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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Fantástico, Aventuras, Infantil y Juvenil

El Gran Rey (16 page)

BOOK: El Gran Rey
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—Entonces que así sea —replicó Taliesin—, Y vosotros —añadió el Primer Bardo volviéndose hacia los compañeros—, ya habéis visto muchos de los tesoros de Caer Dathyl. Pero ¿habéis visto su verdadero orgullo, el auténtico tesoro inapreciable que guarda? Está aquí —dijo en voz baja mientras movía una mano señalando las paredes de la estancia—. Esta Sala del Saber guarda una gran parte de la antigua sabiduría de Prydain. Arawn, el Señor de la Muerte, robó los secretos de sus artes y oficios a los hombres, pero no pudo apoderarse de las melodías y las palabras de nuestros bardos, y todas han ido siendo meticulosamente recogidas aquí. En cuanto a ti, mi valeroso amigo, hay unas cuantas canciones tuyas y no pocas precisamente —dijo mirando a Fflewddur—. La memoria vive más tiempo que lo que recuerda —siguió diciendo Taliesin—, y todos los hombres comparten los recuerdos y la sabiduría de todos los demás. Debajo de esta sala hay tesoros todavía más valiosos. —Sonrió—. La mayor parte se encuentra oculta a gran profundidad, como ocurre con la poesía. Allí está también la Sala de los Bardos. Por desgracia, Fflewddur Fflam, sólo el verdadero bardo puede entrar en ella —dijo con voz entristecida—, aunque quizá algún día te unas a nuestras filas.

—¡Oh, la sabiduría de los nobles bardos! —gritó Gurgi. Estaba tan asombrado que los ojos casi se le salían de las órbitas—. ¡Todo esto hace que la pobre y tierna cabeza del humilde Gurgi se llene de mareos y meneos! ¡Ay, ay, pobre de él porque no tiene sabiduría! ¡Pero sería capaz de renunciar al masticar y el tragar para conseguirla!

Taliesin puso una mano sobre el hombro de la criatura.

—¿Crees que careces de sabiduría? —preguntó—. Eso no es cierto. Existen tantas formas de la sabiduría como urdimbres puede crear un telar. La tuya es la sabiduría del corazón bondadoso y lleno de ternura. Es muy escasa, y eso hace que su valor sea mucho más grande.

»Y lo mismo es cierto de Coll, Hijo de Collfrewr —dijo el Primer Bardo—, y en su caso a la sabiduría de la tierra se añade el don de hacer despertar al suelo estéril y conseguir que éste florezca entregando una abundante cosecha.

—Es mi huerto el que se encarga de esa labor, no yo —dijo Coll mientras su calva coronilla se volvía de color rosado a causa del placer y la modestia—. Y cuando me acuerdo del estado en el que lo dejé, pienso que ocurra lo que ocurra tendré que esperar mucho tiempo para obtener otra cosecha.

—Yo tenía que encontrar la sabiduría en la isla de Mona —intervino Eilonwy—. Dallben me envió allí para eso, pero sólo aprendí a cocinar, manejar la aguja y hacer reverencias. —Aprender no es lo mismo que la sabiduría —repuso Taliesin con una carcajada llena de bondad—. Princesa, la sangre de las encantadoras de Llyr fluye por tus venas. Tu sabiduría quizá sea la más secreta de todas pues sabes sin saber, de la misma manera que el corazón sabe cómo ha de latir.

—Ay, me temo que yo sí carezco de toda sabiduría —dijo Taran—. Estaba con vuestro hijo cuando le llegó la muerte. Me dio un broche de gran poder, y mientras lo llevé comprendí muchas cosas y mucho que me había estado oculto hasta entonces se volvió claro como el agua. El broche ya no es mío, si es que hubo algún momento en el que realmente lo fuese. Lo que sabía entonces ahora sólo lo recuerdo como un sueño que está más allá de mis fuerzas poder recuperar.

Una sombra de pena pasó por las facciones de Taliesin.

—Hay quienes deben aprender conociendo primero la pena, la desesperación y la pérdida —dijo con afabilidad—, y de todos los caminos que llevan a la sabiduría ése es el más largo y el más cruel. ¿Eres tú uno de los que han de seguir semejante camino? Eso es algo que ni siquiera yo puedo saber, pero aunque lo seas no debes desanimarte. Quienes llegan al final de ese camino obtienen algo más que la sabiduría. Así como la lana sin cardar acaba convirtiéndose en una prenda y la arcilla sin moldear y cocer en un recipiente, así cambian ellos y dan forma a la sabiduría para otros, y lo que devuelven es más gránde que lo que han obtenido.

Taran se disponía a hablar, pero las notas de un cuerno de señales resonaron procedentes de la Torre Central y los gritos de los centinelas de las torretas llegaron a sus oídos. Los vigías anunciaron que acababan de divisar a la hueste que el rey Pryderi había reunido para la batalla. Taliesin precedió a los compañeros por un tramo de espaciosos escalones de piedra y les llevó hasta lo alto de la Sala del Saber, desde donde podrían ver más allá de los muros de la fortaleza. Taran sólo logró distinguir los destellos que el sol que empezaba a bajar hacia el oeste arrancaba a las hileras de lanzas extendidas a través del valle. Después siluetas montadas a caballo emergieron del contingente principal de guerreros y galoparon a través de la llanura salpicada de nieve. El atuendo carmesí, oro y negro del jinete que encabezaba al grupo hacía que destacara sobre los colores más apagados de la llanura, y los rayos del sol centelleaban sobre su casco dorado. Taran no pudo seguir observando por más tiempo, pues los centinelas ya habían empezado a gritar los nombres de los compañeros llamándoles a la Gran Sala.

Gurgi cogió el estandarte de la Cerda Blanca y se apresuró a seguir a Taran. Los compañeros fueron lo más deprisa posible a la Gran Sala. Una mesa muy larga había sido colocada en el centro de la estancia, y Math y Gwydion estaban sentados a su cabecera. Taliesin tomó asiento a la izquierda de Gwydion. A la derecha de Math había un trono vacío adornado con los colores de la casa real del rey Pryderi. A cada lado de la mesa estaban sentados los señores de Don los nobles de los cantrevs y los líderes de guerreros.

Los portadores de estandartes se alineaban a lo largo de las paredes de la Gran Sala. Gurgi miró a su alrededor poniendo cara de susto, pero se unió a sus filas después de que Gwydion le hiciera una seña. Estar rodeada por todos aquellos guerreros de rostros ceñudos hacía que la pobre criatura se sintiera terriblemente incómoda y aterrorizada, pero los compañeros le animaron con la mirada, y Coll le guiñó un ojo y acompañó el guiño con una sonrisa tan enorme que Gurgi alzó tanto su peluda cabeza como su estandarte improvisado más orgullosamente que cualquier otro portador de emblemas presente en la Gran Sala.

El mismo Taran se sintió bastante incómodo cuando Gwydion alzó una mano indicando que él y los otros compañeros debían tomar asiento entre los líderes de guerra; aunque Eilonwy, que seguía llevando su atuendo de guerrero, sonrió alegremente y dio la impresión de sentirse a sus anchas.

—¡Hum! —observó—. Creo que Hen Wen queda francamente bien en el estandarte, y si quieres que te sea sincera como emblema está mejor que muchos de los que veo. Te pusiste tan desagradable con eso de que si tiene los ojos azules o marrones… Bueno, pues puedo decirte que eso no llega a ser ni la mitad de raro que algunos de los colores que veo bordados en ciertos estandartes, y…

Eilonwy dejó de hablar, pues las puertas acababan de abrirse y un instante después el rey Pryderi entró en la Gran Sala. Todos los ojos se clavaron en él mientras avanzaba hacia la mesa donde se iba a celebrar el consejo de los monarcas. Era tan alto como Gwydion, y su soberbio atuendo brillaba bajo la luz de las antorchas. No llevaba casco: lo que Taran había visto era su larga cabellera que relucía como el oro alrededor de su frente. De su costado colgaba una espada sin vaina, pues, como explicó Fflewddur Fflam en susurros a Taran, Pryderi tenía por costumbre no envainar jamás su espada hasta que la batalla hubiera sido ganada. Detrás del rey venían maestros de cetrería con halcones encapuchados sobre sus muñecas protegidas por guanteletes; sus líderes de guerra, con el emblema del halcón carmesí de la Casa de Pwyll bordado sobre sus capas; y lanceros que flanqueaban al portador de su estandarte.

Gwydion, quien al igual que el Primer Bardo llevaba el atuendo desprovisto de adornos de un guerrero, se puso en pie para saludarle, pero Pryderi se detuvo antes de llegar a la mesa del consejo, cruzó los brazos delante del pecho y paseó la mirada por la Gran Sala observando a los reyes de los cantrevs que le aguardaban.

—Bien hallados, señores —exclamó Pryderi—. Me alegra veros reunidos aquí. La amenaza de Annuvin os ha hecho olvidar vuestras disputas internas. Volvéis a solicitar la protección de la Casa de Don, igual que hacen las avecillas cuando ven que el halcón traza círculos en el cielo.

La voz de Pryderi estaba impregnada de un desprecio que no hacía ningún esfuerzo por ocultar. La aspereza de las palabras del rey sorprendió bastante a Taran. El mismo Gran Rey clavó la mirada en Pryderi, aunque cuando habló sus palabras fueron mesuradas y su tono grave y tranquilo.

—¿Por qué decís eso, señor Pryderi? Soy yo quien ha hecho venir a todos los que estaban dispuestos a ponerse a nuestro lado, pues la seguridad de todos está en juego.

Pryderi sonrió con amargura. Sus apuestas facciones estaban un poco enrojecidas, aunque Taran no tenía forma de saber si debido al frío o a causa de la ira. La sangre tiñó los pómulos de líneas bien marcadas que sobresalían por encima de sus mejillas cuando Pryderi echó hacia atrás su dorada cabeza y sostuvo sin vacilar la adusta mirada del Gran Rey.

—¿Quién de entre ellos habría osado quedarse quieto cuando veía amenazada su propia persona? —replicó Pryderi—. Los hombres sólo responden a un puño de hierro o al roce de una espada en sus gargantas. Los que se consideran vasallos vuestros obran así porque eso sirve a sus propios fines. Estos gobernantes de cantrev nunca están en paz entre ellos, y cada uno anhela sacar todo el provecho posible de la debilidad de su vecino. ¿Creéis acaso que en lo más profundo de sus corazones son menos malvados que Arawn, el Señor de la Muerte?

Murmullos de ira y perplejidad brotaron de los monarcas de los cantrevs. Math los silenció con un rápido gesto de su mano.

Gwydion habló en cuanto se hubo hecho el silencio.

—Juzgar lo que se oculta en el corazón de los demás es algo que se encuentra más allá de la sabiduría de cualquier hombre, pues el mal y el bien siempre están mezclados —dijo—. Pero esta clase de asuntos deben ser discutidos sentados ante las ascuas de una hoguera de campamento, como vos y yo hemos hecho con frecuencia; o al final de un banquete cuando la llama de las antorchas empieza a encogerse. Ahora nuestras acciones deben tener como meta la defensa de Prydain. Venid, Pryderi, Hijo de Pwyll. Vuestro asiento os espera, y tenemos muchos planes que trazar.

—Me habéis llamado, príncipe de Don —replicó Pryderi con voz seca y cortante—. Estoy aquí. ¿Para unirme a vos? No. Para pediros que os rindáis.

11. La fortaleza

Durante un momento nadie pudo hablar. Las campanillas de plata atadas a las patas de los halcones de Pryderi emitieron un débil tintineo. Después Taran se levantó de un salto con la espada en la mano. Los señores de los cantrevs lanzaron gritos de rabia y desenvainaron sus armas. La voz de Gwydion resonó en la enorme estancia conminándoles a guardar silencio.

Pryderi no se movió. Los miembros de su séquito habían desenvainado las espadas y habían formado un círculo a su alrededor. El Gran Rey se había levantado de su trono.

—Os estáis divirtiendo a nuestras expensas, Hijo de Pwyll —dijo Math con voz severa—, pero la traición no es algo con lo que se deban gastar bromas.

Pryderi seguía inmóvil con los brazos cruzados delante del pecho. Sus rasgos dorados se habían vuelto del color del hierro.

—No lo llaméis broma —replicó—, y no me llaméis traidor. He pensado durante mucho tiempo en esto, y hacerlo ha llenado de angustia mi corazón; pero al fin he acabado comprendiendo que es la única manera en que puedo servir a Prydain.

El rostro de Gwydion estaba muy pálido, y las sombras de la preocupación se habían adueñado de sus ojos.

—La locura habla por vuestra boca —replicó—. ¿Acaso las falsas promesas de Arawn os han cegado impidiéndoos ver la luz de la razón? ¿Vais a decirme que un vasallo del Señor de la Muerte sirve a algún reino que no sea Annuvin?

—Arawn no puede prometerme nada que no tenga ya —dijo Pryderi—. Pero Arawn hará lo que los Hijos de Don no han conseguido hacer: pondrá fin a las interminables guerras entre los cantrevs, y traerá la paz donde antes ésta no ha existido nunca.

—¡La paz de la muerte y el silencio de la esclavitud muda! —replicó Gwydion.

Pryderi miró a su alrededor. Sus labios se habían curvado en una sonrisa despectiva.

—¿Acaso estos hombres merecen algo mejor, señor Gwydion? ¿Es que todas sus vidas juntas valen una de las nuestras? Estos hombres que se hacen llamar señores de los cantrevs no son más que una pandilla de matones toscos y pendencieros, y no son dignos de mandar ni siquiera en sus casas.

«Escojo lo que es mejor para Prydain —siguió diciendo—. No sirvo a Arawn. ¿Es el hacha dueña del leñador? Al final será Arawn quien acabará sirviéndome.

Taran escuchó con expresión horrorizada las palabras de Pryderi mientras éste se dirigía al Gran Rey.

—Deponed las armas. Abandonad a los alfeñiques que se aferran a vos en busca de protección. Rendios a mí ahora mismo. Ni Caer Dathyl ni vos sufriréis daño alguno, y estimo que sois digno de gobernar conmigo.

Math alzó la cabeza.

—¿Existe alguna maldad peor que ésta? —dijo en voz baja. Sus ojos no se habían apartado ni un instante de los de Pryderi—. ¿Acaso hay una maldad peor que la que se oculta bajo la máscara del bien?

Un señor de cantrev se levantó de un salto y avanzó hacia Pryderi con la espacia en alto.

—¡No le toquéis! —gritó Math—. Le hemos dado la bienvenida en calidad de amigo. Se marcha como enemigo, pero saldrá de aquí sin sufrir daño alguno. Si alguien osa tocar aunque sólo sea una pluma de sus halcones perderá la vida.

—Sal de aquí, Pryderi, Hijo de Pwyll —dijo Gwydion, y la gélida frialdad de su voz hacía que su ira resultase todavía más terrible—. La angustia de mi corazón no tiene nada que envidiar a la tuya. Nuestra camaradería ha quedado rota. Entre nosotros ya sólo podrán existir las filas de la batalla, y a partir de ahora lo único que nos unirá será el filo de una espada.

Pryderi no respondió. Giró sobre sí mismo y salió de la Gran Sala seguido por su séquito. Mientras montaba en su corcel la noticia se fue difundiendo entre los guerreros, y éstos le contemplaron en silencio sin romper filas. Más allá de las murallas los ejércitos de Pryderi habían encendido antorchas, y el valle ardía hasta allí donde podían abarcar los ojos de Taran. Pryderi cruzó las puertas —el carmesí y el oro de su atuendo despedían destellos iridiscentes tan intensos como los de las mismas antorchas—, y se alejó al galope hacia la hueste que le aguardaba. Taran y los hombres de los Commots le vieron marcharse sintiendo cómo la desesperación se iba extendiendo por todo su ser. Sabían, como sabían todos en Caer Dathyl, que aquel rey resplandeciente se había apoderado de sus vidas como si fuese un halcón de la muerte, y que se marchaba llevándoselas consigo.

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