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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policiaco

El caso de la viuda negra (9 page)

BOOK: El caso de la viuda negra
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—Sí, me temo que me he cruzado con ellos de alguna manera. ¿Cree usted que son peligrosos?

—La orden de la Rosacruz es una sociedad secreta; hay quien dice que ni siquiera existe, pero le adelantaré que cualquier sociedad o asociación que se mantiene oculta puede ser, en efecto, potencialmente peligrosa.

Entonces Víctor relató al cura el asunto del anillo y la muerte del coronel.

—Interesante tema. Por lo que veo, parece que usted no cree en la autoría de los anarquistas.

—Pues no, la verdad.

—Y encuentra usted relación entre la muerte de este tal Ansuátegui y su mutilación para robar un anillo rosacruz.

—Me temo que sí. El coronel nunca salía del cuartel, luego robarle el anillo era algo imposible.

La única posibilidad estribaba en matarle para hacerlo cuando salía a su misa diaria en San Sebastián, aunque en la puerta de la iglesia habría mucha gente como para cercenarle el dedo, así que esperaron a hacerlo en el depósito del cementerio. Ahora, reconozco que no me explico cómo lo hicieron y no sé qué utilidad puede tener dicha joya.

—Es probable que simplemente tenga un carácter simbólico, no se hace usted una idea de lo importantes que son los símbolos para los miembros de estas sociedades. Los masones, sin ir más lejos, llegan a rozar los mayores de los ridículos en sus ceremonias.

—¿Son masones los rosacruces? —interrumpió el detective.

—Pues no exactamente, pero hay relaciones, me consta, entre algunas logias masónicas y los rosacruces. De hecho, comparten sus ideales y una parte de sus símbolos.

—¿Hay rosacruces aquí?

—Rotundamente, no. Usted dice que su hombre vivió en...

—Cuba, Filipinas y Suiza.

—En Suiza, allí se haría rosacruz. Es un movimiento de origen alemán y, si se me apura, centroeuropeo, con ramificaciones hasta en Francia y el Reino Unido. Tuvo que entrar en contacto con estas enseñanzas cuando vivió en Suiza, no hay duda.

—Mañana me entrevisto con el embajador que lo tuvo como agregado.

—Bien hecho, por ahí va usted bien.

—¿Son revolucionarios?

—Pueden serlo, o al menos les gustaría cambiar el orden de las cosas en ciertos aspectos. Se les conoce como la Orden Mística de la Vieja Cruz, pero de cristianos no tienen nada —explicó el cura mientras abría un libro y leía—: «Los rosacruces son una Orden Fraternal. Se trata de un grupo de hombres y mujeres progresistas, interesados en agotar las posibilidades de la vida mediante el uso sano y sensato de su herencia de conocimientos esotéricos y de las facultades que poseen como seres humanos. Estos conocimientos, que ellos fomentan y enriquecen con nuevos hallazgos, abarcan todo el campo de los esfuerzos humanos y todo fenómeno del universo conocido por el hombre. Desde siempre han intentado no ser clasificados como religión o culto, pero Roma los ha perseguido siempre como herejía. Creen en una especie de Dios Impersonal, una suerte de Inteligencia Cósmica que aúna todas las fuerzas de la Naturaleza y que ellos buscan a través del gnosticismo.» —Luego, a la vez que cerraba el libro, el cura prosiguió hablando—: Les atrae lo esotérico, por eso me llama la atención que el tal Ansuátegui fuera hombre de misa diaria. Me da la sensación de que se arrepentía de su pasado rosacruz. Se organizan en jurisdicciones gobernadas por un Imperator que permite la creación de diversas Logias. Se dice que cada ochenta años reaparecen con algún hallazgo o documento revelador. ¿Y sabe usted?, hace ahora unos setenta años reaparecieron en Aquisgrán.

—O sea que, según usted, deben estar preparándose para hacer pública su existencia de alguna manera.

—Exacto.

—Curioso, padre, curioso.

Charlaron animadamente sobre otros temas. Urrutia era especialista en Historia Sagrada y deleitó al detective con algunos aspectos de las Sagradas Escrituras que él desconocía. Le pareció un hombre avanzado para el tiempo en que vivían, máxime siendo miembro del clero. Había sacrificado la posibilidad de escalar posiciones en la curia de Roma por trabajar con los leprosos de Molokai cuando tenía apenas veintidós años. Lo dicho, un iluminado. A pesar de lo agradable de la compañía, Víctor tuvo que despedirse, pues apenas había parado en casa en los últimos días y quería disfrutar de una cálida cena familiar con las dos mujeres de su vida.

Al salir de casa del cura y cuando caminaba bajo los soportales de la plaza Mayor, se detuvo en seco y, tras girarse para mirar si lo seguían, comprobó que no había nadie detrás de él. Retrocedió sobre sus propios pasos y miró tras la columna en la que había visto de reojo al desconocido. Estaba seguro. Era la tercera vez en un par de días en que le había parecido ver tras de sí a un tipo alto, delgado, vestido con un elegante traje negro y que utilizaba bastón y chistera.

Miró al suelo y vio una colilla. Estaba caliente. Olió el tabaco. Inglés, no había duda. Su amigo el químico Córcoles le había ayudado a aprender a distinguir entre más de cuarenta y cinco clases de tabaco y papeles de fumar. Resultaba muy útil para asociar, por ejemplo, a un sospechoso a una escena concreta del crimen. ¿Quién sería aquel misterioso tipo que lo seguía?

Pensó en las amenazas de Olegario Puig. ¿Estarían sus antiguos amigos radicales interesados en atacarle? ¿Habrían enviado a alguien para vengarse por su actuación en la célula de Oviedo? Ya no era un agente joven y soltero, sin nada que perder. Al contrario. Ahora tenía a la niña, a Clara y esperaban un hijo. Se sintió más vulnerable que nunca. ¿No serían los rosacruces? Un momento, el padre Urrutia había dicho que no había miembros de dicha secta en España. Se sintió intrigado por la sola existencia de aquel tipo misterioso.

Al llegar a casa se encontró con que le esperaba un sargento del Cuerpo de policía. Clara lo había entretenido en el gabinete obsequiándolo con jerez y pastas mientras llegaba su marido, por lo que el sargento Alfonso Iniesta se deshizo en parabienes para con la dueña de la casa a la llegada del inspector.

—Dime, Alfonso, estoy cansado —apremió Víctor tras ceder el abrigo, el sombrero y su bastón a Clara, quien los dejó a solas.

—La vigilancia sobre el forense ha dado resultado, hoy mismo se le ha visto ir a ver a un perista de la calle Fuencarral. Se llama Blas Bermúdez y mueve quincalla robada, ya sabe usted.

—Sí, le conozco.

—Le hemos apretado las tuercas a fondo y nos ha contado que el tal Melquíades le vende alhajas que según supone él deben de proceder del depósito. Hemos detenido al matasanos Un tipo repugnante —No me sorprende, la verdad. ¿Y el anillo?

—Ni rastro; el perista no sabe nada, o al menos a él no se lo ha llevado.

—Mira, Alfonso, yo mismo me encargué de que todos los peristas, joyeros y tallistas de Madrid supieran que ese anillo había sido robado a un militar. Nadie se haría cargo de él, quema, eso está claro, y si aparece algún fulano intentando colocarlo, seguro que nos avisan. Por la cuenta que les trae.

—El caso es que hemos registrado la casa de don Melquíades y hemos encontrado algunas alhajas cuya procedencia no puede justificar, dice que son herencia familiar, de su madre, y que las vende poco a poco para pagar sus deudas de juego y alcohol.

—Quizá sea verdad.

—¿Y qué hacemos, inspector?

—Mañana hablaré con el juez. Ese tipo no es trigo limpio y tuvo la ocasión, por hasta tres veces, de cortar el dedo del coronel. Ante la duda, creo que lo mejor es mantenerlo en la celda, que se ablande, igual canta. Además, le vendrá bien pasar una temporada sin beber y jugar. Fíjese que incluso me parece creíble eso de que las joyas que posee no sean robadas, pero con este tipo de gentuza no se sabe. Gracias, Iniesta. Y ahora vuélvase a casa, que tanto usted como yo nos merecemos un descanso con la familia.

—Y que lo diga —reconoció el agente, que se dirigió con paso cansino hacia el recibidor para tomar su gabán.

Víctor se hizo acompañar por don Alfredo a la mañana siguiente, cuando un coche de alquiler les llevó a la calle Lagasca, situada en el barrio construido por el marqués de Salamanca que imitaba el estilo de las nuevas zonas residenciales de París. Un distrito localizado no demasiado lejos del centro de la ciudad pero de avenidas y calles anchas, con hermosos árboles y espaciosas mansiones.

Tras pagar al cochero para que los esperara, bajaron del carruaje y se llegaron a la casa del ex embajador. Hallaron a don Baltasar Losantos tomando el sol del invierno en su jardín, mientras leía la prensa y bebía un chocolate caliente. Parecía realmente muy anciano, cansado. Víctor pensó que aquel decrépito miembro de la nobleza no cumpliría ya los ochenta. El jardín estaba bien cuidado y no desentonaba con la línea neoclásica de la pequeña mansión rematada con estatuas de aspecto griego, todas ellas talladas en mármol blanco. El sol invernal arrancaba a la cuidada hierba del jardín una tonalidad entre verdosa y amarillenta que recordaba por momentos a la primavera. Víctor se quedó inmóvil contemplando aquel panorama que resultaba, sin duda, relajante.

—Ah, vengan, vengan, les esperaba. ¿Quieren chocolate o quizá prefieren café? —preguntó solícito el antiguo embajador de España en Ginebra. Parecía como consumido, quizá demasiado delgado, y lucía, para su edad, una envidiable mata de pelo blanco. El flequillo, demasiado largo, caía sobre su rostro ocultándole casi media cara.

Víctor optó por el café y don Alfredo tomó chocolate con picatostes.

—Ustedes dirán; me resulta agradable poder ser útil a mi edad. No hago otra cosa que leer y a veces se me cansa la vista. Vienen por lo de Ansuátegui, ¿no?

—En efecto —asintió Víctor—. Usted lo tuvo a sus órdenes en Suiza y no tiene familiares ni amigos que me puedan contar cómo era.

—Leí lo de su asesinato en la prensa. ¿Sabe?, en los últimos siete u ocho años que llevaba viviendo en Madrid sólo lo vi en una ocasión. En un acto oficial. Me pareció un tipo distinto al que conocí antaño. Más estirado, no sé. Ahora parecía un verdadero militar. Creo que en los últimos tiempos hasta iba a misa, ¿no?

—Sí, así es.

—Cuando llegó a Suiza era un joven comandante de futuro prometedor. Idealista, de buena familia, leído y culto. Aquello era el paraíso para él. No se ofendan, pero aquello no tiene nada que ver con este nido de ignorantes que llamamos España, no. Allí se respeta cualquier ideología, cualquier teoría, cualquier tendencia. Ansuátegui nadaba en aquellas aguas plenas de conocimiento, iba de una tertulia a otra como una abeja, ya saben, de flor en flor. Parecía muy impresionado. Casi excitado, diría yo. Se rumoreaba que se había hecho masón. Yo sé que era agnóstico y muy, muy anticlerical. Me consta que hizo amigos poderosos. Por cierto, ¿no tendrán ustedes un cigarro? No me dejan fumar.

Víctor y don Alfredo sonrieron. Éste abrió su pitillera y tedió un cigarro al abuelo, que lo encendió y aspiró el humo con fruición, mientras Víctor preguntaba:

—¿Fue luego cuando lo destinaron a colonias?

—Sí, creo que primero lo enviaron a Cuba y luego a Filipinas. Dicen que allí se comportó como un auténtico héroe. Aunque a partir de ahí se fue creando fama de huraño, de tipo hosco, si se me permite decirlo.

—¿Y qué puede llevar a un hombre a pasar del odio a la Iglesia a oír misa diaria?

—Es normal ser más abierto de joven para terminar anclado en el más rancio conservadurismo de anciano, ¿no? —repuso el embajador mirándoles desde el fondo de sus ojos pequeños, marrones y muy vivos.

—Sí, sí —aceptó Víctor—, pero este cambio me parece demasiado brusco. ¿Sabe usted si Ansuátegui ingresó en los rosacruces? —No sé lo que es eso, joven.

—Ya. No se tomaría bien lo de su traslado, imagino.

—En efecto, ha acertado usted, joven. Se puso hecho un basilisco cuando supo que iba a Cuba.

Decía que en Suiza tenía asuntos importantes. Algo habló de que no podía abandonar a sus hermanos. Quizá tendría alguna mujer allí, nunca se sabe.

—Curioso —reflexionó don Alfredo—. «Sus hermanos.» Es muy significativo.

En aquel momento, don Baltasar levantó la vista y su rostro cambió de pronto de expresión. La enfermera particular del viejo, que parecía un bulldog, iba hacia ellos desde la casa. Caminaba con determinación y tenía cara de pocos amigos, por lo que el abuelo cedió disimuladamente el cigarro a don Alfredo.

Víctor tomó entonces la palabra:

—Muchas gracias, don Baltasar, nos ha ayudado mucho hablar con usted. Al menos sabemos algo más sobre nuestra víctima.

—Al contrario, ha sido un placer, sí, pero para mí. Mi mayordomo les acompañará, y vuelvan cuando quieran. Si averiguan algo, cuéntenme. En el fondo, recuerdo con cariño a Ansuátegui. Y un cigarrito de vez en cuando se agradece, la verdad. No digan nada a esa bruja.

—Descuide, amigo, descuide.

Aquel mismo día, a la hora de la comida y mientras la niña dormía la siesta, Víctor pudo charlar tranquilamente con Clara.

—¿Cuál va a ser vuestro próximo golpe? —dijo levantando la vista de El Imparcial sin previo aviso.

—A ti te lo voy a decir —repuso ella simulando ponerse seria—. Se nos echaría encima toda la policía de Madrid.

—Pero ¿por quién me tomas? Yo no os delataría nunca. ¡Soy tu marido! Sólo quiero asegurarme de que no participas en ninguna acción que te pueda poner en peligro.

En ese momento entró Blasa, la cocinera, con el primer plato. Víctor dejó el periódico a un lado.

—¿Y Nuria? ¿Dónde para? —preguntó interesándose por su criada, pues era raro que ella no les sirviera la comida.

—Esta mañana se sentía indispuesta y le he dicho que descanse en su habitación.

—Bien hecho. A ver, ¿qué tenemos aquí? —dijo Víctor levantando la tapa de la fuente de porcelana.

—Albóndigas —contestó la cocinera—. Voy por las patatas. Se hizo un silencio.

—No debes preocuparte —comentó Clara volviendo al asunto que inquietaba a su marido—. Ya te dije que no voy a acudir a las manifestaciones, aunque sigo trabajando en la sombra. Mira.

En el momento en que Blasa entraba con la fuente de patatas, Clara se acercó al aparador y sacó una enorme sábana blanca.

—Ayúdame, Blasa —pidió.

Ambas tiraron de los extremos y ante el detective apareció una enorme pancarta que decía: «LIBERTAD PARA LAS MUJERES: SUFRAGIO UNIVERSAL DE VERDAD.»

—Me ha costado dos mañanas y una tarde. He cosido las letras, están hechas con tela.

Víctor se tapó la cara con la mano derecha para no verla, mientras con la izquierda buscaba la copa de vino para echarse al coleto un buen trago de tinto. Decididamente era terca. Sonrió.

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