaba de sus cortesanas y geishas, y se intercambiaba el nombre de las más celebradas. Como todos los jóvenes, Yozo soñaba con ser visto del brazo de una bella cortesana y con ser admirado como alguien que sabía desenvolverse en aquel lugar.

—Así que conoces el Yoshiwara —le dijo a Marlin.

—No mejor de lo que tú conoces Pigalle o el distrito de las luces rojas de Amsterdam.

—Mi padre me trajo por primera vez cuando yo tenía trece años.

Yozo cerró los ojos. Podía oír el tono grave de la voz paterna: «Tienes que aprender a ser un hombre», le dijo. Yozo estuvo después en el extranjero y pasó a formar parte de un mundo distinto, de modo que desde su regreso nunca pensó en el Yoshiwara. Había una guerra en la que combatir.

Pero ahora, mientras el sol se arrastraba por el cielo, se entregó a sus ensoñaciones. ¡Vaya lugar para que un jovenzuelo fuera a echar un vistazo! Las mujeres con sus espléndidas sedas sonriendo, haciendo gestos con los brazos y señas invitadoras, lanzándole miradas cómplices que lo hacían sonrojarse hasta la raíz del cabello. Luego, se produjo allí el primer encuentro con una cortesana vestida con faldas rojas de cola y que desprendía nubes de perfume. Recordaba su sonrisa y sus suaves manos blancas. Desde entonces había conocido a muchas mujeres de su profesión, pero ninguna fue tan amable ni mostró tan consumada habilidad. En medio de sus ensoñaciones se preguntó qué habría sido de ella... y cómo sería ahora el Yoshiwara. Seguro que la guerra también lo había afectado.

Marlin tenía razón: era el lugar perfecto para esconderse. Como samurái, habría tenido que dejar sus espadas en la puerta, según recordó, y con ellas su rango. Fuera del Yoshiwara un samurái hubiera mirado a los comerciantes como criaturas vulgares que hollaban sus manos con dinero, pero dentro del Yoshiwara todos se bañaban juntos. De hecho, allí los comerciantes eran los reyes y se pavoneaban como nobles, patrocinando banquetes y divirtiendo a las cortesanas. Incluso los campesinos eran bien recibidos si tenían dinero que gastar.

Caía el crepúsculo cuando Yozo y Marlin emprendieron el camino a través del último tramo del pantano, hasta el pie del dique. Yozo echó un buen vistazo al tosco muro de tierra, y luego empezó a trepar por él con toda la destreza de que era capaz, buscando apoyos para manos y pies. Estaba a media altura cuando se produjo un golpe. Marlin había resbalado hasta el fondo, arrastrando piedras y terrones de tierra. Yozo levantó la cabeza, esperando ver hileras de ojos mirándolo, pero arriba había tanto ajetreo, que cualquier ruido que ellos dos pudieran producir quedaba ahogado.

En lo alto había una calzada en la que se alineaban tenderetes que vendían comida, xilografías, recuerdos y libros, todo a la vista, junto con todos los disfraces que un hombre pudiera desear, desde batas de médico hasta moños postizos. Los faroles iluminaban el camino. Por él se apresuraban los hombres, con fajas caídas sobre las caderas, según la moda, y los porteadores que transportaban palanquines.

A lo lejos brillaba un conjunto de edificios de cuyos tejados, pegados unos a otros, escapaban columnas de humo: el Yoshiwara. Surgía del llano como una ciudad de cuento de hadas, flotando en la oscuridad, con luces que danzaban, y atraía a los hombres hacia ella como polillas hacia una llama, tan seductora como el paraíso occidental de Amida Buda. Por encima del rumor de pasos, les llegaban los acordes de la música y los sonidos de la fiesta.

Yozo se sacudió el polvo de la ropa y se alisó el pelo.

—Por suerte es de noche —murmuró.

Se envolvió la cabeza con un pañuelo para ocultar la cara, de modo que sólo quedaron visibles los ojos y la nariz. Esperaba que Marlin se calara el sombrero, pero el francés se pavoneaba con la misma arrogancia con que cualquier libertino iría a pasar una noche en la ciudad.

—Recuerda: ni una palabra —le dijo, volviendo la cabeza—. Déjame hablar a mí.

Se sumaron a la multitud de hombres que se apresuraban por la calzada. Yozo los observaba disimuladamente: sureños en su mayoría, por sus acentos, y pueblerinos, por sus vistosas túnicas. La idea de que aquellos hombres no sólo ocupaban su país, sino que se acostaban con sus mujeres, lo hacía enloquecer de rabia. Acarició el cuchillo que llevaba en la faja. Entonces sintió que Marlin le tocaba el brazo. El corpulento francés había advertido su furia.

Se aproximaban al último recodo antes del Yoshiwara, cuando vieron que un grupo de soldados bloqueaban el camino, y que detenían a todo el que pasaba. Marlin cruzó ante ellos como si no estuvieran allí. Yozo inclinó la cabeza y se disponía a continuar cuando un hombre de feo aspecto, cabeza redonda y uniforme negro se interpuso en su avance.

—Papeles —aulló con un cerrado acento sureño.

Yozo echó mano de su cuchillo, pero antes de que pudiera hacer un movimiento, Marlin había dado media vuelta y lo agarraba del cuello.

—¡Idiota! —gritó en inglés, al tiempo que lo zarandeaba—. Eres demasiado lento, maldita sea. Venga, muévete.

Los guardias se quedaron boquiabiertos.

—Grandísimo imbécil —dijo Marlin, y propinó a Yozo un golpe en la cabeza.

Los guardias se echaron atrás, se inclinaron nerviosamente, con toda evidencia impresionados por el gigantesco extranjero, y Marlin continuó andando con aire arrogante. Yozo lo siguió, sonriéndose para sus adentros, frotándose la cabeza y arrastrando los pies como el más lerdo de los sirvientes.

Se estaba felicitando por su suerte al zafarse de los guardias, cuando una pareja de desgarbados extranjeros los alcanzó por detrás, dando grandes zancadas. Se les pusieron cada uno a un lado. Yozo reconoció sus uniformes. Marineros ingleses, tipos toscos con rostros rubicundos y desprendiendo aquel olor a carne propio de los extranjeros.

Se acercaron a Marlin, lo adelantaron y se le plantaron delante. Era obvio que para ellos ni Yozo ni los guardias existían. Marlin se apartó a un lado y luego a otro, pero los marineros hicieron otro tanto, bloqueándole el paso.

—Franchute, ¿verdad? —preguntó uno en inglés—. Creí que os habían echado.

—¿Qué estás haciendo aquí, vestido como uno de esos monjes? —inquirió el otro, arrastrando las palabras.

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