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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (7 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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—Buen pelo —dijo la mujer—. Bueno y espeso. Y negro. Sin ondulaciones.

—Tu chal —dijo Fuyu entre dientes, y se lo quitó.

Hana trató de retenerlo, pero Fuyu ya se lo había retirado. La mujer se inclinó bruscamente hacia delante, observándola con atención. Alzó las cejas y abrió mucho los ojos, y luego agarró la barbilla de Hana con un pulgar y un índice callosos, respirando pesadamente. Sorprendida, a Hana la hizo retroceder el olor de maquillaje rancio y ropa sudada empapada en perfume.

La mujer volvió a sentarse sobre los talones y entrecerró los ojos, adoptando una expresión maliciosa.

—Desde luego que no es una belleza clásica —dijo, dirigiéndose a Fuyu—, pero no está mal. Linda cara redonda, ligeramente ovalada. —Se volvió y llamó—: ¡Padre, padre.

Unos pies se arrastraron por el tatami y se descorrió la puerta. Irrumpió en la habitación un hombre con una cara cuadrada y una panza protuberante por encima de la faja, en medio de una nube de vapores de sake y de tabaco.

—¿Una nueva? —preguntó, cerrando la boca después de cada sílaba—. No admitimos a ninguna más. El negocio va fatal, apenas viene un cliente. No nos podemos permitir más bocas que alimentar.

La mujer ladeó la cabeza y dirigió una mirada al hombre a través de sus pestañas.

—Tienes mucha razón, padre —replicó con un gorjeo infantil—, pero ésta...

—No haces más que obligarme a perder el tiempo, mujer —rezongó, se arrodilló, sacó un par de gafas de la manga y las equilibró sobre su nariz.

Se inclinó sobre Hana, la mujer tomó una vela de la mesa baja a la que había estado sentada y la acercó al rostro de Hana. Los ojos del hombre, pequeños tras los gruesos lentes, se abrían y se entrecerraban. Se sentó sobre sus talones y se quedó mirando a Hana como si evaluara una pintura, un cuenco para la ceremonia del té o una pieza de tela.

—No está mal del todo —dijo finalmente—. Casi tiene forma de pepita de melón. Buena piel también, blanca, sin manchas. Bueno, ninguna que yo pueda ver. Ojos grandes, nariz fina, boca pequeña, cuello delgado. Todo está bien.

Sorprendida, Hana le devolvió la mirada. Se disponía a abrir la boca para protestar cuando el hombre le tomó la barbilla, agarrándosela con tanta fuerza que le hizo daño. Se la bajó con su manaza, y con la otra le abrió los labios. Hana trató de contener las arcadas que le produjo el sabor del tabaco en los dedos, manchados de color pardo.

—Buena dentadura —gruñó.

Fuyu permanecía arrodillada, dirigiendo la mirada atrás y adelante, para abarcarlo todo.

—Quítate la chaqueta —dijo en tono perentorio.

El hombre aferró la mano de Hana, se la volvió hacia arriba y le acarició la palma, luego le dobló los dedos hasta hacerle creer que se los iba a romper. Hana pestañeó con fuerza, conteniendo las lágrimas.

—No va a conseguir otra como ésta —dijo Fuyu en tono enérgico—. Nunca se sabe en qué se convertirá una cría. Con una adulta sabe lo que tiene delante. No quiero llevarle la contraria, tiíta, pero usted misma puede verla. Es realmente una belleza, una belleza clásica.

Hana miró en derredor, al hombre de mandíbula prominente, a la anciana con su cara pintada y a Fuyu, que la contemplaba con ojos ávidos. Resultaba inútil tratar de apelar a lo mejor de sus respectivas naturalezas, eso podía percibirlo con toda claridad. Pero no se rendiría sin luchar. Inspiró profundamente. Debía recordarles que era una persona igual que ellos, no un objeto que podía ser comprado y vendido.

—No he venido aquí para eso —dijo con voz temblorosa—. Mi cara no tiene nada que ver. Sé leer y escribir. Puedo enseñar.

—Escúchala, padre —ronroneó la mujer—. Tiene temperamento. Y clase. ¡Cómo habla! ¡Escúchala.

El hombre devolvió sus gafas a la manga y se puso de pie.

—Demasiado mayor —dijo, elevando los hombros en un significativo encogimiento, tras lo cual se dirigió a la puerta.

—Dale una oportunidad, padre —pidió la mujer en tono persuasivo—. Cualquiera puede cantar y bailar, pero leer y escribir son conocimientos infrecuentes. Ven aquí, muchacha. Haznos una demostración.

Pero Fuyu ya se estaba poniendo de pie y se alisaba la falda del quimono.

—Iré a otro sitio. Es una muchacha excelente. No me costará encontrar a alguien que la acepte —dijo con tono meloso.

Las velas chisporrotearon y un goterón de cera se escurrió lentamente por una de ellas. El hombre observaba a Hana con sus duros ojillos.

—Túmbate de espaldas —dijo bruscamente.

Antes de que Hana supiera lo que estaba pasando, la vieja la agarró por los hombros y la hizo tenderse. Ella chilló y se debatió, pero la mujer era inesperadamente fuerte. Fuyu le puso la mano en la boca para que guardara silencio y ayudó a mantenerla echada.

Las dos mujeres, inclinadas sobre ella, la sujetaban con fuerza, mientras el hombre le arremangaba la falda del quimono y le separaba las piernas. Hana oyó el crujido del tatami cuando él se arrodilló entre sus piernas. Luego unos dedos ásperos estiraron, exploraron y pellizcaron. Podía oír la ronca respiración, y la notó cálida sobre sus muslos. Sintió un agudo dolor cuando un grueso dedo hurgó en su interior de tal modo que la hizo gritar y dar una sacudida hacia atrás.

Finalmente el hombre la soltó y volvió a sentarse sobre sus talones.

—Un buen espécimen. Firme, buen color. Sonrosado. De aspecto lozano. —Chasqueó la lengua—. Nuestros clientes disfrutarán de él.

Hana se sentó, cubriéndose las piernas desnudas con la ropa. Sin aliento a causa de la impresión, con el rostro encendido por la humillación, tragó saliva con dificultad, mientras le caían por las mejillas lágrimas cálidas.

—¿Y bien? —inquirió Fuyu.

—Te haremos un favor —dijo el hombre con tono mesurado—. Te la quitamos de las manos.

—Tiene usted buen corazón, padre —dijo la mujer, curvando los labios con coquetería—. Nadie más la aceptaría siendo tan mayor. Claro que todo depende de...

Fuyu se los quedó mirando, alternativamente.

—Vamos a hablar fuera. Estoy segura de que podremos llegar a un acuerdo. Y también estoy segura de que podrá ofrecer algún trabajo a esta chica.

Hana se arrodilló y se acurrucó, atreviéndose apenas a respirar, mientras la puerta se cerraba y los pasos se alejaban. Demasiado tarde, se percató de lo ingenua que había sido. Apoyó la cabeza en las rodillas y rompió a llorar.

Transcurrido un buen rato levantó la mirada. Llenaban la casa ecos de cánticos, el sonido metálico de los shamisen, conversaciones y risas, pero los sonidos llegaban amortiguados, como si procedieran de la lejanía, después de atravesar muchas paredes. Brotaba vapor de la tetera, y relucía el carbón del brasero. Las tazas, los pinceles de escritura y el jarrón con ramas de invierno, las pequeñas cosas dispuestas en la habitación, se movían con el parpadeo de la luz de la lámpara como si estuvieran vivas. Emitió un prolongado suspiro que la hizo estremecerse y se limpió el rostro con la manga. Al parecer, podía tener una posibilidad —una leve posibilidad— de deslizarse al exterior. Tomó su fardo y abrió la puerta con un crujido.

La galería estaba vacía. Las luces brillaban desde detrás de los biombos de papel que hacían de paredes de las habitaciones en torno al patio, y en ellos se movían sombras, unas gruesas, llevando bandejas, y otras delgadas, danzando con gestos llenos de gracia. Acá y allá la silueta de un hombre se movía furiosamente. Todo parecía encantadoramente festivo, pero Hana sabía que no lo era. Miró con cautela a derecha e izquierda, se aseguró una segunda vez, y entonces se escurrió fuera. Por un momento experimentó una oleada de esperanza, y luego se percató de que no tenía la menor idea de adónde ir. Cerró la puerta tras ella y caminó a lo largo de la galería con tanto sigilo como pudo.

Había pasado ante un par de habitaciones cuando se descorrió una puerta, y una figura se deslizó por ella entre un revuelo de sedas, impulsando una oleada de perfume de almizcle. Hana se paró en seco, con el corazón desbocado. El rostro de la mujer flotaba en la oscuridad. Era una máscara blanca, suave y perfecta, brillando a la pálida luz que se filtraba por los biombos. Sus ojos, pintados de negro, carecían de expresión, y en el centro de cada labio se dibujaba un pétalo rojo, lo que hacía parecer que tenía la boca fruncida y le confería el aspecto de un capullo de rosa. Semejaba una muñeca de porcelana.

Atónita, Hana se encogió y se la quedó mirando mientras la mujer le dirigía unas palabras incomprensibles en un gorjeo susurrante.

—Claro... —dijo la mujer perezosamente, procurando formar bien las sílabas, como si empleara una lengua que utilizaba raras veces—. Tú no hablas nuestro idioma. Es lo primero que deberás aprender. No te quedes ahí embobada. Precisamente yo venía en tu busca.

Mientras hablaba, Hana se dio cuenta de que, bajo el grueso maquillaje, la mujer presentaba en realidad un aspecto muy común. Tenía una boca prominente y su cabello no era liso, sino crespo. Se le habían soltado algunos mechones, que le caían sobre la cara, y unas manos de dedos gruesos asomaban de las mangas de su deslumbrante quimono rojo.

Pero nada de eso importaba. El maquillaje la transformaba en una aparición misteriosa, en un ser de otro mundo.

—No sé quién crees que soy —le soltó Hana—. Yo no vivo aquí. Yo... yo me iba.

Mientras hablaba se dio cuenta de lo ridículas que sonaban sus palabras. Había una única razón por la que las mujeres acudían a lugares como aquél, y no era hacer una visita.

—Vosotras, las selectas esposas de samurái, sois todas iguales. Os creéis que sois demasiado buenas para nosotras, pero después de todo tienes suerte de estar aquí. A un montón de chicas no se las admite. Ésta es una buena casa. Me han dicho que me encargue de ti. Puedes llamarme Tama. Ése es mi nombre.

Ignorando las protestas de Hana, la tomó por el codo y la condujo a lo largo de la galería y por un pasillo. A través de los resquicios de las puertas de papel, Hana captó visiones de fiestas en pleno apogeo. Pudo oír cantar y bailar, y oler aromas deliciosos que le recordaron lo hambrienta que estaba.

Un grupo de jóvenes, ataviadas con magníficos quimonos, se dirigió hacia ellas en tropel, como una bandada de pájaros multicolores. Sus caras pintadas de blanco brillaban a la luz de la lámpara.

—Detesto a esos sureños —decía una ferozmente. Hablaba en un tono elevado y penetrante, pero su acento se parecía mucho al de Hana, que la miró sorprendida—. Detesto tener que abrirme de piernas para ellos.

—En estos tiempos son los únicos que tienen dinero —dijo otra—. Pronto se irán, por suerte.

Pasaron rozando a Hana sin percatarse siquiera de su presencia, como un río que fluye en torno a una roca. Hana se sonrojó, súbitamente avergonzada por la suciedad de su indumentaria.

—El sureño al que he estado divirtiendo insiste en decirme que Edo se acabó —refunfuñó la primera mujer, con un bufido—. Dice que lo único que hace soportable Edo es el Yoshiwara. Llama rebeldes a nuestros hombres. —Su voz se había convertido en un airado gruñido—. ¡Rebeldes! ¡Menuda cara! Dice que los rebeldes que aún siguen vivos se fueron a Sendai y se unieron a la flota, a nuestra flota.

A Hana le dio un vuelco el corazón. Sendai era el lugar adonde, en su última carta, su marido le había dicho que se dirigía.

Las mujeres doblaban una esquina e iban desapareciendo. Le llegó la voz chillona, amortiguada por la distancia.

—Se han ido al Norte para formar una gran fuerza. Por supuesto que no le dije a mi sureño lo que pensaba realmente. Lo halagué, le dije lo listo que era. De este modo me contará más cosas. Pero ahora ya sé lo más importante: los barcos han zarpado. Nuestros barcos.

Hana oyó las palabras con tanta claridad como si las hubiera pronunciado a su lado. A menos que lo hubieran matado, su marido también estaba a bordo de uno de aquellos barcos.

Así que aún había esperanza. Ella debía esforzarse por permanecer viva y rezar para que, cuando terminara la guerra, él acudiera al Yoshiwara para rescatarla.

7

Yozo nunca había pasado tanto frío. En un momento, el cielo era azul, el sol arrancaba resplandores de las rocas y hacía chispear destellos de las espadas y bayonetas de los hombres que caminaban penosamente frente a él; y a continuación parecía como si hubiera anochecido y la nieve se precipitara en violentas ráfagas. El viento era tan fuerte que Yozo apenas podía mantener el equilibrio. Los únicos sonidos que rompían el silencio eran el crujido de las ramas a medida que la nieve se amontonaba más y más en ellas, y el ocasional golpe apagado cuando una de aquellas acumulaciones caía de una rama y se estrellaba contra el suelo.

Hacia el final del primer día, Yozo estaba helado hasta el tuétano y empapado. Tenía entumecidos los dedos de los pies y las manos, y le castañeteaban los dientes. Caminaba pesadamente, pero ascendía con ánimo resuelto por la montaña junto a Kitaro y los demás expedicionarios, avanzando con dificultad entre las rocas, sacudiéndose la nieve húmeda de la ropa. De este modo, dolorosamente lento, avanzaban por el paso en dirección al Fuerte Estrella y a la ciudad de Hakodate.

Al caer la noche empezaron a distinguir las formas sombrías de unos edificios, arracimados junto a un lago helado y rodeado de árboles. Alrededor de la plaza de la aldea había casas grandes, con empinados techos de paja, de los que brotaban los apetitosos olores de la leña y las cocinas. Perros flacos de espeso pelaje blanco se movían sigilosamente por los alrededores. Los aldeanos se encogieron de miedo cuando vieron a los soldados y sus armas de fuego. Eran hombres altos, de huesos grandes, con el cabello encrespado y largas barbas, envueltos en gruesas túnicas acolchadas o en pieles de oso: gentes de Ezo, al parecer. Isleños nativos. Por lo que los soldados sabían, eran salvajes que pescaban salmones y cazaban osos.

Yozo oyó el murmullo que recorría la tropa: «El comandante en jefe dice que vamos a alojarnos aquí esta noche..

Entró en una de las casas, con Kitaro tras él. Dominaba un fuerte olor a pescado, pero al menos el lugar tenía techo y estaba caliente. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, distinguió en medio un hoyo que hacía las veces de fogón, toscas esteras de paja extendidas por el húmedo suelo de tierra, y un par de rollos de corteza de abedul ardiendo en unos soportes, y que daban una luz irregular. Al menos una cincuentena de hombres se apresuró en tropel tras ellos y se acomodó en cuclillas alrededor de los troncos que ardían, soplándose en las manos y frotándoselas una con otra. El olor de humo de leña se mezclaba con la fetidez que desprendían los uniformes, sudados y sucios.

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