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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

Memorias (41 page)

BOOK: Memorias
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Conseguir que una novela de ciencia ficción cumpla este doble propósito es difícil, incluso para alguien con experiencia y talento como yo. Cualquier otro tipo de obra literaria es más fácil que la ciencia ficción.

Escribir una novela como
Murder at the ABA
no requiere inventar una estructura social. Es la que hay aquí y ahora. En realidad la estructura era precisamente la de la reunión a la que había asistido. Todo lo que tenía que hacer era componer el argumento. No es de extrañar que escribir una novela de misterio costara siete semanas en vez de siete meses.

Doubleday publicó el libro en 1976 y me gustó mucho. Pensaba que estaba escrito en un tono animado y que era una demostración de genialidad deliciosa. Había un personaje parecido a uno de Harlan Ellison, llamado Darius Just, que contaba la historia en primera persona. (Me preocupé de conseguir un permiso escrito de Harlan, por supuesto, y le dediqué el libro a él). Yo, bajo mi propio nombre, aparecía en el libro en tercera persona, como referencia cómica. Y para relajar la tensión y añadir un toque humorístico, Darius y yo discutíamos algunos puntos en las notas a pie de página. Unos pocos críticos lo censuraron, pero hay idiotas en todas partes.

Naturalmente, enseguida pensé en hacer una serie de novelas de misterio con Darius Just como protagonista. Siete semanas por obra era un trabajo estupendo. Lástima que nunca sucedió. Doubleday no quería. Si iba a escribir ficción, tenía que ser ciencia ficción. Habían permitido
Murder at the ABA
como una experiencia aislada.

Pero no importa, me las arreglé de todas maneras para escribir obras de misterio, pero por desgracia no fueron novelas. Lo explicaré a su debido tiempo.

86. Lawrence P. Ashmead

He tenido muchos editores a lo largo de mi vida, pero algunos destacan de manera especial. John Campbell y Walter Bradbury son dos ejemplos que ya he descrito. El tercero es Lawrence P. Ashmead.

En 1960, Ashmead trabajaba como ayudante de Richard K. Winslow, que sucedió a Timothy Seldes como mi realizador en Doubleday. Yo estaba ocupado escribiendo un libro titulado Life and Energy que fue publicado por Doubleday en 1962. Como no había conseguido devolver a Doubleday los dos mil dólares que me habían adelantado en 1958 para la tercera novela de robots que nunca escribí, los convencí para que los transfirieran a
Life and Energy
y librarme así de la obligación.

Larry Ashmead, que es un científico (tiene un título en geología), repasó el manuscrito de
Life and Energy
y sugirió una serie de correcciones. Dick Winslow se enteró de lo que había hecho cuando ya me había enviado el manuscrito corregido y, sabiendo lo especiales que somos los escritores, estaba preocupado por mi reacción.

Sin embargo, aunque tengo mis manías, no son las que suelen tener los escritores. La siguiente vez que fui a Doubleday entregué el manuscrito corregido y pregunté quién había hecho las correcciones. Larry dijo que había sido él (posiblemente preparándose para aguantar una rabieta de escritor.)

—Gracias, señor Ashmead —le dije—. Eran muy buenas correcciones, me alegro de que las hiciera.

No sabía que, cuando Dick se fuera de Doubleday, Larry le sucedería como mi realizador. A partir del momento en que le di las gracias, fue totalmente pro-Asimov. Yo me limito a trabajar basándome en el principio de que la gratitud (junto con la honestidad) es la mayor de todas las virtudes y esto me ha ayudado en numerosos momentos.

En cuanto me despidieron de la Facultad de Medicina y dispuse de todo mi tiempo, tomé por costumbre ir una vez al mes a Nueva York. Siempre seguía el mismo procedimiento. Llegaba el jueves, pasaba el resto del día y todo el viernes en la editorial, descansaba el sábado y volvía el domingo al mediodía. Cuando llegaba el jueves, lo primero que hacía después de dejar mi equipaje en el hotel y arreglarme era ir a Doubleday y almorzar con Larry en Peacock Alley. (Siempre ha sido mi restaurante favorito).

En 1970, cuando volví a Nueva York, me preocupaba un poco mi relación con Doubleday. Mientras estaba en Boston, sólo daba la lata en la editorial una vez al mes, lo que era bastante tolerable. Al estar en Nueva York, ¿no me sentiría tentado de molestarles un día sí y otro no hasta que me echaran del edificio?

En absoluto. El almuerzo mensual con Larry continuó y me hicieron ver que podía dejarme caer por allí cuando quisiera, aunque tenía cuidado de no estropear el acuerdo abusando del privilegio. En los últimos años he establecido una visita a Doubleday de una media hora de duración todos los martes, aunque con los últimos directores casi nunca voy a almorzar. Doubleday se ha acostumbrado a mi aparición semanal y en las pocas ocasiones en que no he podido ir se quejan de que “no parece que sea martes”.

Mi anécdota favorita de los almuerzos con Larry es la siguiente:

Después de haber terminado de comer muy bien, como de costumbre, en Peacock Alley, el maître (que nos conocía bien) nos trajo la bandeja de los postres. Ya había tomado las excelentes galletas que se sirven siempre con el café, así que preocupado por mis problemas de peso, elegí un postre muy pequeño y relativamente inocuo.

Entonces Larry me dijo:

—Venga, Isaac, eso es muy poco. Coge algo más. El que paga es Doubleday.

(Larry es bajo, guapo y, en esa época al menos, bastante delgado, aunque no flaco).

—Vamos, doctor Asimov —se entrometió el maître—. Tome alguna otra cosa.

—A Janet no le va a hacer ninguna gracia que tome dos postres —dije no muy convencido.

—Nunca lo sabrá —me respondió Larry.

Soy débil, así que tomé el segundo postre.

Cuando volví a casa, Janet me estaba esperando en la puerta con una mirada severa en su rostro.

—¿Qué es esa historia de los dos postres? —me preguntó.

El viejo Larry, amablemente, la había llamado para informarle en cuanto le dejé. Le perdono porque me gusta y por tanto clasifico su infamia en el apartado de “bromas pesadas”.

Dicho sea de paso, siempre que alguien preguntaba a Larry por un escritor para hacer algún trabajo difícil, invariablemente me sugería a mí. Y como odiaba, por cuestión de principios, decirle que no, en algunas ocasiones me encontré en situaciones incómodas. Tuve que escribir un artículo sobre sexo en el espacio para
Sexology
, por ejemplo.

Este artículo en concreto me llevó a una entrevista con la doctora Ruth en su popular programa de preguntas y respuestas relacionadas con el sexo. Tenía que hablar sobre sexo con ella. No me importaba porque era una mujer inteligente y muy guapa. Vi una grabación de la entrevista y la última observación que me hacía era:

—Espero que venga a visitarme de nuevo, doctor Asimov.

Mi contestación, mientras el sonido se iba desvaneciendo, fue:

—¿En qué está pensando, doctora Ruth?

Pero los realizadores también son mortales desde el punto de vista editorial y el 24 de octubre de 1975 Larry me llamó por teléfono para decirme que había aceptado un trabajo con Simon & Schuster, probablemente con más sueldo. Fui el primero en saberlo, porque no quería que me enterase por alguien de fuera. Fue terrible para mí. Me quedé sentado en la silla con la vista perdida durante una hora.

Luego vi que no fue tan terrible como pensaba. Doubleday me proporcionó otro realizador muy profesional y agradable, Cathleen Jordan, e iba a ver a Larry de vez en cuando, ya que conozco todas las editoriales. Ahora está en Harper’s, editorial para la que acabo de escribir un libro.

87. Mi sobrepeso

Puesto que en el capítulo anterior he hablado de mi “problema de peso”, es mejor que comente algo sobre un tema molesto pero importante.

Los Asimov somos propensos a la obesidad. Mi padre, delgado de joven, pesaba cien kilos a los cuarenta años y estaba bastante obeso. (Mi madre también ganó peso con los años, aunque menos).

Pero los Asimov tenemos también otra habilidad. Si adelgazamos, lo hacemos a fondo. He conocido a muchos obesos que, mediante un régimen draconiano, adelgazan, pierden veinte kilos o más y después recuperan todo lo perdido. Para mí esto es una tragedia. Hay que esforzarse tanto, es tan duro olvidarse del placer de comer para adelgazar y tener buen aspecto, y después, ¿volver a recuperarlo todo? No merece la pena pensar en ello.

Cuando a mi padre le apareció una angina de pecho en 1938, a los cuarenta y dos años, y los médicos le dijeron que adelgazara, lo hizo. Bajó con relativa rapidez hasta los setenta y tres kilos y se mantuvo en este peso durante los siguientes treinta años de su vida. Si no, no habría vivido todo ese tiempo.

Por lo que a mí respecta, yo era un chico flaco. En la universidad pesaba setenta kilos y nunca engordaba por mucho que comiera. Eso era porque en realidad no comía demasiado (casi nunca desayunaba, por ejemplo), pero no me daba cuenta de ello.

Una vez casado con Gertrude, tuve la oportunidad de comer platos mejores que los que hacía mi madre y comía todo lo que quería porque pensaba que no engordaría y, en cuestión de unos pocos meses, había engordado catorce kilos.

Para 1964, cuando tenía cuarenta y cuatro años, ya pesaba noventa y cinco kilos. Tenía la misma altura que mi padre y estaba sólo cinco kilos por debajo de su máximo.

Me asusté. Había sobrepasado en dos años la edad a la que a mi padre le sobrevino la angina. Sin duda, había escapado y parecía disfrutar de una salud perfecta, pero ¿cuánto tiempo duraría eso? Mi miedo se acrecentó cuando el actor Peter Sellers, que no estaba gordo, tuvo un ataque cardíaco y la noticia se publicó en toda la prensa.

Empecé a perder peso dejando de comer, y poco a poco fui bajando, primero a ochenta y dos kilos, después, unos años más tarde, a setenta y dos. Mi peso se ha estabilizado ahora en setenta y un kilos. Más o menos el mismo que cuando me casé con Gertrude, pero el daño ya estaba hecho.

88. Más convenciones

En cuanto conocí a Janet, empecé a disfrutar más de las convenciones. En 1959 fui a Detroit en tren a la Convención Mundial. Era sólo pocos meses después del banquete de los escritores de relatos de misterio y, sin embargo, recuerdo que me sentí muy a disgusto por estar solo. Después de todo, Janet era una aficionada a la ciencia ficción por derecho propio. Si ella hubiese ido a la convención hubiéramos almorzado juntos y después habríamos asistido a las charlas, y Janet incluso habría escuchado una de mis conferencias y sabría si yo era un gran profesor, como insistía en afirmar su hermano.

Sin embargo, no estuvo allí.

Mi recuerdo más claro de la convención de Detroit es que pasé prácticamente toda una noche riendo y divirtiéndome con otros escritores. (Es la única vez que he hecho algo así). Cuando por fin fui a mi habitación, hacía rato que había amanecido y pensé que no tenía ningún sentido ir a dormir, así que me arreglé y bajé a desayunar.

Desayunar pronto es un hábito casi desconocido en las convenciones, ya que suele haber tantas juergas nocturnas que sólo unos pocos son capaces de despertarse antes de las diez de la mañana, y la mayoría duerme hasta el mediodía. Así que entré en un comedor casi vacío donde estaban John Campbell y su (segunda) mujer, Peg, desayunando. Llevaban una vida ordenada, como (casi siempre) yo.

—¡Vaya! —dijo Peg, con aprobación—. Me alegro de que alguien estuviera en la cama a una hora decente y pueda desayunar junto con nosotros.

—Intento cuidarme, Peg —le contesté con cara seria y descarada hipocresía.

Al año siguiente, 1960, la convención fue en Pittsburgh y de nuevo pensé que podía asistir a ella. Además, esta vez convencí a Janet, de modo que me acompañó. Gracias a ella me lo pasé muy bien. Lo que recuerdo en particular de esa convención son los siguientes acontecimientos:

Al principio, Theodore Cogswell, un escritor de ciencia ficción que encantaba a las mujeres, cogió a Janet por el brazo y se la llevó. No había ninguna razón para que no lo hiciera. Janet no me pertenecía y, además, yo era un hombre casado. Lo extraño es que me sentí celoso, una emoción a la que creía ser inmune. Por fortuna, Janet volvió a los pocos minutos.

Presenté a Janet a John Campbell, quien al enterarse de que era psiquiatra, empezó a darle lecciones de psiquiatría y (como siempre) todo lo decía al revés.

Por cierto, una vez estuve almorzando con George Gaylord Simpson, el gran paleontólogo de la Universidad de Harvard, que era un gran aficionado a la ciencia ficción y quería conocer a John Campbell.

—George —le dije—, si alguna vez conoces a alguien que, al saber que eres paleontólogo te habla de paleontología, se equivoca en todo y no te da la menor oportunidad de meter baza, acabas de conocer a John Campbell.

En una cena, invité a Janet en calidad de acompañante, y Judith Merril (una abogada a la vanguardia de los derechos de la mujer, incluso en esa época) me preguntó si había pagado la cena de Janet. (Por supuesto que la había pagado, pero si Judith fuera una auténtica feminista habría querido que Janet pagara su cena, ¿o no?)

En cualquier caso, puse cara de inocente y dije:

—No, Judy, no he pagado su cena. ¿Debería haberlo hecho?

—Lo sabía, eres un idiota; la habías invitado, ¿no?

—¡Caramba! —dije. Saqué dinero de mi cartera y fui hacia Janet haciendo ademán de entregárselo.

Ofendida, Janet me propinó una bofetada que hizo que los oídos me zumbaran. Es la única vez que una mujer me ha abofeteado y yo sólo quería gastarle una broma.

89.
Guide to science

En mis dos primeros años como escritor a jornada completa seguí escribiendo sobre todo para adolescentes. En eso me movían varias razones:

1. Pensaba honestamente que eran los que más necesitaban una introducción a las ciencias (y, si vamos a eso, a las letras). Una vez cumplidos los veinte, podía ser demasiado tarde para influir en ellos.

2. Al escribir para jóvenes lo hacía en el estilo informal que consideraba que era mi fuerte.

3. Los trabajos literarios que había realizado para adultos —aquellos libros de texto tan criticados— me habían traumatizado.

Pero entonces, el 13 de mayo de 1959 (dos semanas después de conocer a Janet), tuve noticias de Leon Svirsky, un editor de Basic Books. Era un individuo pequeño y con una nariz prominente que quería que escribiera un resumen de la ciencia del siglo XX para adultos. Me sentí halagado puesto que supuse (con bastante razón) que mi reputación como escritor científico estaba empezando a superar mi fama en el género de la ciencia ficción.

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