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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policiaco

El caso de la viuda negra (14 page)

BOOK: El caso de la viuda negra
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—Podías haberte quedado y hubiéramos echado una partida de cartas.

—Era urgente —mintió metiéndose en la cama—. ¿Y Nuria?

—Parece encontrarse mejor. Esta tarde ha bajado a la cocina y ha cenado muy bien. Quiere volver al trabajo. Creo que nuestra conversación con ella ha sido beneficiosa, me da la sensación de que se siente segura con nosotros.

—Me alegro. No querría por nada del mundo que acabara hecha una tirada.

—Ya. Hemos obrado bien. ¿Cómo vas a conseguir que el tal Teodoro se haga cargo del niño y se case con ella?

—La verdad, no lo sé; primero tendré que conocerlo y averiguar sus puntos débiles.

—No te gusta el amigo de mamá —dijo ella de repente, dando un giro imprevisto a la conversación.

—No es eso, no es eso...

—¿No? ¿Y entonces?

—Tiene algo raro.

—Ya, tus intuiciones.

—Me temo que sí.

—Pues debes comenzar a hacerte a la idea de que no eres infalible. Buenas noches —le deseó, girándose para darle la espalda en la cama.

—Buenas noches.

Víctor pensó que las cosas se iban a poner muy feas con Clara cuando supiese lo que creía haber descubierto. Ojalá estuviera equivocado. —P asen, pasen —invitó don Horacio—. Nuestro hombre debe de estar a punto de llegar.

Víctor y don Alfredo tomaron asiento en el saloncito de Buendía.

—Espero que no haya metido usted la pata —deseó el comisario mirando a Víctor—. Don Higinio Martínez es un hombre respetado, y navega usted en aguas pantanosas.

—Sé lo que me hago y les pido a ustedes, don Alfredo y don Horacio, un pequeño margen de confianza.

—Tengo fe en usted —reconoció El Mastín—, pero a veces apura usted mucho, joven.

Víctor miró a don Alfredo como buscando su apoyo.

—Sabes que no me gusta este asunto de la viudita, pero cuenta conmigo —ofreció Blázquez.

En eso se abrió la puerta y se asomó el ayudante de Buendía diciendo:

—Don Higinio Martínez.

Los tres policías se levantaron y el comisario recibió al médico entre parabienes agradeciendo la atención que les prestaba.

—Bueno, bueno, don Higinio. Aquí mis dos hombres me cuentan que el otro día tuvieron una entrevista con usted.

—Sí, en mi casa.

—Exacto. No tengo ni que contarle que tanto don Víctor como don Alfredo pertenecen a la Brigada Metropolitana que dirijo. Es una unidad de élite y ambos ostentan el grado de inspector.

—Me hago cargo.

—Quiero decir con esto que ambos son de absoluta confianza y que si dicen que en un asunto hay caso, pues suele haber caso.

—Ustedes dirán.

Víctor tomó la palabra tras sacar del bolsillo de su chaqueta una libretita en la que comenzó a leer sus notas:

Don Higinio, usted me dijo que los síntomas que padecía el marqués de la Entrada, esto es, náuseas, mareo, vómitos, insomnio, dolores de cabeza y estupor, no correspondían con ninguna patología y con todas a la vez.

Cierto. Son síntomas muy generales.

—Bien, yo he realizado mi pequeña investigación y he encontrado una.

—¿Cuál? —preguntó el galeno mostrando el temor en sus ojos.

—El saturnismo.

—¿Cóooomo? —preguntaron don Horacio y don Alfredo al unísono.

—Envenenamiento por plomo —explicó Víctor muy seguro de sí mismo.

Los tres policías miraron entonces a don Higinio, quien se pasó el pañuelo por la cara a la vez que suspiraba con desesperación. Estaba sudando.

Lo supuse cuando nos despedimos en mi casa. Noté que usted no se quedaba satisfecho, don Víctor —dijo. ¿Eso es una respuesta afirmativa? —preguntó don Horacio con los ojos muy abiertos.

No adelantemos acontecimientos. Hablamos exclusivamente en el terreno de la hipótesis. Yo sólo sé que desde hace un año mi cliente comenzó a sentirse mal. Los síntomas eran variados, pero como no hallé foco infeccioso alguno y al no padecer el buen hombre ninguna dolencia crónica, comencé a sospechar: vómitos, estreñimiento, dolor de cabeza, insomnio y deterioro motor. Un buen día le pregunté: «Estimado marqués, sé que le sonará raro, pero ¿tiene usted enemigos?»

«Ninguno —contestó muy seguro de sí mismo—. ¿Acaso piensa usted que alguien me está envenenando?» «No, no», mentí, porque no quería alarmarlo. «Es absolutamente imposible, mi mujer y yo comemos los dos lo mismo y ella está perfecta. Como no sea que me envenene ella con un tónico que me da todas las mañanas...», añadió entre risas. ¿Cómo? —interrumpió Víctor—. ¿Ella le daba un tónico?

Sí, al parecer para que cumpliera en..., bueno, ya saben.

Nos hacemos cargo —dijo don Horacio—. ¿Y sabe usted desde cuándo tomaba el tónico ése?

—Desde hacía un año.

—O sea, desde que comenzaron los síntomas —dedujo Víctor.

—Sí, en efecto.

—¿Y usted no sospechó que...?

—¡Tenía más de setenta años, por Dios! Su mujer era una hembra impresionante de veintidós.

No podía creer en algo así. Cuando murió fue otra cosa. Me apareció la sombra de la duda.

—¿Y no acudió usted a la policía? —preguntó Blázquez.

—¿Para qué? No estaba seguro, eran conjeturas y temía arruinar la vida de una joven que, dicho sea de paso, puede ser inocente. Pensé que lo más prudente era dejarlo pasar.

—Ya —asumió Víctor.

Tras mirar a Víctor y comprobar que éste le hacía un gesto dando por terminada la conversación, don Horacio se levantó y acompañó al médico a la puerta.

—Creo que te debo una disculpa —dijo don Alfredo—. Tenías razón.

—Nos movemos en el terreno de la conjetura.

—¿Cree usted que ella lo hizo? —preguntó don Horacio tras tomar de nuevo asiento junto a ellos.

—No lo sé. Pero he comprobado que a los seis meses de casada recibió las primeras cartas de De la Rubia y que comenzó a dar el tónico a su marido justo cuando empezó a tener intimidad con el pelirrojo. Los síntomas aparecieron entonces. Además, no tiene sentido que justo al principio de tener encuentros íntimos con De la Rubia proporcionara un tónico a su marido decrépito para que cumpliera en el tálamo, ¿no?

—Más bien había de ser lo contrario —razonó don Alfredo.

—Exacto. Pero no hay pruebas —concluyó Víctor.

—Entonces —expuso el comisario—, me dice usted que no podemos comprobar si esta joven, en colaboración con ese maldito pelirrojo que espero esté en el infierno, mató al marqués. Vamos, que se va a ir de rositas.

—Hay una manera —dijo Víctor, misterioso.

El inspector Ros pasó toda la tarde trabajando, pues no quería volver a casa. Incluso había enviado una nota para decir que comería fuera y luego se enfrascó en el papeleo que tenía atrasado como terapia para no pensar en Clara. Aquella tarde recibió la visita del agente Adanes, a quien había encargado la vigilancia del teniente Gutiérrez. No pensaba que don Melquíades fuera el hombre que cercenó el dedo al coronel y tampoco creía que el teniente Gutiérrez estuviera implicado en un asunto tan sórdido, pero la experiencia le había demostrado que no se debía descartar hipótesis alguna.

—Dime, Adanes —invitó Víctor, repantigado en su silla.

—En efecto, el hombre esconde algo. Ha salido dos noches en la última semana, siempre en coches de punto. Una de ellas, el coche pasó por Embajadores y allí recogió a un sujeto de mal aspecto.

—¿Joven o viejo?

—Creo que joven, aunque estaba oscuro.

—Bien. Sigue. ¿Adónde fueron?

—El coche estuvo dando vueltas por Madrid, y a eso de una hora más tarde el joven se bajó aquí al lado, en la calle Carretas.

—Vaya, curioso —comentó el inspector con una sonrisa en los labios.

—Regresó a casa. Dos días después volvió a salir y tomó un coche. Fue a la casa de donde usted le vio salir —añadió el joven agente mirando sus notas—. Entró embozado. Allí vive un hombre de veintitrés años de edad, que fue carlista; se llama Pepe Murcia y no se le conoce oficio, pese a que paga el alquiler puntualmente.

—¿Qué opinas de ese joven?

—Hombre, que no trabaja en nada, digamos, normal.

—¿Podría ser un perista?

—No he podido comprobarlo.

—Miraré si está fichado antes de irme a casa. Gracias, has hecho un trabajo formidable.

Y a punto de salir, el joven se giró y dijo:

—¿Sabe, inspector? Me gusta trabajar de paisano.

—Sigue así, hijo. Llegarás lejos.

Víctor bajó al archivo y consultó la ficha de Pepe Murcia. Sonrió al comprobar que su hipótesis era cierta. Pensó en volver a casa. No le apetecía. Pensó de nuevo en Clara, en Lucía Alonso y en el marqués de la Entrada. Era evidente que su mujer se enojaría con él cuando lo supiera. A las ocho se fue por fin y comprobó que tenían invitados, su suegra y el pesado del conde cenaban allí aquella noche. Al menos le animó comprobar que Nuria estaba repuesta y que les servía la mesa muy entusiasmada. Se alegró por ello. Clara seguía distante y, lo peor, notaba que él le guardaba un secreto. Se sentía tenso. Aquel bocazas de Gian Carlo les martirizó con sus conocimientos sobre caballos de carreras, habló y no paró de los famosos purasangre irlandeses. Insoportable. Por fortuna, antes del postre sonó la campana y Nuria apareció acompañada de un guardia.

—Disculpen, asunto oficial —se excusó, dando gracias al cielo por poder deshacerse de aquel pedante que parecía saber de todo.

—Dígame, agente —inquirió tras reunirse a solas con el guardia en el recibidor.

—Ha aparecido Heredia. Ahora mismo está en casa del médico.

Están rodeados y no tienen escapatoria. En cuanto salga le echamos el guante.

—Vamos allá, no perdamos tiempo.

Capítulo 10

El coche de caballos volaba hacia el deprimido barrio de las Peñuelas y Víctor halló algo de consuelo al saber que al fin sabría de boca del propio acusado qué había hecho con el cuerpo del pelirrojo, por qué había robado su cadáver y, sobre todo, cómo se las habían arreglado para cortar el dedo del muerto. ¿Cuándo lo habían hecho? ¿Cómo?

Pensó en Lucía Alonso. Había sido utilizada por el maldito pelirrojo, De la Rubia. ¡Menudo elemento! Los síntomas del envenenamiento comenzaban con la administración del tónico y a su vez con el inicio de las relaciones íntimas de la dama con el pelirrojo. Porque le parecía evidente que el marqués de la Entrada había sido envenenado.

Llegaron a la casa de la calle del Laurel. Juan Damián López Dávalos, el médico con el que andaban en negocios Heredia y De la Rubia, vivía en una pequeña vivienda de dos plantas, que habría resultado hermosa en su estilo neocolonial de no ser por el estado de lamentable abandono en que se hallaba. La calle estaba mal iluminada y el jardín que rodeaba el inmueble era frondoso, con varios pinos y palmeras que dificultaban la observación del interior de la casa.

Víctor saludó discretamente a don Alfredo, que aguardaba oculto tras un coche de caballos.

Nadie quería hacer el más mínimo ruido.

Un discreto operativo policial, integrado en su mayoría por policías de paisano, rodeaba la vivienda de aquel médico de dudosa praxis. Una luz en la oscuridad dio a entender que la puerta principal de la casa se había abierto.

—¡Ahora! —dijo una voz.

Varias figuras cruzaron a toda prisa la calle y se abalanzaron sobre un tipo enorme que, embozado en una capa, había aparecido en el umbral de la vivienda. Don Alfredo entró en la casa acompañado por dos agentes, mientras Víctor y cinco agentes más pugnaban por reducir a aquel energúmeno, que, dotado de una fuerza descomunal, pudo ser doblegado gracias a un golpe de cachiporra en la nuca que lo dejó sin sentido.

Al momento salió don Alfredo acompañado de un tipo de aspecto apocado y frágiles lentes que, esposado, les miraba atemorizado. Era Juan Damián López Dávalos.

Ya en los calabozos de Sol, Víctor y Alfredo decidieron hablar primero con Heredia, que había recuperado el sentido y pugnaba por liberarse de las cadenas que lo fijaban al banco de su fría celda.

Cuando vio entrar a los dos policías, escupió en su dirección. Ambos tomaron asiento lejos del reo.

—Guarde esas energías, le van a hacer falta —aconsejó Víctor—. Soy el inspector Ros y no soy amigo de violencias, pero sepa usted que si no habla no podré evitar que el comisario envíe a otros compañeros míos que le darán de lo lindo. Los militares están muy irritados por el crimen y no le auguro a usted un buen futuro; tenemos testigos que le vieron cometerlo a cara descubierta, de modo que no se salva del garrote.

El detenido le miró con desprecio.

—Vaya, es usted un tipo duro —intervino don Alfredo.

—Heredia, esto se ha acabado —prosiguió Víctor—. No le salva nadie de la pena de muerte, pero tengo un trato que proponerle. Podría interceder por usted y conseguirle cadena perpetua si nos cuenta dónde está el cuerpo de De la Rubia, por qué robó su cadáver y cómo se hicieron con el anillo.

—¿Cómo? —preguntó el otro sorprendido.

—¿Por qué mató a su cómplice?

—Yo no he hecho eso que usted dice.

—Ya, y tampoco acudió al cementerio a robar su cuerpo. He inspeccionado sus botas y son del mismo tamaño que las huellas que vi en el cementerio. El mismo tipo de zapato. ¿Casualidad?

—Yo no hice nada de eso.

—Y tampoco mató usted al coronel Ansuátegui, claro.

—Yo no he matado a nadie en mi vida.

—¿Conoce usted a don Melquíades Ruiz, el forense?

—Ni idea.

—Diga dónde está el cuerpo de su compañero, el pelirrojo —conminó don Alfredo.

—Yo qué sé —respondió Heredia, cansado de aquello.

—¿Se da usted cuenta de que va a morir? —intentó razonar Ros—. Al menos consiga la perpetua colaborando.

—No sé nada del paradero de De la Rubia. Yo no lo maté ni robé su cuerpo.

—Luego reconoce usted que eran compinches.

—No.

—¿Por qué querían el anillo? ¿Era muy valioso?

—No sé de qué anillo me hablan.

—Lo sabe perfectamente. ¿Era rosacruz Eduardo de la Rubia?

—¿Rosa qué? Le digo que no sé de qué me hablan. Todo esto me suena a chino.

—¿Qué negocio llevaban ustedes con el médico, con López Dávalos?

—Ése es un matasanos.

—¿Qué hacía usted en su casa?

—Fui a que me viera, tengo debilidad.

—¿Usted? ¡Si han hecho falta seis hombres para reducirle!

—Así es la vida —contestó el otro irónico.

—¿Participó usted en el envenenamiento del marqués de la Entrada?

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