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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policiaco

El caso de la viuda negra (37 page)

BOOK: El caso de la viuda negra
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—Hola, Víctor.

—Hola, Lucía. Clara no está en casa.

—Lo sé. Tiene reunión de sufragistas. Quería verte; me voy.

—¿Cómo?

—Sí, a Estoril. No sé si volveré a este país.

—Pero ahora la gente te adora.

—Lo sé, y por eso los desprecio más aún, no se me va de la cabeza todo este año de insultos, de amenazas... Nunca olvidaré a aquella chusma intentando lincharme; sus caras de odio, sus ojos...

—Lo entiendo. Pero entonces debes de odiarme a mí también.

—No te odio, Víctor, tú me salvaste.

—Yo seguí las pistas, las pruebas, pero mi intuición me falló. Quizá no sea tan buen detective como creía.

La joven lo miró fijamente. Estaba increíblemente bella. La luz del sol de media tarde entraba por la ventanilla e iluminaba sus hermosos ojos de aspecto felino.

—¿Sabes? En la cárcel pensaba mucho en ti.

Él no supo qué decir.

—Si no hubiera caído en los brazos de Eduardo, todo esto no me habría pasado. Lo lamento. Tú eres especial, no desconfíes de ti mismo. Tengo dinero como para vivir tres vidas, así que me voy, quiero ver mundo, asistir a fiestas, olvidarlo todo. Quizá, con la compañía adecuada, incluso recuperaría la ilusión.

—Eres joven aún.

Lucía se rió.

—¿No sabes captar una indirecta? Debí suponerlo; tienes mujer, hijos y un trabajo. Eres la antítesis de Eduardo, siempre haces lo correcto.

—Contigo no fue así, y lo siento de veras. Eras inocente.

—Te he dicho que no dudaras de tu instinto. Por eso he venido a verte. ¿Sabes?, Eduardo quería que envenenara a José Miguel, mi marido. Por eso compré el tónico en Cuenca; si le daba algún veneno en la comida podía notar el sabor y, además, yo no tenía acceso a la cocina; habría resultado sospechoso. Eduardo me proporcionó algo de cianuro y me explicó que si se envenena a alguien lentamente, dándole dosis muy bajas, que no son mortales pero que luego se van aumentando, se puede lograr que los síntomas se confundan con alguna enfermedad incurable. Me preparé y lo hice.

Di a mi marido la primera dosis el día en que comencé a darle el tónico. Simplemente, añadí a la medicina la cantidad que me dijo Eduardo. No pasó nada, claro. Al día siguiente no pude hacerlo.

No creas, quería que muriera, le tenía cariño, pero era un obstáculo que se interponía hacia mi felicidad. El caso es que no pude seguir adelante. Sólo llegué a darle una dosis y fue bajísima, inocua. Decidí cuidarlo como nadie porque me sentía culpable y por eso a partir de aquel día le di el tónico antes de cada comida; quería que estuviera fuerte, sano. Así apacigüé mi conciencia por aquel acto que no era propio de mí. Me sentí aliviada, aunque en el fondo sabía que había obrado mal. Por eso, cuando murió con aquellos síntomas y apareciste tú, supe que, de alguna manera, Dios me había castigado. En el fondo me merecía lo que me estaba ocurriendo.

—Vaya...

—Así que ya lo sabes; en el fondo de mi corazón era una envenenadora, y de haber tenido más valor o más maldad, lo hubiera llevado a cabo hasta el final. Por eso todo apuntaba en mi contra y por eso tu intuición te hizo pensar que yo era culpable, porque, ¿sabes, Víctor?, aunque no envenené a mi marido, aunque lo mató el plomo de aquella bala, yo, en el fondo y de pensamiento, era culpable.

Víctor se volvió a quedar sin saber qué decir. Ella dio un golpecito en la mampara del coche y éste se puso en marcha. El detective permaneció allí de pie como hipnotizado, viendo cómo el lujoso carruaje de aquella mujer extraordinaria se cruzaba con el suyo que, conducido por Garriga, ya llegaba. ¡Su intuición no le había fallado! Quizá debía fiarse más de ella. No estaba acabado, aquello acababa de comenzar. ¿O no?

—Vamos, Teodoro, tenemos trabajo que hacer.

Minutos después, apostado dentro de su coche en la calle de Santiago, estaba observando un inmueble situado entre la iglesia de Santiago Apóstol y la Embajada de Nicaragua. Teodoro Garriga, en el pescante, se mantenía atento, ojo avizor por si se le daba la orden de partir de inmediato, pues estaban en misión de vigilancia. Pasó el tiempo con lentitud.

Eran las siete de la tarde cuando el coche de doña Ana Escurza se detuvo ante una regia casona de color claro; el conde de Chiaravalle descendió del mismo y se despidió de su amada. Se paró en la puerta de la mansión, dijo adiós con la mano y lanzó un beso en dirección al carruaje cuando éste se alejaba. El italiano aguardó unos segundos con la llave en la mano y, cuando estuvo seguro de que el coche de su acompañante había desaparecido tras la esquina, volvió sobre sus pasos y comenzó a caminar en sentido opuesto al que habían llegado.

—¡Lo sabía! —exclamó Víctor—. ¡Síguele, Teodoro! A distancia y parándote de vez en cuando.

Eso hizo el bueno de Garriga hasta que llegaron a las inmediaciones de la plaza Mayor, donde Víctor se empeñó en bajar y le dijo que esperara allí.

El italiano caminaba ya hacia abajo, siguiendo la cuesta de la calle de Toledo. El inspector Ros le seguía y comprobó que se dirigía hacia el barrio de su niñez, La Latina. Con discreción, y parándose ante algún que otro escaparate, comprobó que entraba en un inmueble de la Cava Baja, así que dejó pasar unos minutos y decidió hablar con la portera.

Había pasado un buen rato cuando se situó delante de la desvencijada puerta de la buhardilla situada en el último piso, nada menos que una quinta altura. Tuvo que reponerse un poco del esfuerzo que suponía subir aquellas interminables escaleras y se dijo mentalmente, una vez más, que debía ponerse a dieta como le sugería Clara, pues estaba ganando peso. Llamó a la puerta tres veces, con energía.

—¡No insista, señora! ¡Ya le dije que pagaré la semana que viene! —se oyó la voz del italiano desde dentro del cuarto. Víctor volvió a llamar de idéntica manera.

La puerta se abrió y apareció el estirado conde, en ropa interior de una sola pieza, camiseta y calzoncillo de pernera larga, ridículamente remendada aquí y allá con parches de tela de multitud de colores. En una mano llevaba una camisa y, en la otra, una aguja con hilo. Era una figura grotesca y tenía la boca abierta.

—¿No me invita a pasar, conde? —pidió Víctor con retintín.

—Sí, sí, claro —contestó el otro intentando recobrarse del golpe encajado.

El detective tomó asiento en la única y desvencijada silla de aquel minúsculo cuarto, mientras el italiano se acomodaba en el borde de su revuelto camastro. Había calcetines colgados en un cordel que atravesaba la buhardilla de pared a pared y resultaba difícil ponerse de pie sin darse un cabezazo con el techo que, inclinado, cubría aquella humilde estancia.

—Creo que tenemos que hablar.

—Tú dirás, Víctor.

—He realizado mis averiguaciones, cansado de escuchar sus bravatas sobre sus muy productivas inversiones en el Banco di Labore di Calabria del que, según presume, es usted el máximo accionista.

—¿Y?

—Que no existe.

—Ya —admitió Gian Carlo Bermetti bajando la cabeza.

—Tampoco existen el Bank of Chelsea ni el Royal Zurich Insurance. Es usted un farsante. En Barcelona le conocen bien: Gian Carlo Bermetti, alias conde Chiaravalle, alias Garibaldi, famoso timador italiano que ha pasado por épocas de esplendor y por momentos duros, como el presente.

Tras su gran golpe, el caso del Fondo de Pensiones de Lombardía, vivió usted, después de su fuga, sus mejores años.

—Y que lo digas.

—Después, y una vez reducidos sus ingresos, se ha dedicado a los timos de poca monta, si se me permite, que le han permitido vivir con cierta holgura hasta este momento, en que le veo en una mala situación económica. Todo esto a mí no me importa, es simplemente que mi mujer, Clara, me ha comentado que usted y mi distinguida madre política van a anunciar su compromiso de manera oficial en un par de días. ¿Es así?

—En efecto.

—Tiene exactamente una hora para meter lo que pueda en esa maletucha y salir de Madrid por piernas, como, por otra parte, hizo largándose de Barcelona hará algo más de año y medio.

Gian Carlo Bermetti arrojó su labor a un lado y comenzó a sollozar. Era evidente que Víctor no esperaba aquella reacción; un hombre de sesenta años, un veterano del mundo del timo con más pieles que una serpiente llorando sin consuelo como un niño.

—Vamos, hombre, no llore —dijo lanzándole su pañuelo—. Conmigo no hace falta que finja.

Debe usted tres meses de alquiler.

—No lo entiendes, Víctor. Eres demasiado joven. Sí, soy un fraude y siempre lo he sido. Por eso tuve que irme de Barcelona, no me quedaba ya nadie a quien poder timar, todos me conocían y me vi obligado a buscar nuevos horizontes. Un timador necesita moverse en una ciudad populosa, en un pueblo o una pequeña capital te cazan enseguida, así que vine a Madrid. Apenas llegar conocí a doña Ana. No me resultó difícil llegar a ella y embaucarla. Tiene dinero y supe lo de su excelente situación económica. Era una víctima fácil, una mujer que había sufrido mucho, que merecía vivir recuperando la alegría y, ¿sabes?, me enamoré como un colegial.

—Sí, claro.

—No sé trabajar honradamente, de acuerdo. Pero, ¿de verdad crees que me veo obligado a vivir así? Sólo tengo que acercarme a la Puerta del Sol y observar un poco a la búsqueda de algún palurdo. Créeme, soy bueno en mi oficio, hijo, como tú en el tuyo.

—Y, entonces, ¿por qué no lo hace?

—Ana me cambió. Decidí ser otro hombre para merecerla. Te haré una pregunta: ¿qué tenéis sobre mí desde que llegué a Madrid?

—Nada.

—No tendré ni ficha.

—Exacto.

—¿Y eso qué te hace pensar?

—Que no ha cometido ningún delito en Madrid, al menos que sepamos.

—¿Sabes la de veces que Ana ha puesto dinero en mi mano para que se lo invirtiera en «mis empresas»? Pregúntaselo a ella. Sólo con ese dinero podía haberme ido a otra ciudad y vivir a lo grande una buena temporada, pero no lo hice. Soy un hombre nuevo.

El italiano miró a Víctor como reafirmándose y el detective pareció algo confuso.

—Mi mujer adora a su madre. No permitiré que nadie les haga daño.

Gian Carlo quedó en silencio.

—Quizá tengas razón, hijo —convino al fin—. Siempre fui un perro callejero. No soy digno de Ana Escurza. Supongo que tarde o temprano la haría sufrir.

—Tome. Ahí tiene dinero para pagar sus deudas y comprar billete o pasaje a donde quiera —concluyó Víctor, y se encaminó hacia la puerta para salir de allí.

—Será mejor que no me despida de ella —decidió Gian Carlo—. Pero, por favor, no le digas que soy un don nadie. Le enviaré una carta diciéndole que he tenido que salir hacia Nueva York a atender unas inversiones y que ya regresaré. Por favor, la quiero. Toda la vida he ido de aquí para allá, conquisté mujeres bellas y viví de ellas, de sus maridos, timé a gente de toda condición, a poderosos, a ricos y pobres. Nada me frenaba, nada importaba, sólo yo. No sé si es que me hago viejo, pero Ana es distinta, es un ser inocente, angelical, despertó en mí sentimientos que no sabía que existían. Supongo que fue un bello sueño; ¿dónde iba a ir un don nadie como yo con una dama como ella?

Al escuchar este último comentario, Víctor quedó petrificado por un momento. Se recordó a sí mismo paseando por el Prado el día que vio a Clara Alvear por primera vez, tan lejana, inaccesible para un hijo de La Latina como él. ¿Cómo iba él, un don nadie, a merecer a una joven como aquella?

De pronto, se escuchó a sí mismo. ¿Estaba hablando? Sí, hablaba.

Sin volverse siquiera, se oyó decir, como en un sueño y para su sorpresa:

—Gian Carlo...

—¿Sí?

—Tome el dinero y pague sus deudas. Cómprese ropa nueva. Un par de trajes, calzones, botas y algún bastón que le guste. Debe hacer usted honor a su posición. Le espero esta misma noche a cenar en mi casa, acompañado por su dama, claro está.

Hubo un largo silencio.

—¿Cómo? —musitó confundido el italiano.

—Ya me ha oído —respondió Víctor muy seguro de sí mismo. El conde Chiaravalle cayó de rodillas llorando de agradecimiento. Antes de salir, Víctor añadió:

—Y si me decepciona, juro que lo mato. Su vida anterior queda entre usted y yo. ¿Entendido?

El otro asintió con una especie de sollozo de agradecimiento que casi le parte el alma.

Cuando bajaba las escaleras se sintió bien. Extrañamente bien. ¿Cómo podía alguien en su sano juicio dar una oportunidad a un tipo como aquél? Definitivamente, él sabía de alguna manera que el conde decía la verdad. ¿Por qué? Intuición quizás y Lewis le decía que siguiera sus propios impulsos.

—Sin lugar a dudas, estás loco, Víctor —se dijo en voz alta.

FIN

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