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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Fantástico, Aventuras, Infantil y Juvenil

El Gran Rey (25 page)

BOOK: El Gran Rey
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El silencio cayó sobre la cañada. Taran miró hacia abajo, y vio cómo las primeras luces del amanecer empezaban a hacer brillar la masa de agua oscura que había inundado la cañada. Algunas ramas aún ardían, otras humeaban y chisporroteaban, y una neblina grisácea hecha de humo flotaba en el aire. Un ruido de piedras a su espalda hizo que Taran girara sobre sí mismo y desenvainara su espada.

—¡Hola! —dijo Eilonwy—. ¡Por fin hemos vuelto!

—Tienes una forma muy rara de dar la bienvenida a la gente —siguió diciendo Eilonwy mientras Taran la contemplaba en silencio con el corazón tan lleno de emociones que no podía hablar—. Por lo menos podrías decir algo, ¿no te parece?

Taran fue hacia Eilonwy mientras Gurgi intentaba saludar a todo el mundo a la vez, lanzando chillidos de alegría, la rodeó con sus brazos y estrechó a la princesa contra su pecho.

—Había perdido toda esperanza…

—Qué tontería —murmuró Eilonwy—. Yo nunca perdí la esperanza, aunque admito que ese rufián llamado Dorath me hizo pasar algunos momentos bastante malos, y puedo contarte historias que nunca creerías sobre los lobos y los osos. Las guardaré para más tarde, cuando puedas contarme todo lo que te ha estado ocurriendo. En cuanto a los Cazadores —siguió diciendo mientras los compañeros reunidos volvían al túnel—, lo he visto todo. Al principio no tenía ni idea de qué tramabais, pero luego lo comprendí. Fue maravilloso. Tendría que haberme imaginado que Doli andaba metido en esto… ¡El bueno de Doli! Parecía un río de hielo en llamas… —La princesa se calló de repente y abrió mucho los ojos—. ¿Comprendes lo que habéis hecho? —murmuró—. ¿Es que no lo ves?

—¿Que si sabemos lo que hemos hecho? —dijo Fflewddur, y se echó a reír—, ¡Pues claro que sí! Nos hemos librado de los Cazadores, y ha sido un trabajo excelentemente ejecutado. Ni un Fflam podría haberlo hecho mejor… En cuanto a lo que veo, me complace más lo que no puedo ver y te aclaro que me refiero a no ver ni rastro de esos villanos.

—¡La profecía de Hen Wen! —exclamó Eilonwy—. ¡Una parte de la profecía se ha realizado! ¿Es que todos lo habéis olvidado?
La noche se convierte en mediodía y los ríos arden con fuego helado antes de que Dyrnwyn sea recuperada
. Bueno, habéis incendiado un río, o eso me pareció a mí… El fuego helado bien podía ser todo ese hielo y las ramas envueltas en llamas, ¿no?

Taran miró fijamente a la princesa. Las palabras de la profecía crearon ecos en su memoria, y sintió que le temblaban las manos.

—¿Has visto lo que nosotros mismos no vimos? Sí, pero… ¿Acaso no has hecho tanto como nosotros sin darte cuenta de ello? ¡Piensa!
La noche se convierte en mediodía
. ¡Tu juguete convirtió la oscuridad en luz!

Le tocó el turno a Eilonwy de sorprenderse.

—¡Es cierto! —exclamó.

—|Sí, sí! —gritó Gurgi—. ¡La sabia cerdita dijo la verdad! ¡La poderosa espada volverá a ser encontrada!

Fflewddur carraspeó para aclararse la garganta.

—Un Fflam siempre está dispuesto a dar ánimos —dijo—, pero en este caso creo que debería recordaros que la profecía también decía que la llama de Dyrnwyn quedaría extinguida y que su poder se desvanecería, lo cual nos deja en tan mala situación como antes aun suponiendo que consiguiéramos dar con ella. Ah, y también recuerdo algo sobre pedir a las piedras mudas que hablaran… Hasta el momento no he oído ni una sola palabra procedente de ninguna de las piedras que hay por aquí, a pesar de que el lugar está excelentemente aprovisionado en lo referente a peñascos y rocas. El único mensaje que me han transmitido es que son demasiado duras para que se pueda dormir cómodamente encima de ellas. Además si queréis mi opinión os diré que para empezar no confío en las profecías. Mi experiencia me ha enseñado que son tan malas como los encantamientos, y que sólo acabas sacando una cosa de ellas: problemas.

—Yo tampoco comprendo el significado de la profecía —dijo Taran—. ¿Son señales de esperanza, o nos engañamos a nosotros mismos deseando que lo sean? Sólo Dallben o Gwydion poseen la sabiduría necesaria para interpretarlas, y sin embargo no puedo evitar el tener la sensación de que por fin hay alguna esperanza. Pero tienes razón cuando dices que nuestra tarea sigue siendo igual de difícil.

Doli torció el gesto.

—¿Igual de difícil? Ahora es imposible. ¿Sigues teniendo intención de ir a los Eriales Rojos? Te advierto que los Nacidos del Caldero están tan lejos que ya no se les puede alcanzar. —El enano lanzó un bufido—. No me hables de profecías, hablame de tiempo… Hemos perdido demasiado.

—También he estado meditando en ello —replicó Taran—. Es algo que ha estado presente en mi mente desde que se derrumbó el túnel. Creo que nuestra única posibilidad es cruzar las montañas y tratar de retrasar a los Nacidos del Caldero cuando se desvíen hacia el noroeste para llegar a Annuvin.

—Es una esperanza tan pequeña que apenas existe —dijo Doli—. El Pueblo Rubio no puede ir tan lejos. Es tierra prohibida. Si se encontrara tan cerca del reino de Arawn cualquier guerrero del Pueblo Rubio moriría… El puesto de vigilancia de Gwystyl era el más cercano a la Tierra de la Muerte, y ya has visto los efectos que eso ha producido sobre su digestión y su estado de ánimo general. Lo más que podemos hacer es ayudaros a emprender la marcha e indicaros el camino más rápido. Uno de nosotros podría acompañaros —añadió—. Ya podéis imaginaros quién va a ser, claro… ¡El bueno de Doli! He pasado tanto tiempo encima del suelo rodeado de humanos que estar en Annuvin no puede dañarme.

»Sí, iré con vosotros —siguió diciendo Doli mientras fruncía aparatosamente el ceño—. No veo otra solución. ¡El bueno de Doli! A veces desearía no haber nacido con un temperamento tan agradable. ¡Hum!

16. El encantador

El anciano estaba encorvado sobre la mesa repleta de libros con la cabeza apoyada en el brazo como si fuera un niño cansado. Se había puesto una capa sobre los huesudos hombros; el fuego seguía bailoteando en la chimenea, pero la mordedura del frío de aquel invierno era más profunda que la de cualquier otro que pudiese recordar. Hen Wen se removió nerviosamente a sus pies y dejó escapar un gimoteo quejumbroso. Dallben, que no estaba ni totalmente dormido ni del todo despierto, bajó una frágil mano y le rascó delicadamente la oreja.

Pero el gesto no sirvió para calmar a la cerda. Su hocico rosado se estremecía, y no paraba de resoplar y lanzar quejidos lastimeros mientras intentaba esconder la cabeza en los pliegues de la túnica de Dallben. El encantador acabó prestándole atención.

—¿Qué ocurre, Hen? ¿Acaso ha llegado nuestra hora? —Dio una palmadita tranquilizadora a la cerda y se levantó envaradamente del escabel de madera—. Oh, vamos, sólo es un momento por el que pasar…, sea cual sea el desenlace no es más que eso.

Dallben fue sin apresurarse a coger un largo báculo de madera de fresno, se apoyó en él y salió cojeando de la habitación. Hen Wen trotaba detrás de él. Cuando llegó a la puerta de la casita el encantador se envolvió en los pliegues de su capa y salió a la noche. La luna estaba llena y flotaba en la lejanía del cielo. Dallben permaneció inmóvil escuchando con toda la atención de que era capaz. Cualquier otra persona habría tenido la impresión de que la granja estaba tan silenciosa como la misma luna, pero el anciano encantador asintió con la cabeza mientras fruncía el ceño y entrecerraba los ojos —Tienes razón, Hen —murmuró—. Ya les oigo, pero todavía están lejos. Bien, ¿tendré que esperarles el tiempo suficiente para que se me hiele la poca médula que me queda dentro de los huesos? —añadió con una sonrisa de sus labios marchitos. Pero Dallben no volvió a entrar en la casita, sino que se alejó unos cuantos pasos del umbral. Sus ojos, que habían estado enturbiados por el adormilamiento, se volvieron tan límpidos como cristales de hielo. Su mirada penetrante fue más allá de los árboles sin hojas del huerto, como si quisiera ver lo que se ocultaba entre las sombras que se entrelazaban con el bosque que rodeaba la casita igual que si fuesen zarcillos de yedra negra. Hen Wen se había quedado detrás de Dallben y acabó sentándose sobre sus cuartos traseros para removerse nerviosamente mientras observaba al encantador con una considerable preocupación visible en su rostro erizado de pelitos.

—Yo diría que son unos veinte —observó Dallben—. No sé si sentirme insultado o aliviado —añadió con voz melancólica— ¿Solo veinte? Es un número tan miserable… Y sin embargo un grupo más grande habría tenido muchas dificultades para hacer un viaje tan largo, especialmente para abrirse paso a través de los combates en el valle del Ystrad. No, veinte es una sabia elección y resultan más que suficientes.

El anciano aguardó pacientemente en silencio y sin moverse durante largo rato, hasta que un débil resonar de cascos de caballos se fue haciendo cada vez más perceptible en la límpida atmósfera nocturna y acabó esfumándose de repente como si los jinetes hubieran desmontado y llevaran sus monturas de las riendas.

Las siluetas que se movían contra el oscuro amasijo de árboles allí donde se iniciaba el bosque al extremo del campo de rastrojos eran tan difíciles de ver que se las podría haber confundido con las sombras proyectadas por los arbustos. Dallben se irguió, alzó la cabeza y dejó escapar el aliento tan suavemente como si estuviera soplando sobre un diente de león.

Un instante después un terrible vendaval aulló a través del campo. La granja estaba sumida en el silencio, pero el viento se internó en el bosque desgarrando su calma con la fuerza de un millar de espadas y los árboles empezaron a crujir y agitarse locamente de un lado a otro. Los caballos relincharon y los hombres gritaron cuando las ramas les golpearon de repente. El vendaval embistió a los guerreros, y éstos alzaron sus armas como para protegerse de él.

Pero la partida de guerra siguió avanzando debatiéndose a través del bosque azotado por el viento, y consiguió acabar llegando al campo de rastrojos. Cuando se inició el vendaval, Hen Wen lanzó un chillido asustado, volvió grupas y entró corriendo en la casita. Dallben alzó una mano y el vendaval se esfumó tan repentinamente como se había iniciado. El anciano frunció el ceño y golpeó la tierra cubierta de escarcha con la punta de su báculo.

El retumbar ahogado del trueno se oyó en la lejanía, y el suelo se estremeció mientras el campo se agitaba como si fuese un mar inquieto. Los guerreros se tambalearon y perdieron el equilibrio, y muchos atacantes huyeron al bosque buscando el refugio que les ofrecía y se apresuraron a escapar temiendo que la tierra se abriese bajo sus pies y les engullera. Los demás se apremiaron los unos a los otros a seguir avanzando, desenvainaron sus espadas y corrieron tambaleándose a través del campo en dirección a la casita.

Dallben puso cara malhumorada y alzó la mano con los dedos desplegados como si estuviera arrojando guijarros a un estanque. Una llama carmesí surgió de su mano y se extendió como un látigo llameante dibujando trazos cegadores contra la negrura del cielo.

Cuerdas de llamas chisporroteantes cayeron sobre los guerreros y se enredaron alrededor de sus brazos y sus piernas haciéndoles gritar de pavor. Los caballos se escaparon y huyeron galopando hacia el bosque. Los atacantes arrojaron sus armas al suelo y empezaron a arrancarse frenéticamente las capas y los jubones. Los hombres vacilaron durante unos momentos y acabaron huyendo por entre los troncos mientras lanzaban alaridos de dolor y terror.

Las llamas se esfumaron. Dallben se disponía a darse la vuelta cuando vio una silueta que seguía avanzando a través del campo vacío. El anciano se alarmó. Sus dedos se tensaron sobre el báculo y entró en la casita cojeando tan deprisa como podía. El guerrero ya había dejado atrás los establos y estaba entrando en el patio. Dallben cruzó corriendo el umbral con el sonido de los pasos avanzando detrás de él, pero el anciano apenas había conseguido llegar al refugio de su habitación cuando el guerrero cruzó el umbral de ella. Dallben giró sobre sí mismo para encararse con el atacante.

—¡Cuidado! —exclamó el encantador—. ¡Cuidado! No te acerques ni un paso más.

Dallben se había erguido cuan alto era. Sus ojos llameaban y el tono en el que había hablado era tan imperioso que el guerrero vaciló. El capuchón del hombre había caído hacia atrás, y un instante después la luz de la hoguera reveló la cabellera dorada y los rasgos orgullosos de Pryderi, hijo de Pwyll.

Dallben no apartó la mirada de su rostro ni un instante.

—Llevo mucho tiempo esperándote, rey de los Dominios del Oeste —dijo.

Pryderi pareció disponerse a dar un paso hacia adelante. Su mano se posó sobre el pomo de la espada sin vaina que colgaba de su cinto, pero la mirada del anciano le impidió avanzar.

—Estás equivocado en cuanto a mi rango —replicó con voz burlona—. Ahora gobierno un reino mucho más grande. Mando sobre todo Prydain.

—¿Cómo, es que acaso Gwydion de la Casa de Don ya no es Gran Rey de Prydain? —replicó Dallben fingiendo sorpresa.

Pryedri dejó escapar una áspera carcajada.

—¿Un rey sin un reino? ¿Un rey vestido de harapos al que se acosa como si fuese un zorro en la cacería? Caer Dathyl ha caído, y los Hijos de Don han sido dispersados por el vendaval. Ya sabes todo eso, aunque parece que las noticias te han llegado muy deprisa.

—Todas las noticias me llegan muy deprisa —dijo Dallben—. Quizá todavía más deprisa de lo que te llegan a ti…

—¿Alardeas de tus poderes? —replicó Pryderi con voz despectiva—. Tus poderes han acabado fallándote justo cuando más los necesitabas. Tus encantamientos sólo han conseguido asustar a un puñado de guerreros. ¿Es que el sabio y astuto Dallben se enorgullece de haber hecho huir a unos cuantos patanes?

—Mis encantamientos no estaban concebidos para destruir, sino sólo para advertir —dijo Dallben—. Este lugar es peligroso para todos los que entran en él contra mi voluntad. Tus seguidores hicieron caso de mi advertencia, señor Pryderi, pero por desgracia tú te has negado a escucharla. Esos patanes son más sabios que su rey, pues no puede llamarse sabiduría a que un hombre busque su propia muerte.

—Vuelves a equivocarte, hechicero —dijo Pryderi—. Lo que busco es tu muerte.

Dallben tiró suavemente de los mechones de su barba.

—Lo que buscas y lo que quizá acabes encontrando no siempre es lo mismo, Hijo de Pwyll —dijo en voz baja—. Sí, estás dispuesto a arrebatarme la vida y eso no es ningún secreto para mí. Caer Dathyl ha caído, ¿verdad? Esa victoria no tiene ningún valor mientras Caer Dallben siga en pie y mientras yo siga vivo. Dos fortalezas llevan mucho tiempo alzándose contra el Señor de Annuvin: un castillo dorado y la casita de un granjero. Una se ha convertido en ruinas, pero la otra sigue siendo un escudo contra el mal y una espada que siempre apunta al corazón de Arawn. El Señor de la Muerte lo sabe, y también sabe que ni él ni sus Cazadores ni sus Nacidos del Caldero pueden entrar aquí.

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