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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Fantástico, Aventuras, Infantil y Juvenil

El Gran Rey (21 page)

BOOK: El Gran Rey
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Taran forzaba la vista cada día intentando divisar alguna señal de Eilonwy y Gurgi, esperando contra toda esperanza que la princesa encontraría alguna forma de volver a reunirse con el grupo de guerreros. Pero los dos compañeros se habían desvanecido, y la desesperada jovialidad de Fflewddur y sus repetidas afirmaciones de que les verían aparecer de un momento a otro sonaban a falso y a hueco.

A media mañana del tercer día de marcha un explorador llegó al galope para informar de que había detectado movimientos extraños en el pinar que se alzaba, junto a un flanco de la columna. Taran detuvo a sus guerreros, les ordenó que se prepararan para el combate y avanzó al galope en compañía de Fflewddur para echar un vistazo. Los árboles que se extendían debajo de él sólo le permitieron ver un vago agitarse, como si sombras proyectadas por las ramas se movieran sobre la pendiente; pero un instante después el bardo lanzó un grito de sorpresa y Taran se apresuró a hacer sonar su cuerno.

Una larga fila de siluetas bajas y corpulentas emergió del bosque. Sus capas y capuchones blancos hacían que resultaran prácticamente invisibles contra la nieve, y Taran no pudo distinguir a un caminante de otro hasta que hubieron empezado a moverse sobre una extensión de rocas desnudas. Sus sólidas botas de cuero reforzadas y atadas con gruesos cordones apenas resultaban visibles por debajo de sus capas, y las siluetas parecía otros tantos tocones de árbol que se movían a gran velocidad. Taran supuso que las formas que se distinguían sobre sus hombros o colgando de sus cinturas eran armas o sacos de provisiones.

—¡Gran Belin! —exclamó Fflewddur—. Si ése es quien creo que es…

Taran ya había desmontado y corría cuesta abajo haciendo señas al bardo para que le siguiera. Al frente de la columna, que parecía estar formada por más de un centenar de siluetas, avanzaba una figura corpulenta que le resultaba muy familiar. También iba vestida de blanco, pero su cabellera carmesí parecía llamear por debajo del borde de su capuchón. Llevaba un hacha de hoja muy gruesa y mango corto en una mano, y un grueso cayado en la otra. Ya había visto a Taran y Fflewddur, y apretó el paso para reunirse con ellos.

Un instante después el bardo y Taran estaban estrechando sus manos mientras daban palmadas sobre sus robustos hombros y gritaban tantos saludos y preguntas que el recién llegado se llevó las manos a la cabeza.

—¡Doli! —exclamó Taran—. ¡El buen Doli, nuestro viejo amigo!

—Ya os he oído con toda claridad las primeras veces —bufó el enano—. Si alguna vez albergué duelas de que pudierais reconocerme habéis logrado dejarme totalmente convencido de que sois capaces de hacerlo.

Se puso las manos en las caderas y alzó la mirada hacía ellos intentando ofrecer un aspecto lo más malhumorado posible, tal como hacía siempre; pero no pudo evitar que sus brillantes ojos rojizos emitieran destellos de placer y que sus labios se curvaran en una sonrisa que Doli intentó convertir en su feroz mueca habitual sin el más mínimo éxito.

—¡Menuda persecución! Nos habéis hecho sudar lo nuestro —declaró Doli señalando a los guerreros que seguían a Taran por la pendiente—. Nos habían dicho que estabais en las colinas, pero hasta hoy no habíamos visto ni rastro de la columna.

—¡Doli! —exclamó Taran, quien aún estaba asombrado ante la inesperada aparición del compañero que llevaba tanto tiempo ausente—. ¿Qué buena suerte te ha traído hasta nosotros?

—¿Buena suerte? —gruñó Doli—. ¿Llamas buena suerte a tener que caminar día y noche por la nieve aguantando el viento? Todo el Pueblo Rubio ha abandonado sus hogares y anda de un lado a otro… Órdenes del rey Eiddileg. Las mías eran encontraros y ponerme a vuestro servicio. No pretendo ofenderte, pero me imaginé que si había alguien en Prydain que necesitara ayuda resultarías ser tú; y aquí estamos.

—Gwystyl ha hecho bien su trabajo —dijo Taran—. Sabíamos que iba a vuestro reino, pero temíamos que el rey Eiddileg se negara a escucharle.

—Bueno, mentiría si dijera que Eiddileg se puso muy contento —replicó Doli—. De hecho, faltó poco para que le diera un ataque… Yo estaba allí cuando nuestro melancólico amigo le describió vuestra apurada situación, y pensé que los gritos de Eiddileg conseguirían hacerme estallar los oídos. ¡Bobos grandullones, montañas patosas, gigantes atontados…! En fin, todas sus opiniones habituales sobre los seres humanos, pero se dejó convencer enseguida a pesar de todas sus protestas y alaridos. Diga lo que diga la verdad es que siente un gran aprecio hacia vosotros y, por encima de todo, recuerda cómo salvasteis al Pueblo Rubio impidiendo que todos acabáramos convertidos en ranas, topos y no sé qué más. Es el mayor servicio que mortal alguno nos ha prestado jamás, y Eiddileg está decidido a saldar la deuda pendiente que ha contraído con vosotros.

»Sí, el Pueblo Rubio se ha puesto en marcha —siguió diciendo Doli—. Por desgracia llegamos a Caer Dathyl cuando ya era demasiado tarde, pero el rey Smoit tiene motivos para estarnos agradecidos. Una hueste del Pueblo Rubio está luchando codo a codo con sus guerreros. Los señores del norte están preparados para la batalla, y puedes estar seguro de que también tomaremos parte en esa contienda.

A pesar de sus gruñidos y su tono malhumorado Doli estaba obviamente orgulloso de las noticias que traía. Había acabado de relatar con gran entusiasmo un enfrentamiento en el que el Pueblo Rubio había engañado al enemigo haciendo que todo un valle resonara con ecos tan terribles que sus adversarios acabaron huyendo aterrorizados al creer que estaban rodeados, y había empezado a contar otra historia sobre el valor del Pueblo Rubio cuando se calló de repente al ver la expresión preocupada del rostro de Taran. Doli escuchó en silencio mientras Taran le contaba lo que había sido de los otros compañeros, y cuando hubo acabado fue el rostro del enano el que se puso grave y pensativo. Después de que Taran terminase de hablar Doli guardó silencio durante unos momentos.

—En cuanto a Eilonwy y Gurgi, estoy totalmente de acuerdo con Fflewddur —dijo por fin—. Sabrán arreglárselas de alguna manera, ya lo verás… Y si conozco un poco a la princesa no me sorprendería verla aparecer galopando al frente de su propio ejército.

»En cuanto a los Nacidos del Caldero, son un serio problema para todos nosotros —siguió diciendo Doli—. Ni siquiera el Pueblo Rubio puede hacer gran cosa contra criaturas semejantes. Todos los trucos que engañarían a un mortal común resultan inútiles. Los Nacidos del Caldero no son humanos…, en realidad debería decir que son menos que humanos. No guardan ningún recuerdo de lo que fueron, no conocen el miedo ni la esperanza…, no hay nada que pueda afectarles. —El enano meneó la cabeza—. Y soy consciente de que cualquier victoria que se pueda obtener en otros lugares no servirá de nada a menos que demos con alguna forma de pararle los pies a la ralea maldita de Annuvin. Gwydion tiene toda la razón. Si no se les detiene…, bueno, amigos míos, tendremos que hacerlo entre todos, y no hay más que hablar.

La columna del Pueblo Rubio ya había llegado a las líneas de Taran y un murmullo de asombro se fue extendiendo entre las filas de los hombres de los Commots. Todos habían oído hablar de la astucia y proezas de que eran capaces las fuerzas de combate del rey Eiddileg, pero nadie las había visto con sus propios ojos. Hevydd el Herrero se maravilló ante sus espadas y hachas de mango corto, y declaró que tanto su temple como la agudeza de sus filos superaban en mucho a la de cualquier arma que él pudiera forjar. Por su parte los recién llegados del Pueblo Rubio no parecían sentir ni la más mínima incomodidad. El más alto de los guerreros de Eiddileg apenas llegaba un poco más arriba de la rodilla de Llassar, pero los soldados del Pueblo Rubio contemplaban a sus camaradas humanos con la afable indulgencia con la que podrían haber tratado a unos niños superdesarrollados.

Doli le dio unas palmaditas a Llyan en la cabeza, y el inmenso animal emitió un ronroneo de felicidad indicando que le había reconocido. Ver a Glew encorvado sobre una roca contemplando con expresión avinagrada a los recién llegados hizo que el enano de cabellos carmesíes lanzara un grito de sorpresa.

—¿Quién o qué es eso? ¡Es demasiado grande para ser una seta y demasiado pequeño para ser cualquier otra cosa!

—Me alegra que lo preguntes —dijo Glew—. Es una historia que estoy seguro te parecerá muy interesante. En tiempos fui un gigante, y mi infeliz estado actual se originó nada más y nada menos que en la absoluta falta de miramientos de ese par… —Glew fulminó con la mirada a Taran y al bardo—, de quienes se podría haber esperado que me mostraran un mínimo de consideración. Mi reino…, sí, agradecería que te dirigieras a mí llamándome rey Glew…, era la caverna más hermosa de toda la isla de Mona, y contaba con los murciélagos más soberbios que te puedas imaginar. Era una caverna tan vasta que…

Fflewddur se llevó las manos a las orejas.

—¡Cállate de una vez, gigante! ¡Basta ya! No podemos perder el tiempo oyéndote parlotear sobre cavernas y murciélagos. Sabemos que se te ha maltratado y que han abusado de ti. Tú mismo nos lo has dicho cien veces. Créeme, un Fflam es paciente, pero como encuentre una caverna te meto a patadas en ella y te dejo ahí.

El rostro de Doli había adquirido una expresión pensativa.

—Cavernas —murmuró el enano, y chasqueó los dedos—. ¡Cavernas! Escuchadme con atención —se apresuró a decir—. A no más de un día de marcha de aquí hay una mina del Pueblo Rubio…, sí, estoy totalmente seguro de que está cerca. Las mejores gemas y piedras preciosas ya han sido extraídas, y que yo recuerde Eiddileg no ha tenido a nadie trabajando en esa mina desde hace mucho tiempo; pero creo que podremos entrar en ella. ¡Pues claro que sí! Si seguimos la galería principal debería llevarnos casi hasta el comienzo de los Eriales Rojos. Podréis alcanzar a los Nacidos del Caldero antes de que os hayáis dado cuenta. Uniendo nuestras fuerzas les detendremos de una manera o de otra. Cómo no lo sé, pero de momento eso no importa. Ya cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él.

Doli sonrió de oreja a oreja.

—Amigos míos, ahora el Pueblo Rubio está con vosotros —dijo—. Cuando hacemos algo se hace bien. La primera mitad de vuestras preocupaciones ya ha quedado atrás. En cuanto a la segunda mitad, quizá no resulte tan fácil —añadió.

Glew parecía de buen humor por primera vez desde que habían salido de Caer Dallben. La idea de algo que se pareciese a una caverna parecía animarle, aunque el resultado de la mejora de su estado anímico fue un nuevo chorro de historias interminables sobre sus hazañas de los tiempos en que era un gigante; pero después de un duro día y una noche de marcha cuando Doli se detuvo ante la escarpada pared de un gran risco el antiguo gigante empezó a contemplar lo que le rodeaba con expresión atemorizada. Arrugó la nariz y parpadeó poniendo cara de perplejidad abatida. La entrada a la vieja mina que el enano señalaba haciéndoles señas para que fuesen hacia ella no era más que una fisura en la roca que a duras penas resultaba lo bastante grande para permitir el paso a un caballo, y los carámbanos que colgaban sobre ella relucían haciendo pensar en unos dientes muy afilados.

—No, no —balbuceó Glew—. No tiene ni comparación con mi reino de Mona. No es ni la mitad de grande… No, no podéis esperar que vaya dando tumbos por una madriguera miserable como ésta.

Glew ya se disponía a retroceder, pero Fflewddur le agarró por el cuello y tiró de él obligándole a avanzar.

—¡Se acabó, gigante! —gritó el bardo—. Entrarás ahí con el resto de nosotros. —Pero Fflewddur tampoco parecía tener muchas ganas de guiar a Llyan hacia aquella angosta abertura que se abría entre las rocas—. Un Fflam es valiente —murmuró—, pero nunca me han gustado demasiado los pasadizos subterráneos y similares. Traen mala suerte. Acordaos de lo que os digo: antes de que hayamos conseguido salir de ahí nos habremos vuelto medio topos.

Taran se detuvo ante la entrada de la caverna. Más allá de aquel punto no había ninguna esperanza de encontrar a Eilonwy. Taran volvió a librar batalla con el deseo de buscarla antes de que la perdiera para siempre, y luchó con todas sus fuerzas para expulsar aquellos pensamientos de su mente; pero cuando por fin se obligó a seguir al bardo sintió como si dejara todo su ser detrás y avanzó tambaleándose por entre la oscuridad.

Doli había dado la orden de que los guerreros preparasen antorchas. Una vez encendidas su luz parpadeante permitió ver a Taran que el enano les había llevado a una galería que iba bajando gradualmente. Los muros de roca desnuda no llegaban más arriba que las manos levantadas de Taran. Los hombres de los Commots tuvieron que desmontar y guiar a sus asustados caballos dejando atrás trozos de roca y promontorios de bordes muy afilados.

Doli les explicó que aquello no era la mina propiamente dicha, sino uno de los muchos túneles secundarios que el Pueblo Rubio había utilizado cuando llevaba los sacos llenos de gemas al exterior. Tal como había predecido el enano, el pasadizo no tardó en volverse mucho más ancho y el techo rocoso se fue alejando de ellos hasta que las paredes alcanzaron tres veces la estatura de Taran. Angostas plataformas de madera colocadas unas encima de otras seguían las paredes a cada lado, aunque muchas se hallaban en muy mal estado y las vigas habían caído sobre el suelo de tierra apisonada. Maderos medio podridos reforzaban las arcadas que llevaban de una galería a otra, pero algunas habían sufrido derrumbamientos parciales y los guerreros y sus monturas tenían que avanzar con gran cautela a través de los montones de escombros o dar un rodeo para evitarlos. Después del viento helado que soplaba en el exterior la atmósfera de la mina resultaba casi asfixiante, y estaba saturada por los olores del abandono y el polvo acumulado durante muchos años. Los ecos revoloteaban como murciélagos alrededor de las estancias abandonadas hacía mucho tiempo, mientras la partida de guerreros avanzaba en una fila serpenteante con las antorchas levantadas por encima de sus cabezas. Las sombras que se retorcían parecían ahogar el sonido de sus pisadas, y el silencio sólo era roto de vez en cuando por el estridente relinchar de un caballo asustado.

De repente Glew, quien no había dejado de quejarse desde que entraron en la mina, lanzó un grito de sorpresa. Se inclinó y cogió algo del suelo. La luz de su antorcha reveló a Taran que el antiguo gigante sostenía en la palma una gema resplandeciente tan grande como su puño.

Fflewddur también la había visto.

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