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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Fantástico, Aventuras, Infantil y Juvenil

El Gran Rey (14 page)

BOOK: El Gran Rey
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El tiempo fue empeorando a medida que los compañeros seguían avanzando a través del valle, y la cada vez más numerosa hueste de hombres de los Commots Libres les obligó a avanzar bastante más despacio. Los días eran demasiado cortos para todo el trabajo que había que hacer, pero Taran siguió adelante sin dejarse abatir por ello. Coll galopaba a su lado, siempre jovial y sin quejarse jamás. Su rostro enrojecido y curtido por el viento y el frío casi quedaba oculto por el cuello de un chaquetón forrado con piel de oveja. Un cinto para espada hecho de gruesos eslabones de hierro ceñía su cintura, y de su espalda colgaba un escudo redondo de cuero de buey. Había encontrado un casco de metal labrado, pero le pareció que su calva coronilla no lo consideraría tan cómodo como su vieja gorra de cuero y decidió prescindir de él.

Taran agradecía el poder contar con la sabiduría de Coll, y siempre estaba dispuesto a pedirle consejo. Cuando los campamentos en los que se iban agrupando los hombres empezaron a estar demasiado llenos fue Coll quien tuvo la idea de enviar grupos más pequeños y veloces directamente a Caer Dathyl en vez de ir de un Commot a otro con una fuerza que se estaba volviendo cada vez más incómoda de trasladar. Llassar, Hevydd y Llonio se negaron a abandonar la vanguardia de Taran y siempre estaban disponibles y cerca de él; pero cuando Taran se envolvía en una capa y se acostaba sobre la tierra helada para permitirse sus escasos momentos de sueño era Coll quien vigilaba su reposo.

—Eres el báculo de roble en el que me apoyo —dijo Taran—. Más que eso… —Se rió—. Eres todo el robusto tronco, y todo un guerrero además.

En vez de sonreír Coll le lanzó una mirada llena de melancolía.

—¿Pretendes honrarme con esas palabras? —preguntó—. Pues entonces prefiero oírte decir que soy todo un cultivador de repollos y un recolector de manzanas. No tengo nada de guerrero, sólo el que se necesiten mis servicios como tal durante un tiempo… Mi huerto me echa de menos tanto como yo lo echo de menos a él —añadió Coll—. No pude dejarlo preparado para el invierno, y pagaré un duro precio por eso cuando llegue el momento de la siembra de primavera.

Taran asintió.

—Cavaremos y arrancaremos las malas hierbas juntos, y me enorgullece poder decir que eres un gran cultivador de repollos… y un gran amigo.

Las hogueras de los centinelas ardían en la noche. Los caballos se removían en sus hileras. A su alrededor yacía la masa de sombras de los guerreros dormidos, un manchón de negrura más intensa envuelto en la oscuridad. El viento helado hería el rostro de Taran, y de repente se sintió cansado hasta la médula de los huesos. Se volvió hacia Coll.

—Mi corazón también se alegrará cuando vuelva a ser un Ayudante de Porquerizo —dijo.

Le habían llegado noticias de que el rey Smoit había reunido una potente hueste entre los señores de los cantrevs y que estaba avanzando en dirección norte. Los compañeros también se enteraron de que algunos vasallos de Arawn habían enviado partidas de guerreros a través del Ystrad para que acosaran a las columnas que se dirigían hacia Caer Dathyl. Eso hacía que la misión de Taran se volviera todavía más apremiante, pero lo único que podía hacer era seguir avanzando a la máxima velocidad posible.

Los compañeros llegaron al Commot Merin. Taran lo había considerado el más hermoso de todos los que había llegado a conocer durante sus vagabundeos. Las casitas blancas con tejados de barro y cañizos de la pequeña aldea parecían envueltas en un aura de paz incluso en aquellos momentos, cuando estaban rodeadas por el tumulto de los guerreros que se armaban, los caballos que relinchaban y los jinetes que gritaban, y daban la impresión de estar muy lejos de todo aquel desorden. Taran pasó al galope junto a los campos comunales rodeados por un anillo de chopos e higueras. Tiró de las riendas deteniendo su montura delante de una choza que le resultaba muy familiar y cuya chimenea humeante delataba el fuego que ardía en su hogar, y sintió el peso de los recuerdos acumulándose en su corazón. La puerta se abrió, y un anciano robusto y erguido que vestía una túnica de tosca tela marrón salió de la choza. Llevaba la cabellera y la barba color gris hierro muy cortas, y sus ojos de un nítido azul no habían perdido nada de su brillo.

—Bien hallado —saludó a Taran, y alzó una manaza recubierta de arcilla seca—. Nos dejaste siendo un vagabundo, y vuelves convertido en un líder de guerreros. He oído muchos comentarios sobre las capacidades de que has dado muestra en ese oficio, pero debo preguntarte si has olvidado las artes que aprendiste sentado ante mi torno de alfarero. ¿He desperdiciado mi tiempo y mi habilidad enseñándote?

—Bien hallado, Annlaw, Moldeador de la Arcilla —respondió Taran bajando de Melynlas y estrechando con afecto la mano del viejo alfarero—. Sí, me temo que fueron desperdiciados —dijo riendo—, pues el maestro tenía un aprendiz de lo más torpe. Siempre me ha faltado habilidad, pero no memoria. En cuanto a lo poco que pude llegar a aprender, no lo he olvidado.

—Entonces demuéstramelo —le desafió el alfarero, y cogió un puñado de arcilla húmeda de un recipiente de madera.

Taran sonrió con tristeza y meneó la cabeza.

—Me he detenido sólo para saludarte —replico—. Ahora trabajo con espadas, no con cuencos de barro…

Pero a pesar de sus palabras Taran no hizo ademán de marcharse. La luz del horno hacía brillar los estantes repletos con hileras de cuencos, gráciles jarras para el vino y aguamaniles moldeados con amor hasta darles la forma más hermosa imaginable. Taran cogió la fría arcilla y la colocó sobre el torno que Annlaw ya había empezado a hacer girar. Taran sabía que no tenía tiempo que perder; pero cuando su obra empezó a cobrar forma bajo sus manos sintió que quedaba libre durante un momento del peso de su otra tarea. Los días retrocedieron, y sólo hubo el zumbar del torno y la forma del recipiente que nacía de la arcilla informe.

—Muy bien —dijo Annlaw en voz baja—. Ya sé que los herreros y las tejedoras de todos los Commots están trabajando para proporcionarte armas y prendas. Pero mi torno no puede forjar una espada ni tejer una capa para un guerrero, y mi arcilla sólo es moldeada para labores pacíficas. Ay, por desgracia no puedo ofrecerte nada que te sea de utilidad ahora.

—Me has dado más que todos los demás —replicó Taran—, y es lo que más valoro. El camino que quiero seguir no es el camino del guerrero; pero si no empuño mi espada ahora en todo Prydain no habrá lugar para la utilidad y la belleza de las creaciones de ningún artesano…, y si fracaso habré perdido todo lo que obtuve de ti.

La voz de trueno de Coll gritó su nombre, y la mano de Taran vaciló. Se levantó de un salto del torno y salió de la choza gritando una apresurada despedida al alfarero mientras Annlaw le contemplaba con expresión alarmada. Coll ya había desenvainado su espada, y Llassar se reunió con ellos un instante después. Galoparon hacia el campamento que se encontraba a poca distancia de Merin, y durante el trayecto Coll explicó a Taran que los centinelas habían divisado a un grupo de merodeadores.

—No tardarán en caer sobre nosotros —le advirtió Coll—. Tendríamos que dar con ellos antes de que ataquen nuestros convoyes. Como cultivador de repollos, mi consejo es que reúnas un grupo de arqueros y a una hueste de buenos jinetes. Llassar y yo intentaremos atraerles con un grupo de arqueros más reducido.

Trazaron rápidamente sus planes. Taran se adelantó para reunir a los jinetes e infantes, que se apresuraron a coger sus armas y le siguieron. Después ordenó a Eilonwy y Gurgi que buscaran un lugar seguro entre las carretas, y se alejó al galope hacia el bosque de higueras que cubría las laderas de las colinas adyacentes sin esperar a oír las protestas de sus compañeros.

Los merodeadores iban mejor armados de lo que había esperado Taran. Bajaron rápidamente del risco cubierto de nieve. Cuando Taran dio la señal los arqueros echaron a correr y se refugiaron en una angosta cañada, y los guerreros montados de los Commots se lanzaron a la carga. Los jinetes de uno y otro bando se enfrentaron en un torbellino de cascos y un entrechocar de hojas. Taran se llevó el cuerno a los labios. La señal que desgarró el aire llenándolo de ecos hizo que los arqueros surgieran de su escondite.

Taran sabía que aquello era poco más que una escaramuza, pero el combate se libró con gran encarnizamiento; y los merodeadores no rompieron filas y huyeron hasta que el grupo de Coll y Llassar atrajo a muchos enemigos haciéndolos alejarse. A pesar de todo, era la primera batalla que Taran había dirigido como líder de guerreros para el príncipe de Don. Los habitantes de los Commots se habían alzado con la victoria. No habían tenido ningún muerto, y sólo unos cuantos heridos. Taran estaba cansado y se sentía sin fuerzas, pero cuando se puso al frente de los guerreros exultantes para salir del bosque y volver a Merin su corazón latía velozmente con la alegría del triunfo.

Cuando llegó a la cima de la colina vio llamas y nubes de humo negro.

Al principio creyó que el campamento se había incendiado. Espoleó a Melynlas para que bajara por la pendiente a la máxima velocidad de que era capaz, y cuando estuvo más cerca las lenguas carmesíes se agitaron contra el cielo en un crepúsculo manchado de sangre y el humo se alzó y se extendió por encima del valle, y Taran vio que lo que ardía era el Commot.

Se adelantó a la tropa y entró al galope en Merin. Taran logró distinguir a Eilonwy y Gurgi entre los guerreros del campamento que luchaban infructuosamente por apagar las llamas. Coll había llegado a la aldea antes que él. Taran bajó de un salto de Melynlas y corrió a reunirse con él.

—¡Demasiado tarde! —gritó Coll—. Los incursores describieron un círculo y atacaron el Commot desde atrás. Merin ha sido incendiada con antorchas, y sus habitantes han sido pasados por la espada.

Taran lanzó un terrible grito de pena y rabia y echó a correr por entre las casitas en llamas. Los cañizos de los tejados habían ardido, y muchas paredes se habían agrietado y habían acabado desmoronándose. Eso era lo que había ocurrido en la choza de Annlaw, que aún humeaba convertida en un montón de ruinas abiertas al cielo. El cuerpo del alfarero yacía entre los escombros. Toda la obra de sus manos había sido hecha añicos. El torno estaba volcado, y el cuenco destrozado.

Taran cayó de rodillas. La mano de Coll se posó sobre su hombro, pero Taran se apartó y alzó la mirada hacia el viejo guerrero.

—Hoy he gritado celebrando la victoria, ¿verdad? —susurró con voz enronquecida—. No es un gran consuelo para aquellos que me brindaron su amistad en el pasado. ¿Les he servido bien? La sangre de Merin mancha mis manos.

Después Llassar fue a buscar a Coll para hablar con él.

—El Vagabundo sigue entre las ruinas de la choza del alfarero —murmuró el pastor—. Soportar el dolor de su propia herida ya resulta muy difícil para un hombre, pero el que está al frente de ellos debe soportar el dolor de las heridas de todos los que le han seguido.

Coll asintió.

—Deja que siga allí donde ha escogido permanecer. Por la mañana estará bien —añadió—, aunque es probable que nunca llegue a curarse.

A mediados del invierno ya se había reunido la última partida de guerra, y todos los guerreros de los Commots habían sido enviados a Caer Dathyl. Llasar, Hevydd, Llonio y un contingente de jinetes seguían con Taran, quien guió a los compañeros en dirección noroeste a través de las montañas Llawgadarn. El grupo era lo bastante numeroso como para poder proteger su avance sin que su progreso resultara demasiado lento.

Los merodeadores les atacaron dos veces, y dos veces fueron derrotados por los seguidores de Taran, que les infligieron graves pérdidas. El líder de guerreros que cabalgaba bajo el estandarte de la Cerda Blanca había dado una terrible lección a los incursores, y éstos acabaron retirándose y no se atrevieron a hacer nuevos intentos de acosar a la columna. Los compañeros atravesaron las estribaciones de las Montañas del Águila rápidamente y sin encontrar obstáculos. Gurgi seguía sosteniendo orgullosamente en alto el estandarte que chasqueaba y crujía impulsado por los potentes vendavales nacidos en las distantes cimas que azotaban a la columna. Taran llevaba un talismán entre los pliegues de su capa: un fragmento ennegrecido por el fuego de un cuenco que había sido hecho añicos durante la incursión en el Commot Merin.

Cuando estuvieron cerca de Caer Dathyl los jinetes enviados como avanzadilla volvieron trayendo la noticia de que había otra hueste cerca. Taran se adelantó al galope, y no tardó en ver a Fflewddur Fflam al frente de una vanguardia de lanceros.

—¡Gran Belin! —gritó el bardo, e hizo avanzar más deprisa a Llyan hasta estar al lado de Taran—. ¡Gwydion se alegrará! Los señores del norte se están armando hasta los dientes y reúnen a todos sus guerreros. Cuando un Fflam da órdenes…, sí, bueno, la verdad es que conseguí ponerles en pie de guerra en nombre de Gwydion, pues de lo contrario quizá no se habrían mostrado tan dispuestos a obedecerme. Pero en el fondo da igual, y lo importante es que están en camino. He oído decir que el rey Pryderi también está reuniendo a sus ejércitos. ¡Cuando haya llegado verás lo que es una auténtica hueste de guerreros! Me atrevería a decir que la mitad de los cantrevs del oeste le obedecen.

»Oh, sí —añadió Fflewddur al darse cuenta de que Taran acababa de ver a Glew montado en un caballo gris de gruesas patas y grupa un tanto jorobada—, el hombrecillo sigue con nosotros.

El antiguo gigante estaba muy ocupado royendo un hueso, y se limitó a saludar a Taran con un gesto casi imperceptible.

—No sabía qué hacer con él —dijo Fflewddur bajando la voz—. Me daba pena ordenarle que se marchara justo cuanto se estaban congregando todos los ejércitos, así que… En fin, aquí está. No ha dejado de quejarse y de protestar ni un solo momento. Un día le duelen los pies, al siguiente le duele la cabeza y así va pasando revista poco a poco al resto de su cuerpo. Entre comida y comida sigue torturándonos con sus inacabables historias de la época en que era un gigante.

»Lo peor de todo —siguió diciendo Fflewddur con expresión apenada— es que su charla incesante ha acabado consiguiendo que casi llegue a sentir pena por él. Es una comadreja de corazón mezquino, siempre lo fue y siempre lo será; pero si te paras a pensar un poco en el asunto… Bueno, la verdad es que ha sufrido mucho y que se le ha tratado muy mal. Verás, cuando Glew era un gigante… —El bardo se calló de golpe y se dio una palmada en la frente—. ¡Basta! ¡Un poco más de parloteo suyo y acabaré creyéndomelo! Ven, únete a nosotros —exclamó, descolgando su arpa de entre la confusión de arcos, aljabas llenas de flechas, escudos y correajes de cuero que cubría su espalda—. Todos los amigos han vuelto a encontrarse. ¡Tocaré una melodía para celebrarlo y para mantenernos calientes al mismo tiempo!

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