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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policiaco

El caso de la viuda negra (6 page)

BOOK: El caso de la viuda negra
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—¡«Amor de Tronío»! —gritaba un rapaz que vendía a voz en grito la Gacetilla Popular, donde al parecer se narraban los detalles del noviazgo real para deleite de criadas y comadres.

—Dame uno —pidió don Alfredo mientras tendía una moneda al crío.

—Pero ¿vas a leer eso? —espetó Víctor—. Es pura basura para comadres...

—¿Y qué? ¿No dices que hay que saber de todo?

—Ahí me has pillado. Pero todo eso —añadió señalando con la cabeza el panfleto— no es más que un burdo montaje.

—¿Cómo?

—Sí, ya sabes, lo de un amor imposible entre dos jóvenes cuyas familias se odian. Ya se contó antes: los Capuleto y los Montesco.

—No te entiendo, Víctor.

—Sí, Alfredo, sí. En primer lugar, Cánovas se inclinó por casar a nuestro joven monarca con Beatriz, la hija de la reina Victoria de Inglaterra, pero ésta, al saber que su hija había de convertirse al catolicismo, se negó en redondo. Urge casar al joven monarca, eso está claro; sus salidas nocturnas comienzan a convertirse en un serio peligro.

—Dímelo a mí... Mi primo Juan Jesús está en la Guardia Real y los lleva locos.

—Y, además, se dice que hay que asegurar cuanto antes la descendencia del joven rey.

—¡Si es un crío!

Víctor sonrió para sus adentros; ambos amigos se detuvieron.

—El otro día estuve hablando en nuestro despacho de Sol con Blas López. Ha llegado lejos, ¿sabes?

—Pues tenías que haberlo conocido cuando empezó.

—En efecto, un papanatas. Bueno, el caso es que entró a hacerme una visita: está ejerciendo labores de escolta de Cánovas. Se encarga de su seguridad, turnos, guardias... Vamos, que se entera de todo.

—¿Y?

—Me dijo que el joven rey estuvo enfermo cuando fue al norte a combatir contra los carlistas.

Tuvo fiebres muy altas, tos y, atención: llegó a manchar un pañuelo de sangre.

—¿Tuberculosis?

—Chiiist —chistó Víctor mirando a su alrededor.

—Mal asunto.

—¡Y tanto! Los Borbones llevan cientos de años casándose entre primos. El joven no es precisamente fuerte como un roble. ¡Tuberculosis!, figúrate. Hay que asegurar la continuidad del régimen, ahora que parece que arranca una Constitución medio seria. De ahí lo del noviazgo con la primita. A Cánovas no le hacía mucha gracia la idea. Buscaba una princesa de más enjundia, y, por otra parte, se sabe que el pueblo odia al padre de María de las Mercedes.

—Hombre, Víctor, el de Montpensier mató en duelo al infante Enrique e intrigó lo suyo para hacerse con el trono.

—Pues eso, que a la gente no le iba a hacer maldita la gracia, de manera que el duque de Sesto, que en esto es de lo que no hay, ideó la historia: los dos primos se quieren, pero la reina madre, doña Isabel, no quiere ni oír hablar del casorio y emparentar de nuevo con el impresentable de su cuñado.

—Pero eso es cierto, ¿no? Se ausentó a París cuando fueron a pedir la mano de la chica.

—Sí, sí, es cierto, pero se le dio propaganda y el pueblo no puede resistirse a un amor imposible.

Ahí lo tienes, voilá: una candidata a reina logra el fervor popular de un plumazo con ese tipo de panfletos que acabas de adquirir.

—Me dejas de piedra.

—Ingeniería social, se llama.

—¡Qué cosas dices! Te sale la vena republicana.

—¡Qué va, Alfredo, qué va! No te negaré que sueño con una España republicana, pero hoy por hoy es imposible. Estoy con Cánovas. Aquí, hoy en día, la república no nos duraría ni una semana, hay que hacer los cambios de manera pausada, lenta. El «monstruo»
1
ha dado un golpe perfecto urdiendo esta boda. Pero, mira, ya llegamos. Éste es el portal.

Los dos amigos traspasaron la recia puerta de madera. Arriba, en un ático miserable poco más grande que el salón de Víctor, vivían Demóstenes, su esposa y sus siete chiquillos, que se arracimaban junto al brasero intentando quitarse el frío de encima. Víctor no pudo evitar el recuerdo de su infancia en aquel mismo barrio y sus comienzos como pilluelo en La Latina: el miedo, las esperanzas a su llegada a Madrid, el mísero sueldo que cobraba su buena madre por horas y horas de costura, y sus ansias de salir de la miseria y llegar lejos.

Hacía frío en aquella buhardilla, pues estaba mal aislada, y los críos del sepulturero parecían famélicos, cansados, con los ojos hundidos en sus cuencas como para demostrar que en aquella casa se había empezado a pasar hambre. Víctor sintió que se le encogía el corazón. Tomó nota de ello. A la mañana siguiente ordenaría a su cocinera que fuera al mercado para hacer llegar a la familia una cesta de comida semanal de sus proveedores habituales. Al menos podría ayudarles aunque sólo fuera en eso.

El sepulturero les dijo que si ellos lo deseaban, podían hablar en un lugar más adecuado, por lo que los dos policías lo acompañaron a la calle y entraron en la primera taberna que encontraron abierta, la del Eusebio, que saludó con la cabeza a Víctor al verle entrar como se hace con los viejos conocidos.

El inspector Ros, más reconfortado al perder de vista el minúsculo cuarto en que crecían los hijos de López, comenzó a hablar:

—No le negaré que el asunto está feo, Demóstenes. Pero hay una mínima esperanza, una pequeña luz al fondo de este asunto que me dice que lograré que recupere usted su trabajo.

—Loado sea Dios —agradeció el pobre hombre apurando su chato de vino de un trago.

—Sí, me temo que hay una banda de desalmados que se dedican a robar restos humanos por algún motivo. Es cuestión de capturarlos y demostraremos que ellos cortaron el dedo del coronel.

Parece simple.

—¿Y por qué iba alguien en su sano juicio a querer robar cachos de personas? —preguntó Demóstenes.

—Quizá buscan objetos de valor. Al día siguiente a su despido, a poco echan a Zacarías; alguien exhumó al muerto que usted había enterrado la mañana anterior y se lo llevó.

—¿Cómo?

—Sí, debieron de ser varios.

Demóstenes se sirvió otro vaso de vino de la jarra de barro antes de hablar:

—Pero dice usted que esos tipos buscan robar objetos y..

—¿Sí?

—El tipo que enterré aquella mañana era un mendigo; ¿qué iba a tener de valor?

—Reconozco que tiene usted razón. Ahí flaquea mi tesis —admitió Víctor—. Pero me niego a creer que dos asuntos tan extraños y ocurridos el mismo día no tengan relación. ¿Cuántos casos similares se han dado en el cementerio desde que usted trabaja allí?

—Hombre, pues la verdad es que yo llevo trabajando en el cementerio toda mi vida y no recuerdo algo sí.

—¿Alguna vez alguien mutiló un cadáver?

—Nunca.

—¿Y han desenterrado algún cuerpo?

—Tampoco. Alguna gamberrada de críos, ya sabe, apedrear una lápida o volcar unas vasijas con flores, pero nada más.

—¿Está usted seguro de que el mendigo no llevaba nada encima de valor? He conocido indigentes a los que se halló muertos en la calle que, bajo la ropa, iban literalmente empapelados en billetes para protegerse del frío —apuntó don Alfredo.

—Seguro, no llevaba nada encima. Yo mismo lo preparé. Aunque, ¿saben?, el cuerpo no me pareció el de un mendigo; la piel era blanca, de modo que aquel hombre no había tomado mucho el sol en su vida, como un noble. Tenía unas manos muy delicadas, como de pianista; el tipo no sabía lo que es trabajar. Eso seguro.

Víctor y Alfredo se miraron.

Demóstenes López se secó la boca con el dorso de la diestra y añadió:

—Como ustedes comprenderán, he enterrado a muchos pobres y aquel fulano no estaba desnutrido; ¡si tenía todos los dientes perfectos!

—¿Está usted seguro de eso?

—Sí, nunca me olvidaría de un elemento tan peculiar, con ese pelo tan rojo y..

Víctor Ros dio un manotazo en la mesa y dijo:

—¿Cómo ha dicho? ¡Repita eso!

—Que el fiambre era pelirrojo.

—¿Qué pasa? —preguntó sorprendido Blázquez.

Víctor contestó:

—Que el cómplice del asesino del coronel Ansuátegui era pelirrojo. Ahí tienes el nexo entre los dos sucesos, Alfredo.

—¡Qué tontería! Muy traído por los pelos me parece eso a mí.

—Así, a bote pronto, ¿a cuántos pelirrojos conoces? Me refiero a tu entorno, tu familia, tus amigos y el trabajo; piensa, a ver...

Don Alfredo miró hacia arriba como haciendo memoria.

—Pues a ninguno, la verdad.

—¿Con cuántos te has cruzado hoy por las calles de Madrid?

—Con ninguno.

—¿Y ayer?

—Con ninguno, Víctor; sabes que esto no es Inglaterra, aquí no abundan los pelirrojos.

—Pues eso. Mucha casualidad, ¿no crees?

1.
Así se conocía a Cánovas del Castillo por su notable inteligencia.

Capítulo 4

Víctor no pegó ojo en toda la noche. ¡Qué caso más extraño! Lo que había empezado como una nadería, un insignificante suceso que había costado el puesto de trabajo a un pobre sepulturero, comenzaba a convertirse en un asunto complejo y prometedor. Alguien había matado a un coronel del ejército a la salida de su misa diaria. Un tipo alto, grande y moreno, que huyó con ayuda de un embozado de patillas pelirrojas. Luego, el dedo del coronel había sido cercenado aquella misma noche. Por otra parte, un mendigo pelirrojo ingresó cadáver en el depósito y alguien profanó su tumba al día siguiente y robó el cuerpo. ¿Por qué? ¿No parecía plausible que el mendigo y el cochero cómplice del asesino, ambos pelirrojos, fueran la misma persona? ¿No era demasiada casualidad?

El razonamiento era un poco forzado, en efecto, pero en Madrid no abundaban los pelirrojos y el que apareciera uno de ellos en dos sucesos tan extraños, tan seguidos y medio relacionados le hacía sospechar. Al menos no podía descartar aquella posibilidad.

Quizás el asesino se había librado de su cómplice para que no pudiera delatarle. Probablemente lo había envenenado, pues su cuerpo apareció en plena calle, sentado, como si hubiera muerto mientras ejercía la mendicidad. Ahora bien, ¿por qué había robado alguien el cuerpo del mendigo?

Quizá en su cadáver o en sus ropas había alguna pista, algo que llevara hacia su cómplice, el asesino de Ansuátegui. Sí, eso debía ser.

Pero ¿por qué habían cortado el dedo del coronel? Y, lo más importante, ¿cómo? Era imposible entrar en el sótano. No había ventanas, dos soldados hacían guardia en la puerta y ésta estaba cerrada con llave y dos candados que no habían sido forzados. Todo era muy raro.

Quizás alguien había cortado el dedo en un descuido, sin que los demás lo vieran, cuando el cadáver era manipulado. Tal vez se trataba de un simple robo que no tenía relación con el asunto de la profanación de la tumba del pelirrojo, pero era tentador dejarse llevar por otra vía de razonamiento más compleja. Era mucha casualidad. Al día siguiente podría ver a los dos soldados que habían hecho la guardia aquella noche. El secretario del general Esparza le había hecho llegar una nota al respecto. Quizá pudieran aclararle algo las cosas. Pensó que debía revisar las pertenencias del fallecido coronel. Era un tipo raro y apenas salía del cuartel de Conde Duque. ¿Temería a alguien?

El relajante chisporroteo de la chimenea le hizo ir cayendo en un pesado sopor.

A la mañana siguiente, antes de acudir a las instalaciones de Sol, Víctor pasó por el cuartel de Conde Duque. El secretario del general Esparza había dejado recado en el cuerpo de guardia, por lo que un amable sargento que le aguardaba lo acompañó a un sótano, antesala de los calabozos, donde pudo hablar con los dos centinelas burlados en la noche de autos. Olía a paja y a humedad. Hacía frío. Los dos soldados parecían aturdidos porque ya llevaban una semana de encierro; se llamaban Matías y Eugenio. El primero era sevillano y el segundo, de Eibar. Víctor pidió que le dejaran a solas con ellos y les instó a tomar asiento.

—¿Os tratan bien?

—Sí, sí —afirmó el sevillano, el más espigado de los dos y también el más joven—. El rancho es el mismo que el del resto de la tropa y aquí, en Conde Duque, no se come mal. Lo único es que nos han metido un mes de arresto y aún quedan tres semanas. Los días pasan muy despacio entre cuatro paredes. Además, las celdas son muy frías.

El otro soldado asintió como corroborando lo expuesto por su compañero de desdichas.

—Quería hablar con vosotros sobre el incidente del dedo del coronel. Todo lo que digáis queda entre nosotros. ¿Está claro? Los dos presos asintieron con un gesto.

Víctor continuó:

—¿Recordáis algo que aquella noche os llamara la atención? Algo fuera de lo normal.

Los dos se miraron.

El más rechoncho, el vasco, dijo:

—A mí me pareció escuchar ruidos en el cuarto, pero, no sé, unos sonidos así, como amortiguados...

—Estábais dormidos, ¿verdad? —interrumpió, perspicaz, el detective. Los reos se miraron como sorprendidos.

—No, no hace falta que disimuléis. Desde el primer momento me pareció que debió ser así. Era evidente. Además, es lo que se suele hacer, ¿no? Uno duerme y el otro vigila. ¿Para qué permanecer despierto si se está velando a un muerto que no va a ir a ninguna parte, en un cuarto subterráneo, sin ventanas y cerrado con dos candados?

—Fue culpa suya; él se durmió —acusó Matías señalando a su compañero.

—¡Cállate!

—Tranquilos, tranquilos, es obvio que lo ocurrido no fue culpa vuestra. Nadie entró por la puerta, al menos los candados no habían sido forzados. A no ser que...

—¿Sí? —dijo el de Eibar.

—¿Bebisteis algo? ¿Os dieron algo de beber o de comer en el cementerio?

—Había un botijo en la salita donde hicimos la guardia.

—¿Bebisteis los dos?

Ambos asintieron.

—Vaya, eso me hace dudar. Matías, dices que escuchaste ruido entre sueños, ¿no?

—Sí, hice por despertarme pero no pude. Lo juro.

Víctor empezó a darle vueltas al asunto. Aquello complicaba las cosas. ¿Habrían puesto un somnífero en el botijo? De ser así, aquello apuntaba a alguien de dentro. El caso se complicaba más a cada momento. Supo que no iba a sacar nada más en claro de aquellos dos y llamó al sargento.

Ramiro, el ordenanza del fallecido coronel Ansuátegui, lo acompañó solícito al cuarto aquél y le abrió el arcón donde había guardado las escasas pertenencias del militar. No había gran cosa. Sin duda, había sido un hombre estricto, rayando en la más severa austeridad. Su cuarto era sobrio, apenas un par de láminas con motivos militares decoraban la pared. Ni un adorno, ni una figura.

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