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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (3 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Apuntó al hombre con la alabarda.

—Quédate donde estás. Sé cómo usar esto y lo haré si no tengo otro remedio.

Trató de hablar con voz firme, pero sonó débil y temblorosa, y provocó un nuevo estallido de carcajadas al otro lado del muro.

Lanzándole una mirada maliciosa, el hombre echó mano a la espada. Hana oyó rechinar el metal cuando lo extrajo de la vaina y, en el mismo momento, el hombre saltó. Al otro lado del muro se sucedían los golpes producidos por los hombres que, de nuevo, la emprendían con la puerta.

Cuando el hombre tocó el suelo dio un traspié y perdió el equilibrio. Antes de que pudiera recuperarlo, Hana atacó con todas sus fuerzas. De la cuchilla de la alabarda escapó un destello al describir el arma un gran arco, silbando en el aire. Hana sintió que adquiría velocidad. Temblando de horror, trastabilló hacia atrás y vio el pecho del hombre abierto de par en par, como una boca, de la que manaba sangre. Esperaba encontrar resistencia, pero no la hubo. La cuchilla había penetrado en la carne y el hueso con la misma facilidad que si fueran agua.

El hombre emitió un sonido ahogado y dio sacudidas, esforzándose inútilmente en agarrar la espada, y luego dobló las rodillas y se derrumbó. Sorprendentemente, parecía pequeño y joven, tumbado en el suelo, presa de temblores, sangrando a borbotones por la boca y por el pecho. Oharu y Gensuké corrieron junto a él y le arrancaron las espadas del cinto.

Hana seguía mirando al hombre cuando aparecieron más soldados en lo alto del muro. Ahora que había matado a uno de ellos, comprendió que la matarían. Gritando a pleno pulmón, le clavó a uno su alabarda. Tuvo que efectuar una torsión para apartar la cuchilla, y luego empujó al hombre, hasta que éste cayó de espaldas. Otro saltó dentro de la propiedad, pero Oharu blandió con ambas manos la gran espada que había arrebatado y consiguió infligirle un corte en el muslo, lo que obligó al hombre a tambalearse hacia atrás, agarrándose la pierna y aullando. Un tercero atacó con su espada a Gensuké, pero Hana se la quitó de las manos con su alabarda y lo hirió en las pantorrillas.

Más hombres se encaramaban al muro, y hojas de espadas asomaron entre las tablas de la puerta.

—Rápido, Oharu —dijo Hana jadeando—. Debemos entrar y atrincherarnos en la casa.

Un momento después, Oharu forcejeaba con el gran cerrojo de madera para correrlo a través de los herrumbrosos y viejos pasadores de la puerta lateral. Su cara ancha estaba sudorosa y sus manos temblaban.

—Hasta ahora hemos tenido suerte —dijo Hana entrecortadamente—. Pero no podemos luchar con todos.

—Vienen por usted —dijo Oharu—. Debe escapar.

—¿Y abandonaros? Nunca.

—Nosotros somos criados; no nos harán daño. Nos quedaremos aquí y los entretendremos.

Oharu ladeó la cabeza y se llevó el dedo a los labios. Se oían pasos fuera. Los hombres habían irrumpido por la puerta de la calle y corrían hacia la casa. Con el corazón desbocado, Hana tomó una chaqueta acolchada y se envolvió la cabeza y la cara con un pañuelo, luego se recogió la falda y abrió de par en par las puertas de la casa. Recorrió a toda prisa una habitación en sombras tras otra, en las que se percibía el olor a moho propio de los ambientes húmedos.

Desde que sus suegros se habían marchado, tenía preparado en la parte trasera de la casa un fardo con sus pertenencias, para el caso de que tuviera que abandonarla a toda prisa. Ahora se apresuró a cargar con el fardo y a descorrer el cerrojo que mantenía cerrados los paneles correderos, pero, para su horror, no se movía. Tomó un cuenco de madera y golpeó el cerrojo hasta que salió disparado. Luego dio un empujón al panel. Cuando la luz del día se derramó en el interior, se volvió y miró por un momento la gran vasija de porcelana de la hornacina, el rollo que colgaba, los grandes armarios de madera, con sus tiradores y sus pestillos de hierro, las puertas cuidadosamente empapeladas y los desgastados tatamis, cada cosa con sus recuerdos fantasmales de los tiempos idos. Trató de fijar la escena en su mente, y, con un sollozo, supo que la estaba viendo por última vez.

Salió a la estrecha galería situada en la parte trasera de la casa, cerró violentamente tras ella el panel, y se ató las sandalias de paja con movimientos torpes de sus dedos helados. Alrededor del jardín se alzaban los pinos envueltos con gruesas cuerdas de paja para protegerlos del frío. El farol de piedra y las rocas tapizadas de musgo se cubrían con el encaje de la escarcha, y el estanque estaba helado.

El terreno que rodeaba la casa era un laberinto, pero ella lo conocía bien. Aferrando su fardo, corrió por los senderos y entre las espalderas, hasta la cancela del muro trasero, y la abrió. A su espalda oyó cómo los soldados derribaban la puerta principal de la casa, y los golpes de los armarios al ser volcados.

Hana percibió entonces pasos en el jardín, detrás de ella. Con el corazón latiéndole fuertemente, salió corriendo a la calle, siguió junto a uno de los lados de la casa, y tomó por un angosto callejón y luego por otro y por otro. Continuó su carrera jadeando, sin detenerse, hasta que estuvo fuera de la vista desde la casa. Entonces se inclinó, con la respiración entrecortada, el aire helado le quemaba los pulmones.

Tanteó su daga, en lugar seguro, en la faja, y trató de recordar lo que su marido le había dicho. El transbordador. Necesitaba tomar el transbordador.

2

Cuando Hana llegó al río, las piernas le temblaban. El agua, oscura y aceitosa, se extendía frente a ella reflejando el cielo encapotado y la hilera de sauces a lo largo de la orilla. En el pasado, el lugar estaba repleto de embarcaciones de carga y de transbordadores atestados de pasajeros, pero ahora permanecía casi vacío.

Balanceándose entre los juncos había un bote de fondo plano y proa puntiaguda. A popa estaba un hombre en cuclillas, con un pañuelo en torno a la cabeza. Entre los pliegues de su rostro asomaba una pipa larga de la que escapaban bocanadas de humo que formaban volutas en el aire. Sus ojos, redondos y brillantes, negros, observaron a Hana, y luego una mano retiró la pipa, sosteniendo delicadamente la caña entre dos dedos rechonchos.

—¿Adónde va tan aprisa, joven señora? —graznó una voz que marcaba mucho las erres, la pronunciación propia de Edo.

Hana sabía que una mujer sola en un bote atraería fácilmente la atención. Necesitaba encontrar un transbordador en el que ocultarse entre otros pasajeros, pero no podía ver ninguno.

—Al Puente del Japón —murmuró, tratando de dominar el temblor de su voz—. ¿Puede llevarme allí.

Nunca había ido tan lejos en una embarcación, y la asustaba pensar cuánto iba a costarle, pero no tenía elección.

—¿El Puente del Japón? —El anciano barquero asintió, mirando a Hana como una rana que observa una mosca—. Un ryo de oro —graznó, pronunciando las sílabas con claridad.

Hana dejó escapar una exclamación. No disponía de semejante cantidad. Oyó entonces un fuerte rumor a lo lejos. Hombres uniformados de negro surgían de entre las casas y avanzaban por la pradera en dirección al río. Sin pensarlo dos veces, saltó al bote tan apresuradamente que lo hizo tambalearse. El agua chapoteó contra el casco.

El barquero se puso de pie con una lentitud desesperante. Sus piernas escuálidas estaban embutidas en unos delgados pantalones negros, y su deformada chaqueta de algodón apenas lo protegía de las ráfagas heladas que azotaban la superficie del agua. Con la pipa todavía entre los dientes, tomó una pértiga del costado del bote, la hundió en el agua con un chapoteo, y luego se inclinó tanto que Hana temió que se cayera. El bote dio una sacudida cuando el barquero le imprimió un fuerte impulso y se apartó de la orilla.

Hana miraba adelante y sentía un picor en la nuca, convencida de poder oír el rumor sordo de los pasos en el camino de sirga que discurría tras ellos, pero cuando se armó de valor y miró en torno, no había nadie. Se agachó en el fondo del bote y, para que nadie la viera, excepto el barquero, escondió la cabeza entre los brazos. El mundo nunca le había parecido tan grande ni ella se había visto tan pequeña.

Agarrada a su fardo, se preguntaba qué les habría ocurrido a Oharu y a Gensuké, y sus pensamientos retrocedieron al día en que pasó revista a sus quimonos con Oharu, para decidir cuáles incluir en el equipaje, por más que parecía ridículo hacerlo cuando, probablemente, no se vería en la necesidad de abandonar la casa. Por último, Oharu dobló con el mayor cuidado el quimono nupcial de Hana, de seda roja, junto con otros de sus mejores quimonos, y los extendió en un paño de envolver, junto con el surtido de cosméticos de Hana y su libro favorito, El calendario del ciruelo.

El vaivén del bote llevó a Hana a evocar otra memorable travesía, cuando se arrodilló en un palanquín de cortinas rojas y escuchó el murmullo del río que la conducía a Edo y al hombre desconocido con el que iba a casarse. Oharu viajaba también a bordo, y de vez en cuando le preguntaba en voz baja: «Señora, ¿está bien? ¿Desea algo?» Oír su voz le procuraba un gran consuelo. Oharu también estuvo presente el día de la ceremonia, ayudándola a vestir quimono tras quimono, poniéndole el de seda roja en último lugar y apretándole tanto la faja que Hana apenas podía respirar.

Hana evocó a sus padres despidiéndose de ella esperanzados, convencidos de que le habían proporcionado la mejor pareja posible. Ninguno de ellos pudo haber adivinado que, poco después de la boda, los disturbios que atormentaban el país desembocarían en una guerra civil. Y ahora toda su familia había muerto, ella estaba sola y, con cada golpe de pértiga, el barquero la estaba llevando más y más lejos de todo cuanto había dejado atrás: la casa, a Oharu y a Gensuké. Emitió un suspiro de desesperación. Sucediera lo que sucediese, se dijo, debía encontrar una manera de regresar.

Por el momento, lo más importante era seguir con vida. «Ve al Puente del Japón —le había dicho su marido— y pregunta por...» Presa del pánico, rebuscó en su memoria pero no lograba recordar el nombre del lugar por el que debía preguntar, donde encontraría a personas que podrían ayudarla.

Poco después Hana empezó a oír serrar, talar y golpear, y sintió la fragancia de la madera recién cortada, mezclada con los acres olores del pescado y la vegetación podridos, excrementos humanos y el fétido hedor del río. Levantó la cabeza. Se deslizaban entre altas orillas pétreas. En el pasado había visto allí a los niños jugar con pelotas y palos, a los charlatanes vendiendo sus mercancías y a las parejas dedicadas a sus encuentros ilícitos bajo los árboles, pero ahora sólo había en el lugar unas cuantas personas corriendo, con los hombros encogidos a causa del frío.

—Ahora tenemos que llamarlo Tokio —dijo el barquero, sorbiéndose la nariz—. A mí ya me iba bien Edo, pero ahora tenemos que decir Tokio. Así lo han dispuesto nuestros amos. —Arrugó la nariz al pronunciar la palabra «amos», se aclaró la garganta y escupió. El salivazo brilló al sol antes de dar en las turbias aguas—. Tokio, capital oriental. ¿Capital de qué? Eso es lo que me gustaría saber. Matones del Sur. Devolvednos nuestra ciudad, digo yo, reponed a Su Señoría, el shogun.

Siguió impulsando la embarcación con la pértiga un breve trecho hasta llegar a un embarcadero bajo el arco de un puente que cruzaba el río. En la otra orilla se levantaba una puerta fortificada de piedra, como la torrecilla de un castillo.

—El Puente del Japón, es adonde quería ir, ¿verdad? Éste es el puente de Sujikai, y allá está la puerta de Sujikai. —Agitó una mano nudosa—. El Puente del Japón está al otro lado de la puerta, siguiendo por la calle principal. Tiene que andar un poco, pero lo encontrará.

Hana revolvió en su bolsa, pero, para su sorpresa, el hombre negó con la cabeza.

—Guárdelo —dijo con el ceño fruncido—. Lo necesitará.

En sus ojos negros brillaba una luz bondadosa. Se volvió e hizo un gesto de despedida con la mano mientras se alejaba, manejando la pértiga. Hana se envolvió el rostro en el pañuelo y, temerosa, echó a andar por el puente. Sin duda habría un puesto de control en la puerta. Al hacer el equipaje no había pensado en incluir su documentación, y los guardias se fijarían en las mujeres solas que vagaban por las calles.

Pero no había ningún puesto de control, ni guardias armados con garfios de hierro, ni severos funcionarios revisando las documentaciones. Los muros de la puerta se estaban desmoronando, y los grandes sillares de piedra se habían cubierto de musgo. La gente deambulaba sin ser estorbada.

Una cuadrilla de mujeres harapientas merodeaba en torno a la puerta, con sus enflaquecidas mejillas cubiertas de afeites y los labios pintados de rojo brillante. Un hombre cruzó por su lado y corrieron tras él, agarrándolo de los brazos y gritando: «Un mon de cobre, sólo un mon de cobre», hasta que el transeúnte giró en redondo, maldiciendo, y se desprendió de ellas. Se volvieron hacia Hana cuando pasaba por el lugar, como perros defendiendo su territorio. Quizá se debía a que iba sola, pensó. Cuando miró atrás, ellas continuaban observándola.

Se apresuró por la explanada, polvorienta y barrida por el viento, y miró alrededor, desconcertada. «Siga la calle principal», le había dicho el barquero, pero había calles que llevaban en todas direcciones. Hana tomó la más ancha, pero no tardó en darse cuenta de que la mitad de las tiendas y las casas estaban tapiadas con tablas, y muchas carecían de puertas y tenían el techo derrumbado. Había esperado hallar una ciudad próspera, no aquellas ruinas medio abandonadas.

Entonces oyó gritos y una risa ronca. Una banda de jóvenes se dirigía hacia ella pavoneándose, ocupando por entero la calle. Ella hizo exactamente lo que su marido le había dicho que no hiciera: caminar sola por la ciudad. Temerosa, se lanzó por la primera bocacalle y emitió un suspiro de alivio cuando los jóvenes pasaron de largo.

Pero estaba completamente perdida. Se encontraba en un laberinto de callejones flanqueados por casas ruinosas, tan estrechos que los aleros tapaban el cielo. Las calzadas eran resbaladizas, los desagües estaban obstruidos y el aire apestaba a causa de las aguas residuales. Tropezó con algo blando y pardo: una rata muerta, descomponiéndose en mitad de la calle. En el pasado, las cancelas al final de las calles se hubieran cerrado al anochecer, pero ahora basculaban sobre sus goznes. Captó miradas de muchachas que aguardaban ociosas en los accesos de las casas, pero que se desvanecían en las sombras cuando percibían que ella las observaba.

BOOK: La cortesana y el samurai
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