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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policiaco

El caso de la viuda negra (10 page)

BOOK: El caso de la viuda negra
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—Sabes que simpatizo con vuestra causa, pero es que me colocas en una situación...

Ella sonrió y guardó la pancarta. De regreso a la mesa, se acercó a su marido y se sentó en su regazo.

—¿Y sabes? Tengo algo más que contarte. Adivínalo.

—No sé, sorpréndeme. ¿Qué más puede pasar? La criada está enferma, mi mujer es una activista peligrosa y mi cocinera me mira mal.

—No digas tonterías.

—Nunca le he caído bien a Blasa.

—Bah, paparruchas. Bueno, adivina...

—Me rindo, Clara, llevo unos días un poco duros.

—Mi madre ha conocido a alguien.

—¡Dios! —exclamó él volviendo a tomar la copa para servirse algo más de vino.

—Sí, salía de su partida de bridge en el club de Amigas de los Pobres cuando se le cayó su sombrilla. Un caballero entrado en años, al parecer muy elegante, la ayudó a recogerla. Ella le dio las gracias. Entonces él se ofreció a acompañarla en coche hasta su casa. Es un conde, Víctor, ¡un conde italiano! ¿Te imaginas? Mañana han quedado para ir a pasear al Prado.

—¿Con este frío?

—No seas aguafiestas. Por cierto, ¿te apetece dormir la siesta conmigo?

Víctor la miró sorprendido.

—¿Estás segura? ¿No crees que en tu estado...?

Ella sonreía pícara.

—El médico me dijo que no hay problema al respecto.

«Al fin una buena noticia», pensó él.

Capítulo 6

—Hay un guardia en la puerta que quiere verle. Dice que se llama Abenza —anunció Blasa con su habitual falta de simpatía.

Eran casi las doce y Clara ya se había acostado, la niña dormía y Víctor leía junto a la chimenea mientras oía cómo rebotaba la lluvia contra los cristales de los inmensos ventanales del salón.

—Pase, pase, Aniceto —invitó el detective, quien de inmediato tendió una copa de jerez al guardia, que, inmenso, apareció en el umbral de la puerta del salón.

—No le diré que no —aceptó el gigantón, que parecía haberse calado hasta los huesos.

—Va usted a pillar una pulmonía —dijo el inspector Ros sirviéndose también una copa.

—No lo diga ni en broma —contestó Abenza, cuya fama de hipocondríaco era sobradamente conocida en el Cuerpo. Cada día devoraba El Siglo Médico para estar al corriente de las últimas epidemias e infecciones producidas en la Villa.

—Verá, perdone por lo intempestivo de esta visita, pero me he encontrado con algo llamativo.

Tengo un asunto interesante para usted. Es sobre el caso ése del coronel. Me dijo usted que buscábamos a un tipo robusto, alto y moreno, que se hacía acompañar por un pelirrojo, ¿verdad?

—Así es Aniceto, así es.

—Pues entonces tengo una pista. Necesito que me acompañe a la Generala. Hay una puta que estuvo con ellos. Nos espera. Es aquí mismo, don Víctor, en su propio barrio. Donde «los chisperos».

Al oír esta última frase, Víctor se incorporó y dijo:

—Acompáñame, me temo que necesitaremos el apoyo de la artillería.

Los dos hombres ascendieron al primer piso, donde se situaban los dormitorios principales, para pasar a una escalera más estrecha que daba acceso al segundo, donde dormían las sirvientas. Al pasar junto a una puerta, Víctor se detuvo y dijo:

—Calle.

Se escucharon unos sollozos.

Era Nuria, la criada, que lloraba en la soledad de su habitación.

—Ésa está preñada —comentó el detective a la vez que tiraba de una especie de argolla que hizo bajar una escalera plegable de madera que daba acceso a la buhardilla.

—Vaya —dijo el guardia como sorprendido.

Subieron uno detrás del otro.

—Este es su cuartel general, ¿no?

—En efecto, Aniceto —respondió Víctor al tiempo que encendía una lámpara de gas, a cuya luz el guardia descubrió un panorama que le resultó extraño de veras.

La estancia era amplia, aunque de techo bajo debido a la presencia del tejado, y había cuatro enormes tablones sujetos con caballetes que recordaron a Abenza el taller de un carpintero o algo similar. Una desagradable sensación de recelo se apoderó del fornido guardia cuando comprobó que sobre una de las mesas había especímenes naturales en frascos, animales disecados, huesos e instrumentos de disección. En otro de los tablones vio herbarios y especies vegetales de todo tipo, lupas y pequeños tiestos junto a la ventana. Al fondo se adivinaba otra gran mesa repleta de piedras y fragmentos de rocas, con frascos de colores, buretas, retortas, una especie de alambique, pipetas, matraces e incluso un mechero Bunsen, y junto a dicha mesa, una enorme estantería repleta de libros en distintos idiomas junto a una cuarta tabla que hacía las veces de escritorio.

Mientras escarbaba en una caja y sacaba un revólver, el detective dijo:

—Sé lo que piensas, Aniceto, y no temas, no hay nada anormal en todo esto. Es sólo un laboratorio. No temas agarrar ningún miasma. Todo está en formol.

El guardia suspiró, temiendo que aquel tipo leyera el pensamiento como se decía en la calle y comprobó cómo el otro le tendía una especie de puño formado por cuatro anillos soldados de hierro.

—Toma, yo llevo otro. Los usan las bandas de irlandeses en Nueva York y hace que un puñetazo sea un golpe mortal.

Salieron a la calle; diluviaba. El barrio de don Víctor quedaba dividido claramente en dos zonas: una más nueva, el barrio del Barquillo, de carácter residencial, alfonsino y más moderno, y la otra, más humilde, originada en la época de los últimos Austrias y en la que los chisperos, putas y timadores campaban a sus anchas.

Abenza se bebió un buen trago de un jarabe que tomaba para no se sabía qué. En otras circunstancias, Víctor le hubiera hecho alguna chufleta sobre su hipocondría y su obsesión por ingerir cuantas medicinas y brebajes caían en su poder, pero evocó los días en que, tras resolver los dos famosos casos, cayó en un gran abatimiento.

—Recuerdo que me salvaste del abismo, Abenza.

El otro lo miró sorprendido y contestó:

—Lo dice usted por el Licor de Rojas del Perú que le proporcioné, ¿verdad?

—En efecto.

—El extracto de hoja de coca está indicado en estados carenciales, abatimientos y en la patología que usted sufría: la depresión nerviosa. Mano de santo —apuntó.

Víctor rió ante las explicaciones de aquel médico frustrado.

—Perdí la ilusión por la vida. Me sentí responsable de mis propios actos y supongo que me avergoncé en parte de ellos. Arrastré a gente a la muerte.

—¡Y salvó muchas vidas!

—Ya. En cualquier caso, tu potingue me hizo reaccionar. Gracias, Aniceto.

—Usted me salvó la vida, don Víctor.

—Todos los días doy gracias a Dios porque me acompañaras cuando entré en aquella casa de maldito recuerdo.

—Fue un honor estar allí con usted.

Caminaron hasta la confluencia de la calle Barquillo con Belén, y pasaron por donde se ubicaba la mítica casa de Tócame Roque. Víctor recordó la historia de aquel inmueble que había terminado llamándose así, según don Ramón de la Cruz, porque la casa había llegado en herencia a dos hermanos, de nombre Roque y Juan. Acabaron disputándose la propiedad y terminaron enfrentados.

Cuando se cruzaban por la calle se miraban con odio y Roque decía «Tócame a mí», a lo que Juan contestaba «Tócame, Roque». Al fin la casa terminó adoptando aquel nombre. Y así, atajando junto a la parroquia de Santa Bárbara, llegaron a una pequeña tasca en la calle de Orellana.

Allí, al fondo, les aguardaba una joven de aspecto macilento. Debía de estar enferma de sífilis.

Justo cuando se acercaban a la mesa, un chispero imponente que bebía en la barra se interpuso en su camino. Parecía un espécimen de antaño, como salido de un viejo grabado de Goya. Debía de ser de los últimos de su ralea, con la chupa ajustada y redecilla en la cabeza. Gente de cuidado y acostumbrada a vivir de sus mujeres y del uso de la violencia.

—Perdonen vuecencias —les dijo muy rimbombante—. Pero aquí la Mari Manuela es hembra de mi cuadra y si quieren hablar con ella, tendrán que pagar. El tiempo que pase con ustedes de palique es tiempo que deja de producir.

Víctor miró a su compañero y sonrió:

—¡Qué simpático el proxeneta! —comentó a la vez que hacía una seña al guardia.

—Don Víctor, hay que reconocer que este fulano tiene cojones, porque intentar extorsionar a la propia policía... ¿Había aparecido una sombra de duda en los ojos del chulo?

—Es que...

Antes de que el chispero pudiera continuar hablando, Víctor asestó un golpe con los nudillos encogidos en la nuez del proxeneta, quien cayó al suelo retorciéndose a la vez que daba evidentes muestras de asfixia. Un tipo que había en la barra, y que al parecer cubría las espaldas al chulo, intentó abalanzarse sobre el detective, pero un puñetazo de Abenza con el puño de hierro le hizo desplomarse como un peso muerto. Antes de que la parroquia pudiera reaccionar, los dos compinches estaban esposados a la barra en laque los clientes apoyaban los pies, junto al suelo del mostrador de la tasca.

—¿Algún problema? —gritó Víctor mirando alrededor.

Todos bajaron la vista y volvieron a sus asuntos.

—¡Dos vinos! —ordenó Abenza mientras se dirigían a sentarse con la asombrada prostituta.

Víctor pensó que contar con Aniceto Abenza era una garantía.

Todas sus aprensiones de hipocondríaco desaparecían cuando comenzaba la acción.

La prostituta tomó la palabra respetuosamente:

—Le he dicho aquí al guardia que quería hablar con usted, don Víctor. No me conoce, pero todas le recordamos. Estamos en deuda con usted por cazar a aquel asesino de putas. Sólo usted se interesó por el caso y gracias a ello muchas salvaron la vida, seguro.

—Gracias, María Manuela. Perdona por lo de tu hombre, pero... —dijo señalando a aquel cabestro que yacía esposado en el suelo.

—No se preocupe usted. Mi Andrés no es mala gente, sólo que a veces se pasa de ambicioso. Es duro.

—Comprenderás que no podemos consentir que alguien se nos dirija en esos términos, y menos aún que nos extorsionen. —Descuide, don Víctor, descuide, que esto se lo cuento yo a usted gratis y lo que usted quiera. Pero ¿va a detenerlo?

Víctor miró a Abenza.

—Pues no sé. ¿Quieres descansar de él? Una noche en el calabozo no le vendrá nada mal.

—No, no, don Víctor. No se lo lleve preso, por favor se lo pido.

—Sea entonces. No te merece —contestó el detective—. Y bien, ¿qué tienes que contarme?

—Me ha dicho aquí el señor Abenza que buscan ustedes a dos tipos: uno pelirrojo y otro moreno, fuertote.

—Exacto.

—¿Puedo pedir un coñac?

—Claro.

—Abenza llamó al camarero, que trajo una copa y la botella. Después de sacudirse un buen trago de coñac, la prostituta comenzó a hablar:

—Bien, pues hará cosa de un mes que una amiga, la Bizca, y yo misma, conocimos en una taberna a dos tipos que buscaban correrse una buena juerga con dos mozas que no fueran estrechas.

Estuvimos con ellos toda la noche. Los acompañamos a un cuarto que tenía alquilado el moreno en la calle del Angel.

—¿Recuerdas el número?

—No. Pero era el último portal. No hay pérdida.

—Sigue.

—Eran dos, como digo, a mí me tocó el alto, moreno y fuerte. No crean, el tipo estaba bien armado.

Abenza y Víctor se miraron sonriendo, aunque algo avergonzados.

—Luego cambiamos de hombre. Bebimos mucho y hablaron. Vamos, que el alcohol les desató la lengua. Estaban fundiéndose unos buenos dineros que el pelirrojo le había sacado a una casada a la que se trajinaba. Era una mojigata, decía, y se reía de ella y de sus sentimientos hacia él; no la quería, pero al parecer el marido tenía mucho dinero. Contó que el viejo había «muerto por un golpe de suerte» y que él iba a ser rico. También comentó entre risas que «la suerte hay que buscarla» y que «a veces hay que darle un empujón a la naturaleza». Dijo que iban a llegar muy lejos y que tendrían un buen pasar. Que preparaban dos golpes, uno sacarle el dinero del marido a la pavisosa ésa y luego otro que los haría famosos. Dijo que en cuanto limpiaran a un coronel se harían ricos, que quedaba poco. «¿Y el otro?», preguntó el moreno. «El otro será fácil de suprimir. El coronel es el complicado», contestó el pelirrojo.

—Por lo que veo, el pelirrojo llevaba la voz cantante.

—Pues claro —dijo ella sirviéndose otro coñac—. Era el que cortaba el bacalao, el que mandaba y llevaba los billetes. Ése es un tipo listo.

—O sea que parece que aparte del coronel pensaban matar a otro tipo.

—Eso entendí yo, sí. Cuando vi que habían matado a un coronel en la iglesia de San Sebastián, supe que habían sido ellos.

—¿Los habías visto antes? ¿Los conocías?

—No. Nunca.

—Ya.

—¿Iban armados?

La prostituta asintió.

—E insistes en que el jefe era el pelirrojo.

—Claro, como que se notaba que era de buena familia.

—¿Y cómo sabes eso, acaso eres ahora de la alta sociedad para distinguir algo así? —preguntó Aniceto Abenza con retintín. Ella repuso muy convencida:

—Pues da la casualidad, «señor don importante», de que en mi trabajo conozco a seis o siete caballeros por día, y cuando un fulano entra por la puerta, una sabe si es de los que se alivian pronto, de los pesados, si pegan a las mujeres o si le gustan las cosas raras. Tú mismo, guapetón, bajo ese aspecto de macho escondes...

—De acuerdo, de acuerdo. Lo hemos entendido —interrumpió Víctor, pues quería evitar que la puta terminara enfadando a Aniceto—. ¿Y dices, María Manuela, que era de buena familia? ¿Acaso vestía mejor que el grandullón?

—No, no, vestían sin apariencias, como dos chulos. No era eso. Simplemente, que se le notaba en las maneras, había estudiao, seguro. Además, se ventilaba a una rica, ¿no?

—En efecto, según parece. ¿Cómo dijeron llamarse?

—El grandullón, que dicho sea de paso, tenía el conocimiento justo para pasar el día, dijo llamarse José, y el pelirrojo, Eduardo.

—Seguro que son nombres falsos —murmuró el guardia.

Víctor sacó unas monedas que tendió a la joven. Ella rehusó la oferta haciéndose la indignada.

Quitaron las esposas al chispero y su compinche, que seguían quejándose en el suelo por lo recibido minutos antes, y, tras dar las gracias a María Manuela, salieron a la calle. Había dejado de llover.

—Aniceto, sé que es más de la una de la madrugada, pero debemos movernos rápido. Vete a la calle del Ángel, busca al alcalde de barrio e intenta localizar la casa en cuestión. Seguro que él la conoce, es su oficio. No quisiera que le diéramos un susto de muerte a una familia honrada. Yo me acercaré a Sol a por más efectivos y mandaré aviso a don Alfredo. Localiza la casa y espérame. Por nada del mundo te hagas el héroe. Espera a que llegue yo; es una orden, ¿entendido?

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