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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Fantástico, Aventuras, Infantil y Juvenil

El Gran Rey (20 page)

BOOK: El Gran Rey
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Taran estuvo al lado de Coll en un instante. Los cuernos de los Cazadores dieron la señal de retirada. Taran comprendió que el ataque había llegado a su fin con aquella última convulsión. Los Nacidos del Caldero habían empezado a escalar las cimas. Los Eriales Rojos les estaban prohibidos.

Coll sangraba abundantemente por la cabeza. Su chaquetón forrado con piel de oveja estaba empapado en sangre y había sido desgarrado en muchos sitios por las hojas de los Nacidos del Caldero. Taran y Fflewddur se apresuraron a bajarle entre los dos y le llevaron hasta los cimientos de la muralla. Gurgi corrió a ayudarles lanzando gemidos de preocupación. Eilonwy ya había desgarrado su casa para colocarla como almohada entre la cabeza del anciano granjero y las duras piedras.

—Ve detrás de ellos, muchacho —jadeó Coll—. No les des cuartel… Las ramitas han desviado el torrente, pero hay que volver a desviarlo y habrá que hacerlo muchas veces más si quieres bloquear el camino que lleva a Annuvin.

—Un robusto tronco de árbol lo ha desviado —replicó Taran—, y he vuelto a apoyarme en él.

Tomó las manos encallecidas por el trabajo de Coll entre sus dedos e intentó ponerle en pie con toda la delicadeza de que era capaz.

Coll sonrió y meneó la cabeza.

—Soy un granjero —murmuró—, pero aun así tengo lo suficiente de guerrero como para saber que he sido herido de muerte. Vete, muchacho… No lleves contigo más cargas que las imprescindibles.

—¿Cómo, acaso quieres que rompa la promesa que te hice? —exclamó Taran—. Te prometí que cavaríamos y arrancaríamos las malas hierbas juntos.

Pero cada palabra le resultó tan dolorosa como una herida de daga.

Eilonwy lanzó una mirada de preocupación a Taran.

—Tenía la esperanza de que algún día podría dormir en mi huerto —dijo Coll—. El zumbido de las abejas me habría resultado mucho más agradable que el cuerno de Gwyn el Cazador, pero ya veo que no me corresponde hacer esa elección.

—El cuerno de Gwyn no suena por ti —dijo Taran—. Lo que estás oyendo es a los capitanes llamando a retirada a los Nacidos del Caldero.

Pero mientras pronunciaba aquellas palabras las débiles notas de un cuerno de caza se alzaron sobre las colinas y sus ecos agonizantes temblaron como sombras por encima del erial. Eilonwy se tapó el rostro con las manos.

—Cuida de nuestras plantaciones, muchacho —dijo Coll.

—Los dos cuidaremos de ellas —replicó Taran—. Las malas hierbas serán tan incapaces de resistirte como lo fueron los guerreros de Arawn.

El robusto anciano no respondió. Pasaron unos momentos antes de que Taran comprendiera que Coll había muerto.

Mientras los apenados compañeros recogían piedras de entre los restos de la muralla, Taran cavó una tumba con sus propias manos en la dura tierra sin permitir que nadie le ayudara en esa tarea. No se apartó de ella ni siquiera después de que el humilde túmulo se hubiera alzado sobre Coll, Hijo de Collfrewr, y ordenó a Fflewddur y a los compañeros que siguieran avanzando hacia las colinas de Bran-Galedd diciéndoles que se reuniría allí con ellos antes de que cayera la noche.

Taran permaneció inmóvil y en silencio largo rato. El cielo ya había empezado a oscurecerse cuando por fin acabó dando la espalda al túmulo y subió cansadamente a la grupa de Melynlas. Después contempló unos momentos más el montículo de tierra rojiza y piedras.

—Que duermas bien, cultivador de repollos y recolector de manzanas —murmuró—. Te encuentras muy lejos del sitio en el que anhelabas estar. Yo también estoy muy lejos de allí.

Y Taran cabalgó en soledad a través de los Eriales, que ya iban quedando sumidos en las tinieblas, dirigiéndose hacia las colinas que le aguardaban.

13. Oscuridad

Durante los días siguientes los compañeros se esforzaron por alcanzar a los Nacidos del Caldero y volver a interponerse en el camino que seguían los guerreros en retirada, pero su avance resultó terriblemente lento. Taran sabía que Coll estaba en lo cierto cuando le había dicho que las colinas de Bran-Galedd tanto podían ser un amigo como un enemigo. Las cañadas rocosas y los angostos desfiladeros, los abismos repentinos en los que el suelo se alejaba de manera vertiginosa hasta llegar a gargantas congeladas ofrecían a los compañeros su única esperanza de retrasar a la hueste incapaz de morir que avanzaba como un río de hierro; pero al mismo tiempo ráfagas de viento cargadas de nieve bajaban aullando desde los riscos del oeste y golpeaban al pequeño grupo con martillos de hielo. Los caminos azotados por los vendavales eran resbaladizos y traicioneros. Los barrancos contenían pozos muy profundos llenos de nieve donde montura y jinete podían hundirse sin que hubiese forma alguna de rescatarles.

El guía en quien más confiaba Taran para que les llevara por las colinas era Llassar. El joven del Commot estaba acostumbrado desde hacía mucho tiempo a desplazarse por las montañas y se movía con ágil seguridad en aquellos terrenos, y Llassar se convirtió en pastor de un rebaño distinto y mucho más preocupado. En más de una ocasión sus agudos sentidos mantuvieron alejados a los compañeros de las trampas heladas que eran las cañadas llenas de nieve, y Llassar sabía descubrir senderos que nadie más era capaz de ver; pero aun así el avance del cansado grupo seguía siendo muy lento, y tanto los hombres como los animales padecían terribles sufrimientos a causa del frío. Sólo Llyan, la gran gata, no parecía afectada por las potentes ráfagas de viento que incrustaban un diluvio de agujitas de hielo en los rostros de los compañeros.

—Parece estar pasándolo en grande —suspiró Fflewddur mientras se envolvía en su capa. Se había visto obligado a desmontar después de que a Llyan se le metiera en la cabeza que quería afilar sus enormes garras en la corteza de un árbol—. Y si dispusiera de un abrigo de pieles como el suyo yo también lo estaría pasando en grande, claro —añadió.

Gurgi movió la cabeza con expresión abatida indicando que estaba totalmente de acuerdo con él. Desde que habían entrado en las colinas la pobre criatura se había ido pareciendo cada vez más a un montón de nieve peluda. El frío incluso había logrado poner fin a las incesantes quejas de Glew. El antiguo gigante se había tapado la cara con el capuchón, y lo único que se podía ver de él era el extremo medio congelado de su nacida nariz. Eilonwy también guardaba un silencio nada habitual en ella. Taran sabía que su corazón estaba tan dolorido y apenado como el de él.

Aun así, y en la medida en que podía hacerlo, Taran se obligaba a olvidarse de la pena. Su tenaz persecución por fin había conseguido que sus guerreros estuvieran lo bastante cerca de los Nacidos del Caldero para atacarles, y sólo pensaba en qué medios podía emplear con el fin de retrasar su avance hacia Annuvin. Al igual que habían hecho en los Eriales Rojos, los compañeros trabajaron construyendo barreras con ramas y troncos que colocaron atravesando una angosta cañada, y se esforzaron hasta que el sudor empapó sus ropas y fue congelado por las ráfagas de viento. Esta vez los guerreros de rostros lívidos lograron pasar después de haber cortado las ramas con sus espadas sin decir ni una palabra. Los hombres de los Commots se dejaron dominar por la desesperación e intentaron enzarzarse en un combate cuerpo a cuerpo con su terrible enemigo, pero los Nacidos del Caldero atravesaron sus filas hiriendo y matando en un avance implacable. Taran y los hombres de los Commots intentaron obstruirles el paso con grandes peñascos, pero esa labor quedaba más allá del alcance de sus fuerzas incluso contando con la ayuda de los poderosos brazos de Hevydd, y sólo consiguieron sufrir más bajas.

Los días eran una pesadilla blanca de nieve y viento. Las noches traían consigo el horror del frío agravado por el abatimiento, y los compañeros tenían que buscar el poco refugio que ofrecían los promontorios rocosos y los pasos de montaña como si fuesen animales exhaustos. Pero ocultarse servía de poco, pues la presencia de los guerreros de los Commots era conocida y sus movimientos eran avistados rápidamente por los capitanes enemigos. Al principio los Nacidos del Caldero no habían prestado atención a la pequeña tropa; pero pasado un tiempo los incansables caminantes que no podían morir no sólo apretaron el paso sino que se aproximaron a los jinetes de Taran como si estuvieran impacientes por entrar en combate con ellos.

Aquello sorprendió a Fflewddur, quien cabalgaba al frente de la columna al lado de Taran.

Taran frunció el ceño y meneó la cabeza mientras ponía cara de preocupación.

—Lo comprendo demasiado bien —dijo—. Su poder se había debilitado cuando estaban más lejos de Annuvin. El poder vuelve a ellos a medida que se aproximan a los dominios de Arawn, y los Nacidos del Caldero se van haciendo más fuertes en tanto que nosotros nos vamos debilitando. A menos que los detengamos de una vez por todas nuestros esfuerzos sólo servirán para ir minando nuestras energías. Pronto nos infligiremos una derrota mucho más grave que la que nunca habrían podido esperar infligirnos los guerreros de Arawn —añadió con amargura.

Pero no habló de otro temor que estaba en el corazón de todos. Cada día que pasaba dejaba más claro que los Nacidos del Caldero se estaban desviando en dirección sur alejándose de las colinas de Bran-Galedd, y que volvían de nuevo hacia el camino más rápido y libre de obstáculos que les ofrecían los Eriales Rojos. Taran pensó que aquello quería decir que el enemigo aún temía a los perseguidores, y que haría cuanto estuviera en sus manos para librarse de ellos; y la idea le hizo sentir una ceñuda satisfacción.

Aquella noche nevó, y los compañeros se detuvieron cegados por los copos de nieve que se arremolinaban a su alrededor y su propio agotamiento. Los Nacidos del Caldero atacaron su campamento antes del amanecer.

Al principio Taran creyó que sus puestos de avanzada sólo habían sido rebasados por una compañía de los guerreros mudos, pero en cuanto los guerreros de los Commots cogieron sus armas entre el relinchar aterrorizado de los caballos y el entrechocar de las hojas se dio cuenta de que toda la columna enemiga estaba abriéndose paso a través de sus líneas. Espoleó a Melynlas hacia la contienda. Fflewddur estaba montado en Llyan con Glew aferrado a su cintura, y la enorme gata se reunió con los apurados defensores en una rápida serie de grandes saltos. La confusión era tal que Taran había perdido de vista a Eilonwy y Gurgi. Los Nacidos del Caldero habían atravesado las filas de jinetes de los Commots con tanta facilidad como si fueran una espada implacable, y estaban avanzando sin encontrar ningún obstáculo aplastando todo lo que encontraban ante ellos.

La desigual batalla duró todo el día, y los hombres de los Commots intentaron vanamente reagrupar sus fuerzas. Hacia el ocaso el camino seguido por los Nacidos del Caldero era una estela ensangrentada de heridos y muertos. La hueste del Caldero había logrado librarse de sus perseguidores con un solo golpe letal, y ya podía reanudar su avance veloz e incesante saliendo rápidamente de las colinas.

Eilonwy y Gurgi habían desaparecido.

Taran y Fflewddur estaban muy preocupados, y temían lo peor mientras se abrían paso por entre los maltrechos restos de la tropa de guerreros que intentaban recomponer sus filas. Se habían encendido antorchas para indicar los puntos de reagrupamiento a los rezagados, y los hombres heridos y confusos avanzaban dando tumbos entre los cuerpos de sus camaradas caídos. Taran pasó toda la noche en una búsqueda frenética haciendo sonar su cuerno y gritando los nombres de los compañeros perdidos. Antes había cabalgado con Fflewddur hasta más allá del campo de batalla con la esperanza de encontrar alguna señal de Eilonwy o Gurgi. No había ninguna, y la nueva nevada que empezó a caer hacia el amanecer cubrió todas las huellas.

Los supervivientes lograron reagruparse a mediados de la mañana. El ataque de los Nacidos del Caldero había infligido numerosas bajas tanto a las monturas como a los hombres. Uno de cada tres guerreros de los Commots había caído bajo las hojas del enemigo que no podía morir; y habían perdido más de la mitad de las monturas. Lluagor galopaba con la silla vacía. Eilonwy y Gurgi no se encontraban ni entre los muertos ni entre los vivos.

Taran estaba desesperado, y se dispuso a iniciar la búsqueda por las colinas más alejadas; pero Fflewddur le cogió del brazo y le retuvo. El bardo estaba muy serio y la preocupación se había adueñado de su rostro.

—Solo no tienes ninguna esperanza de dar con ellos —le advirtió—, y tampoco puedes perder tiempo ni hombres formando un grupo de búsqueda. Si queremos detener a esas bestias repugnantes antes de que lleguen a los Eriales tendremos que movernos a la mayor velocidad posible. Tus amigos de los Commots están listos para emprender la marcha.

—Tú y Llassar tendréis que poneros al frente de ellos —replicó Taran—. En cuanto haya encontrado a Eilonwy y Gurgi ya nos las arreglaremos para reunimos con vosotros. Id lo más deprisa posible. Volveremos a vernos pronto.

El bardo meneó la cabeza.

—Si ésa es tu orden, así sea; pero tengo entendido que Taran el Vagabundo llamó a los habitantes de los Commots para que siguiesen su estandarte, y ellos respondieron a esa llamada porque procedía de Taran el Vagabundo. Te han seguido allí donde les has llevado. No habrían hecho todo eso por nadie más.

—¿Qué quieres que haga? —gritó Taran—, ¿Quieres que abandone a Eilonwy y Gurgi cuando corren peligro?

—Es una elección muy difícil —dijo Fflewddur—, y por desgracia no tengo forma alguna de hacer que te resulte más fácil.

Taran no dijo nada. Las palabras de Fflewddur le resultaban todavía más dolorosas porque eran ciertas. Hevydd y Llassar sólo le habían pedido poder luchar a su lado. Llonio había dado su vida en Caer Dathyl. No había ni un solo guerrero de los Commots que no hubiera perdido a parientes o camaradas. Si les abandonaba para buscar a Eilonwy, ¿qué pensaría la princesa? ¿Creería que había elegido bien? Los jinetes aguardaban sus órdenes. Melynlas arañaba impacientemente el suelo con los cascos delanteros.

—Si Eilonwy y Gurgi han muerto ya no puedo hacer nada para ayudarles —dijo Taran por fin con voz angustiada—. Si viven debo esperar y confiar en que lograrán reunirse con nosotros. —Subió cansadamente a la grupa de su montura—. Si viven… —murmuró.

Y cabalgó hacia el grupo de guerreros sin atreverse a lanzar una última mirada a las colinas silenciosas y vacías.

Cuando los hombres de los Commots lograron reemprender la marcha los Nacidos del Caldero ya les llevaban una considerable ventaja y avanzaban velozmente hacia las estribaciones de Bran-Galedd. Los jinetes de los Commots galoparon tan deprisa como podían y tan sólo se permitieron breves momentos de inquieto descanso, pero aun así apenas consiguieron recuperar una pequeña fracción del tiempo precioso que habían perdido.

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