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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (5 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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—Como granos de arroz en un rollo de sushi —observó Kitaro mientras caminaban sorteando los cuerpos acostados—. Así están de apretados unos contra otros.

Agachados bajo las vigas, se encaminaron a la cabina del capitán, agarrándose a las barandillas de latón para mantener el equilibrio. Del interior llegaba ruido de voces, y una luz amarilla se filtraba al exterior. Yozo abrió la puerta de un empujón.

El almirante Enomoto estaba allí junto con algunos oficiales de alta graduación y con los nueve franceses, inclinados sobre las cartas, extendidas sobre la mesa. Todos iban pulcramente uniformados, con las pajaritas y las cadenas de reloj en su sitio, relucientes los entorchados de las bocamangas, destelleantes los botones y brillante el pelo. Guardaron silencio cuando entraron Yozo y Kitaro.

—Merde  —murmuró uno de los franceses—. ¡Qué horrible tempestad.

Yozo sonrió. Como todos los franceses a bordo, el sargento Jean Marlin era un personaje irritable y arrogante. Hablaba japonés a su manera, aunque empleaba giros divertidamente femeninos: sin duda había adquirido su vocabulario en los barrios del placer, pensó Yozo. Pero, bajo su arrogancia, Marlin tenía sentido del humor. Empezó como instructor, trabajando con un grupo de samuráis que manejaban sus espadas como se les antojaba, hasta transformarlo en un ejército disciplinado y muy competente que marchaba al paso, luchaba como un solo hombre y podía cargar y recargar sus fusiles Chassepot tres veces por minuto. Yozo sabía que Marlin estaba tan comprometido con su causa como ellos mismos.

El navío daba bandazos y los hombres se aferraban a la mesa y, con las manos extendidas, sujetaban las cartas y los instrumentos para mantenerlos en el sitio. Enomoto permaneció impasible hasta que el cabeceo disminuyó, y entonces dirigió la mirada a Yozo, que goteaba agua salada sobre la hermosa alfombra holandesa.

—Buen trabajo, Tajima —dijo—. Podría usted pilotar este barco con una sola mano.

La sombra de una sonrisa revoloteó por su rostro bellamente dibujado. En los últimos tiempos se había dejado crecer bigote y llevaba el pelo corto y con raya a un lado, según la moda occidental. A primera vista parecía el perfecto caballero, distante, lánguido y de clara estirpe aristocrática, pero nada podía ocultar el tesón que revelaba la forma de su mandíbula ni la ardiente decisión que reflejaban sus ojos. Yozo era la única persona a bordo que no se cohibía ante él.

—Si mis cálculos son correctos estamos por aquí —dijo Enomoto, señalando una de las cartas—. La bahía de Washinoki. Llevaremos el Kaiyo Maru a puerto, echaremos el ancla y desembarcaremos las tropas al amanecer. Esperemos que el tiempo nos favorezca. Tajima —prosiguió, mirando fijamente a Yozo—. Quiero que se una a las fuerzas terrestres, con el comandante en jefe Yamaguchi y la milicia.

Yozo se sobresaltó.

—¿El comandante Yamaguchi? —Las palabras se le escaparon antes de que pudiera contenerse, y los demás oficiales intercambiaron miradas. Pero las órdenes eran las órdenes. Yozo hizo una estudiada inclinación y saludó al estilo occidental—. Sí, señor.

—Usted también, Okawa —le dijo Enomoto a Kitaro—. Ahora escuchen atentamente. Una vez hayan desembarcado en la bahía de Washinoki, atravesarán el paso de Kawasui y cruzarán la península en dirección al Fuerte Estrella, en las afueras de Hakodate. Recuerden que avanzarán con rapidez y ligereza. Habrá guías en la playa esperándolos. El sargento Marlin y el capitán Cazeneuve acompañarán al general Otori y tomarán la ruta más directa, a través de las montañas, y avanzarán desde el norte. Con suerte, ambos destacamentos convergerán a la vez en el fuerte. La guarnición no esperará que alguien cruce las montañas con este tiempo, de modo que la cogerán por sorpresa. En cuanto a la flota, circunnavegaremos la bahía de Hakodate y echaremos el ancla una vez que el fuerte esté seguro en nuestras manos.

Cuando hubo concluido la reunión, Yozo y Kitaro bajaron por la escalerilla a la cubierta inferior. La humareda de petróleo y de carbón se filtraba desde la sala de calderas, mientras el barco cortaba las aguas y un par de faroles se balanceaban, iluminando la oscuridad.

—«Un héroe lleva el mundo en la palma de la mano» —murmuró Kitaro, por encima del rugido de las calderas y el estrépito que provocaban los fogoneros y estibadores que trabajaban abajo.

—¿Te refieres al comandante en jefe Yamaguchi.

Yozo se sentó en un largo cabo enrollado. Podía advertir que Kitaro trataba de adoptar una expresión despreocupada, pero lo conocía demasiado bien para engañarse. Kitaro estaba tan entregado a la causa como cualquier otro, pero era un hombre de mar y un erudito, no un soldado, y a diferencia de Yozo apenas había entrado en acción. Mientras que Yozo se sentía en su elemento con un fusil en las manos, Kitaro era más bien un filósofo. Lo suyo era pensar.

Yozo sacó del cinto una petaca y se la llevó a los labios, disfrutando de la sensación del ron quemándole la garganta. Tenía las manos negras.

—El comandante Yamaguchi es un héroe, pero también un bestia —dijo pensativamente—. El Comandante Demonio, lo llaman. Quizá Enomoto quiere que no lo perdamos de vista. He oído que se pasa un poco con la espada. Tal vez por eso Enomoto nos mande con él y no con el ejército regular.

Kitaro se acuclilló junto a Yozo.

—Tú lo viste en el castillo de Sendai, ¿no es así.

Yozo asintió.

—En la reunión para tratar de la guerra.

Tomó otro trago de ron y se enjuagó con él la boca, saboreándolo, mientras evocaba los enormes muros de granito y las altas almenas del castillo, las hojas anaranjadas, rojas y amarillas de los arces en los suelos y el laberinto de estancias heladas y pasadizos sin sol. Cuarenta días antes, la bandera de la Alianza del Norte, una estrella de cinco puntas blanca sobre fondo negro, ondeaba en lo alto de la ciudadela. Yozo estuvo allí como mano derecha de Enomoto, instruido para escuchar y no hablar.

La amplia sala de audiencias estaba oscura y fría. Ardían unos velones, que arrojaban una luz amarilla sobre los tatamis y los biombos dorados que se alineaban junto a las paredes, y el humo pendía sobre la chimenea y se elevaba de las pipas largas que fumaban los hombres. Asistían funcionarios del antiguo gobierno del shogun, con los diputados veteranos que representaban a los treinta y un señores de la guerra de la Alianza del Norte, todos ellos rígidos, ataviados con sus trajes de ceremonia. El comandante en jefe de los ejércitos del Norte, general Otori, y otros militares de uniforme, también ocuparon sus lugares. Al principio, todos —funcionarios, diputados y militares— se arrodillaron, según lo establecido, por orden de jerarquía, pero a medida que sus voces se alzaban, produciendo eco en la gran sala, olvidaron el orden de precedencia.

Discutieron durante horas. Algunos de los diputados propugnaban abandonar la lucha y prometer lealtad al nuevo gobierno. Aducían haber sido batidos en toda regla. Los sureños avanzaban hacia el Norte, arrasando sus castillos uno tras otro. Era una locura continuar. Deberían reconocer su derrota.

Yozo escuchaba sus quejas contrariado y en silencio. Entonces tomó la palabra Enomoto.

—Aún no estamos acabados. Se acerca el invierno. Nuestros hombres son duros y están acostumbrados a las condiciones hostiles, mientras que los del Sur son unos alfeñiques que no saben cómo es nuestro invierno. Los rechazaremos. Nunca osarán perseguirnos hacia el Norte, y si lo hacen morirán. —Su voz tranquila e intensa subió de tono hasta llenar los polvorientos rincones de la gran sala y hacer temblar las telarañas—. No olviden que contamos con los hombres más fuertes del país. No sólo disponemos del ejército, sino también de la milicia de Kioto.

—Lo que queda de ella, más bien —rezongó con un berrido un anciano de rostro congestionado—. Los del Sur los han estado cazando como si fueran perros. El comandante Yamaguchi es el único de sus mandos que conserva la cabeza.

—Estoy de acuerdo con el almirante Enomoto —aulló el general Otori, un hombre bajo y exaltado, con una cabeza en forma de bala—. Si juntamos todas nuestras fuerzas seremos invencibles.

—El comandante en jefe está con nosotros ahora mismo —declaró Enomoto—. Oigamos lo que tiene que decir.

Yozo recordaba el murmullo y el revuelo que recorrieron la concurrencia cuando el legendario luchador entró dando grandes zancadas. Era muy alto, recordaba Yozo, con una piel sorprendentemente pálida; un hombre apuesto, con su capote y sus bombachos y con sus dos espadas sobresaliendo del cinto. Miró, pensó Yozo, como alguien que ha pasado el tiempo en habitaciones oscuras, maquinando intrigas, y no en la calles de Kioto reduciendo a los enemigos, aunque se decía que los había matado a cientos. Su cabello largo, negro y brillante como la laca, lo llevaba echado descuidadamente hacia atrás. Miró con insolencia a los ancianos.

—En cuanto el comandante en jefe abría la boca, uno podía darse cuenta de que no era un samurái —le explicó Yozo a Kitaro—. La gente dice que es un campesino de Kano. Habló alto y claro. «Aceptaré el mando conjunto de las tropas confederadas.» Entonces se interrumpió y miró alrededor, observando a todos aquellos grandes señores allí sentados, fumando sus pipas entre resoplidos. «Pero con una condición —dijo. Podía haberse oído la caída de una pluma—. Mis órdenes deben ser estrictamente obedecidas. Si algún hombre las desafía, aunque sea un diputado o uno de los personajes más eminentes, lo mataré yo mismo.» Ésas fueron sus palabras. Aquellos diputados se miraron unos a otros. Uno podía ver lo que estaban pensando. ¿Quién se creía que era, intimidándolos de aquel modo? Y la forma en que lo había dicho, la amenaza que había en su voz... Su mirada revelaba que haría exactamente lo que quisiera.

—Cuando un hombre es lo bastante obstinado y está convencido de tener razón, no hay forma de detenerlo —observó Kitaro—. Junta a tres hombres obstinados y cualquiera sabe lo que puede ocurrir.

Yozo asintió. Entre Otori, Enomoto y el comandante en jefe controlaban el ejército, la flota y la milicia de Kioto. Los tres eran leales al shogun hasta la muerte. Y los tres tenían en sus ojos aquella chispa de locura.

Al amanecer del día siguiente, Yozo estaba de pie en cubierta. La nieve seguía cayendo, tan densa que apenas permitía distinguir la costa, y de las jarcias y penoles pendían carámbanos. Cuando el tiempo aclaró un poco, divisó una alineación de afloramientos rocosos y unas pocas chozas aisladas en la parte de sotavento de las colinas cubiertas de nieve. El turbio mar tenía un tono plomizo. Frente a ellos, las olas rompían en las rocas, levantando un muro de agua. El desembarco en la bahía de Washinoki iba a ser difícil.

En torno a Yozo, los hombres se protegían del frío con sus propios brazos. Los más desfavorecidos sólo disponían de uniformes de algodón; otros habían encontrado impermeables de paja, pieles de oso o de perro y se envolvían en ellas los hombros. Yozo se protegía con todo lo que había podido encontrar, pero el frío lo atravesaba, cortante.

Unos marineros descubrieron el primer bote, lo cargaron y lo ataron a un penol. Hicieron girar éste, tensando los cabos por un costado y aflojándolos por el otro, y arriaron el bote. El timonel, el contramaestre y doce remeros descendieron y, con precauciones, embarcaron mientras el bote cabeceaba y golpeaba el costado del buque, desprendiendo placas de hielo del tamaño de dos hombres y que salpicaban a los ocupantes del bote. Los soldados formaron en cubierta, inclinados bajo su pesada impedimenta, fusil al hombro. El primero de ellos miraba a un lado, a los estrechos peldaños que sobresalían del casco del buque, y que conducían directamente a las negras aguas que se balanceaban allá abajo. Dudó, dejó escapar con un silbido una bocanada de aliento, y luego levantó la mirada y se irguió cuando oyó aproximarse unos pasos pesados.

El rostro del comandante Yamaguchi aún estaba pálido a causa del mareo, pero se comportaba con la misma imponente arrogancia, con los hombros echados hacia atrás y la cabeza bien alta. Frunciendo el ceño con gesto impaciente, se inclinó hacia un lado y bajó la escala delante de su tropa, agarrándose a los cabos situados a ambos lados.

Sus hombres lo siguieron, y cuando el último embarcó en el bote, éste osciló y casi volcó. Algunos soldados gritaron, y el labio del comandante dibujó una mueca de desdén.

Yozo tomó su catalejo y observó a través de la tormenta cómo el pequeño bote cabeceaba sobre las olas. De vez en cuando se tambaleaba en la cresta de una de ellas, como si estuviera a punto de volcar. Un segundo bote ya había sido botado cuando el primero regresó.

Yozo y Kitaro se unieron al tercer grupo. La embarcación se desequilibró cuando pusieron pie en ella. Los remeros tomaron sus remos y el viento impulsó el bote, como si volara, directamente a la orilla. Cuando aún les faltaban unos metros para llegar, Yozo saltó al agua, emitiendo un grito ahogado a causa de la impresión que le produjo el agua helada. Junto con los remeros, se agarró al bote y lo mantuvo firme mientras los soldados saltaban a tierra y caminaban hacia la playa, formando una cadena humana para pasarse las cajas con el equipo y los suministros.

Había dejado de nevar, el cielo aclaraba y, desde la orilla, Yozo podía ver la vasta extensión del océano que se desplegaba gris hacia el horizonte, y la flota de ocho barcos mar adentro, erizados de mástiles. Los botes hacían viajes de ida y vuelta, transportando hombres de los barcos a tierra. Mientras Yozo observaba, uno de los botes desapareció. Cuando volvió a dejarse ver, tenía la quilla al aire, y el oleaje lo zarandeaba como si fuera un madero. Unas pequeñas figuras se retorcían en las aguas plomizas. Yozo avanzó hacia el agua, pero Kitaro lo agarró por el brazo.

—No seas loco. ¡Están demasiado lejos! —gritó por encima del rugido de las olas.

La tropa tenía un talante sombrío mientras recogía su impedimenta. Había perdido ya a algunos hombres valiosos, y ni siquiera habían entrado en combate. Pero cualquier muerte al servicio del shogun era gloriosa. Yozo se preguntaba si, en efecto, lo era, cuando él y Kitaro se unieron a los demás en la larga marcha a través del paso, en dirección al Fuerte Estrella y a la ciudad de Hakodate.

5

—¿Estás bien.

Hana se sobresaltó cuando un dedo le pinchó el brazo. Una mujer la estaba mirando. Llevaba un chal que le envolvía la cabeza y le mantenía la cara en sombras, pero a través de la espesa lana su voz sonaba joven.

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