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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Fantástico, Aventuras, Infantil y Juvenil

El Gran Rey (19 page)

BOOK: El Gran Rey
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Viajaron durante varios días, y Taran empezó a temer que los Nacidos del Caldero hubieran logrado dejarles muy atrás en su veloz retirada. Aun así lo único que podían hacer era seguir avanzando a la mayor velocidad posible. Se habían desviado hacia el sur, y estaban atravesando grandes extensiones salpicadas de maleza y bosquecillos.

Gurgi fue el primero en divisar a los guerreros que no podían morir. El rostro de la criatura se puso gris a causa del miedo mientras señalaba un trozo de llanura rocosa. Glew parpadeó, se atragantó y apenas si consiguió engullir el bocado que estaba masticando. Eilonwy les observó en silencio, y el bardo expresó su abatimiento con un silbido tan débil que apenas resultó audible.

El espectáculo de la columna que avanzaba sobre las llanuras ondulando como una inmensa serpiente llenó de preocupación a Taran. Se volvió hacia Coll y le lanzó una mirada interrogativa.

—¿Crees que podremos hacer algo para retrasarles? —preguntó.

—Un guijarro puede desviar una avalancha —dijo Coll—, y una ramita puede contener una inundación.

—Quizá, quizá —murmuró Fflewddur—, pero prefiero no pensar en lo que le ocurre al guijarro o a la ramita después.

Taran se disponía a indicar a sus guerreros que adoptaran la formación de ataque, pero Coll le sujetó el brazo.

—Todavía no, muchacho —dijo—. Antes de atacar hay que averiguar cuál es el camino que estas criaturas pretenden seguir para llegar a Annuvin. Si se quiere que la ramita haga su trabajo es preciso que esté colocada en el lugar adecuado.

Durante el resto del día y la mañana del siguiente los compañeros acompasaron su avance al de los Nacidos del Caldero. A veces les precedían, y a veces marchaban junto a su flanco, pero siempre sin perder de vista ni por un instante a los guerreros que no podían morir. Taran tuvo la impresión de que los Nacidos del Caldero se estaban moviendo más despacio. La oscura columna avanzaba sin detenerse ni un momento, pero su progreso era lento, como si los Nacidos del Caldero cargaran con un peso invisible. Taran se lo comentó a Coll, quien asintió y puso cara de satisfacción.

—Su fortaleza ha disminuido un poquito —dijo Coll—. El tiempo trabaja a favor nuestro, pero creo que pronto tendremos que poner manos a la obra.

Habían llegado a una gran franja de desolación donde la tierra desprovista de hierba se extendía a cada lado alejándose hasta donde podía ver el ojo. El suelo muerto estaba lleno de accidentes e irregularidades: se hallaba repleto de surcos que hacían pensar en un intento de ararlo que había sido abandonado a la mitad, y estaba acuchillado por cañadas y barrancos bastante profundos. Ni un solo árbol o matorral brotaba de la tierra de un color rojo oscuro, y mirara donde mirase Taran no vio ni la más leve señal de que algo vivo hubiera crecido allí jamás. Contempló el paisaje con una vaga inquietud, y el frío que le hizo temblar no era sólo producto de la mordedura del viento, sino también del silencio que se cernía sobre aquella tierra sin vida flotando como una neblina invisible.

—¿Qué lugar es éste? —preguntó en voz baja.

Coll torció el gesto.

—Ahora se llama los Eriales Rojos —dijo—. Me temo que en estos momentos mi huerto debe de tener un aspecto muy parecido —añadió con voz apenada.

—He oído hablar de él —dijo Taran—, aunque creía que sólo era uno de esos cuentos que se inventan los viajeros.

Coll meneó la cabeza.

—Sea lo que sea no es ningún cuento. Los hombres lo han rehuido desde hace mucho tiempo, aunque hubo una época en la que estos eriales eran el reino más hermoso de todo Prydain. La tierra era tan fértil que todo podía crecer en ella prácticamente de la noche a la mañana. Cereales, hortalizas, frutas…, vaya, pero si comparadas con las manzanas de este lugar las mías habrían parecido bayas resecadas por el viento tanto en tamaño como en sabor. Esa tierra era un tesoro digno de ser conquistado y conservado, y muchos fueron los señores que lucharon por su posesión; pero en los combates librados a lo largo de años y más años los cascos de los caballos pisotearon el suelo y éste quedó manchado por la sangre de los guerreros. La tierra acabó muriendo, como murieron aquellos que deseaban arrebatársela a sus congéneres, y la enfermedad no tardó en salir de los campos de batalla y se fue extendiendo poco a poco. —Coll suspiró—. Conozco esta tierra, muchacho, y no me gusta nada volver a verla. En mis días de juventud yo también marché con las huestes de batalla, y dejé bastante sangre mía en los Eriales.

—¿Es que nunca volverán a dar fruto? —preguntó Taran contemplando con abatimiento toda aquella extensión de campos desperdiciados—. La abundancia de cosechas que podrían producir haría que Prydain fuese un lugar rico y feliz. Dejar estos campos en su estado actual es todavía peor que derramar sangre en ellos. Si se la cultivara adecuadamente, ¿no crees que la tierra volvería a ser fértil?

—¿Quién puede saberlo? —respondió Coll—. Quizá. Hace muchos años que ningún hombre labra estos campos, pero en estos momentos eso no es algo que deba importarnos. —Movió una mano señalando las escarpadas cimas que se alzaban en la lejanía al otro lado de los campos—. Los Eriales Rojos se extienden hasta llegar a las colinas de Bran-Galedd, y por el suroeste llegan hasta muy cerca de Annuvin. Aquí empieza el camino más largo pero más libre de obstáculos de todos cuantos llevan hasta el reino de Annuvin, y si no estoy equivocado los Nacidos del Caldero marcharán por él lo más deprisa posible para volver con su amo.

—No debemos permitir que pasen por aquí —replicó Taran—. Tenemos que enfrentarnos a ellos en esos campos y retrasarles todo el tiempo que podamos. —Volvió la mirada hacia las cimas—. Hemos de obligarles a retirarse hacia las colinas. Las rocas y los accidentes del terreno nos permitirían tenderles trampas o atraerles a emboscadas. Es nuestra única esperanza.

—Quizá —dijo Coll—, pero antes de que tomes tu decisión hay algo que debes saber. Las colinas de Bran-Galedd también proporcionan un camino hasta Annuvin, y es más corto. Van haciéndose más altas a medida que se extienden hacia el oeste, y no tardan en ser riscos muy difíciles de escalar. Allí se alza el Monte Dragón, la cima más alta, que protege las Puertas de Hierro de la Tierra de la Muerte. Es una ruta difícil, cruel y muy peligrosa…, más para nosotros que para los Nacidos del Caldero, que no pueden morir. Nosotros podemos perder la vida, ellos no.

Taran frunció el ceño y contempló las montañas con expresión preocupada.

—No es una elección fácil, viejo amigo —dijo por fin con una carcajada llena de amargura—. El camino de los Eriales Rojos tiene menos obstáculos pero resulta más largo; el camino de las montañas es más duro y más corto. —Meneó la cabeza—. No poseo la sabiduría necesaria para decidir. ¿No tienes ningún consejo que darme?

—La elección debe ser tuya, líder de guerreros —respondió Coll—. Aun así, y como cultivador de coles y repollos, me atrevo a decir que si confías en tus fuerzas las montañas tanto pueden ser un amigo como un enemigo.

Taran sonrió con melancolía.

—No confío demasiado en las fuerzas de un mero Ayudante de Porquerizo, pero confío mucho en la fuerza y la sabiduría de sus compañeros —dijo después de guardar silencio durante unos momentos—. Bien, que así sea. Los guerreros del Caldero deben ser empujados hacia las colinas.

—Hay otra cosa que debes saber —dijo Coll—. Si ésa es tu elección, hay que actuar aquí mismo y cueste lo que cueste. Más hacia el sur los Eriales se ensanchan y la llanura se vuelve todavía más extensa y lisa; y si fracasamos aquí existe el peligro de que los Nacidos del Caldero consigan escapársenos para siempre.

Taran sonrió.

—Bueno, incluso un Ayudante de Porquerizo puede comprender algo tan sencillo.

Taran volvió a reunirse con la columna de guerreros y cabalgó a lo largo de ella para explicarles el plan que debían seguir. Advirtió a Eilonwy y Gurgi de que se mantuvieran lo más alejados posible de la contienda, pero no le costó demasiado adivinar que la princesa de Llyr no tenía ninguna intención de hacer caso de su advertencia. En cuanto a Taran, la decisión que había tomado era como un gran peso invisible depositado sobre sus hombros. Cuando los jinetes se agruparon junto a la franja de bosque y se fue acercando el momento en el que deberían avanzar a través de los Eriales sus dudas y temores se intensificaron. Tenía frío. El viento que murmuraba deslizándose sobre los campos llenos de surcos y cañadas se infiltraba a través de su capa como un torrente de agua helada. Vio a Coll, quien le guiñó el ojo e inclinó su calva coronilla en una rápida seña. Taran se llevó el cuerno a los labios y dio la señal de avanzar.

Coll había sugerido que cortaran ramas gruesas de los árboles, y los compañeros y todos los jinetes así lo habían hecho. La columna entró en el erial como una hilera de hormigas cargada con briznas de paja, y empezó a avanzar dificultosamente a través de las cañadas y barrancos. A su derecha se alzaban las ruinas de una muralla, alguna vieja frontera que ya no servía de nada cuyos bloques medio derruidos se extendían a lo ancho de una gran parte de los Eriales y terminaban cerca de la abrupta pendiente que llevaba hasta las colinas de Bran-Galedd.

Taran condujo al grupo de guerreros lo más deprisa posible hasta allí. Tenía la impresión de que los Nacidos del Caldero ya les habían avistado, pues la columna oscura había apretado el paso y estaba avanzando rápidamente a través de los Eriales. Los jinetes de Taran desmontaron y corrieron para colocar sus ramas en los huecos y grietas de la muralla. La columna de los Nacidos del Caldero estaba cada vez más cerca. Detrás de ellos venían Cazadores a caballo envueltos en gruesos chaquetones de piel de lobo, los capitanes de tropa cuyas ásperas órdenes llegaban a los oídos de Taran como el chasquear de un látigo. Hablaban en un lenguaje desconocido para él, pero Taran comprendía muy bien el tono despectivo y las carcajadas brutales que brotaban de sus labios como si fueran escupitajos.

Los Nacidos del Caldero mantenían su formación igual que habían hecho en Caer Dathyl, y sus filas avanzaban implacablemente sin detenerse ni un instante. Habían desenvainado las espadas que colgaban de sus gruesos cintos de bronce. Los remaches de bronce que cubrían sus petos de cuero relucían con débiles destellos mate. Sus pálidos rostros estaban totalmente inmóviles, y tan vacíos como sus ojos de mirada eternamente fija.

De repente los cuernos de los capitanes sonaron con un grito tan estridente como el de un halcón lanzado al ataque. Los guerreros del Caldero se envararon, y un instante después se lanzaron hacia adelante moviéndose más deprisa que antes en una pesada carrera sobre la tierra color rojo oscuro.

Los hombres de los Commots corrieron hacia su barrera improvisada de rocas y ramas. Los Nacidos del Caldero se lanzaron sobre la muralla medio en ruinas e intentaron trepar por ella. Fflewddur dejó a Llyan con Glew entre las otras monturas, cogió una rama muy larga y la hundió como si fuera una lanza en la masa de guerreros que trepaban por la muralla mientras gritaba con toda la potencia de sus pulmones. A su lado Gurgi agitaba un enorme cayado con el que golpeaba desesperadamente la ola que ascendía hacia ellos. Eilonwy alzó su lanza sin hacer caso del grito de Taran y fue su furioso ataque el que hizo tambalearse y caer al primer guerrero del Caldero, obligándole a debatirse desesperadamente para recuperar el equilibrio entre las filas de guerreros silenciosos que pasaban sobre él. El grupo de Taran redobló sus esfuerzos, y todos lanzaron golpes, mandobles y estocadas invirtiendo hasta su última reserva de energía en el intento de rechazar a su mudo enemigo.

Otros guerreros de las tropas que no podían morir perdieron su asidero cuando los atacantes se lanzaron ciegamente contra la barrera para ser rechazados una y otra vez por los astiles de las lanzas y los garrotes improvisados de los hombres de los Commots.

—¡Nos temen! —gritó el bardo con frenética alegría—. ¡Mirad, están retrocediendo! No podemos matarles, ¡pero por el Gran Belin que todavía somos capaces de obligarles a retirarse!

Taran, envuelto en la confusión de los guerreros que se agitaban y las estridentes llamadas de los cuernos de los Cazadores, pudo ver cómo las filas de Nacidos del Caldero se apartaban del seto de lanzas que las amenazaba, y sintió que el corazón le daba un vuelco. ¿Sería verdad que los capitanes temían aquel obstáculo y estaban preocupados por la disminución de la fortaleza de su muda hueste? La ola atacante parecía más débil, aunque Taran no podía estar totalmente seguro de que no fuesen meramente sus esperanzas las que creaban aquella impresión. Ni siquiera estaba seguro de cuánto tiempo llevaban combatiendo en la muralla. La que parecía interminable tarea de golpear con su lanza le había agotado hasta tal punto que sentía como si llevara toda una eternidad allí, aunque el cielo aún estaba iluminado.

Y de repente se dio cuenta de que Fflewddur tenía razón. La masa silenciosa de los guerreros que no podían morir había quedado atrás. Los capitanes de los Cazadores habían tomado su decisión. Los líderes a caballo se comportaron como bestias que descubren que su presa se encuentra demasiado bien escondida, e hicieron sonar una prolongada nota temblorosa en sus cuernos. Las filas de Nacidos del Caldero se desviaron hacia las colinas de Bran-Galedd.

Los guerreros de los Commots prorrumpieron en vítores. Taran volvió grupas para ir en busca de Coll, pero el viejo guerrero seguía avanzando a toda prisa a lo largo de la muralla. Taran gritó su nombre, y un instante después comprendió qué era lo que había visto Coll y se horrorizó. Un grupo de Nacidos del Caldero se había separado del contingente principal y estaba intentando abrirse paso a través de una brecha que no se hallaba defendida.

Coll llegó a ella justo cuando el primer guerrero del Caldero había empezado a trepar por encima de las piedras. Un instante después el viejo guerrero ya se había lanzado sobre él. Coll dejó caer su lanza al suelo, alzó en vilo al guerrero con sus robustos brazos y lo arrojó hacia abajo. Otros Nacidos del Caldero llegaron a la brecha, y Coll desenvainó su espada y empezó a repartir mandobles a derecha e izquierda sin prestar atención a las hojas de sus atacantes. El arma se rompió en sus manos, y el robusto granjero lanzó un grito de ira y empezó a asestar golpes con sus potentes puños. Los guerreros que no podían morir se aferraron a él e intentaron arrastrarle hacia abajo, pero Coll se libró de su presa, arrancó una espada de entre los dedos de un Nacido del Caldero que se tambaleaba a punto de perder el equilibrio y la hizo girar como si pretendiera derribar un roble con un solo tajo.

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