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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policiaco

El caso de la viuda negra (4 page)

BOOK: El caso de la viuda negra
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El sargento se despidió y siguieron al oficial. Atravesaron tres despachos en los que se afanaban militares ocupados en labores burocráticas hasta llegar a una puerta labrada que el militar golpeó con los nudillos.

—Adelante —rugió una voz severa y marcial.

El general Esparza era un tipo imponente, alto, algo pasado de peso y de enormes bigotes blancos que debía de causar una impresión imborrable a la tropa e incluso a la oficialidad. Estrechó la mano de los recién llegados y, tras ofrecerles tabaco, les instó a sentarse en el saloncito anexo al despacho. Víctor y don Alfredo entregaron sus tarjetas.

—¿Y bien? —dijo jugueteando con su gran bigote mientras los observaba desde el fondo de sus profundos y menudos ojos azules.

Víctor tomó la palabra primero:

—Verá, mi general, el inspector Blázquez y yo mismo hemos tenido conocimiento de lo sucedido con el coronel Ansuátegui y queríamos hacerle una consulta.

—¿Saben algo de los culpables? Radicales, sin duda. Mal asunto y en mal momento. ¿Los tienen?

—No, no —aclaró el joven inspector—. Eso lo llevan otros compañeros. Nosotros investigamos el otro suceso..., ya sabe, lo del dedo.

—¡Ah, es eso! —dijo riendo el gigantón—. Sí, sí, qué asunto más macabro. Cosa de algún sepulturero ávido de oro, ya saben ustedes que se quedan las alhajas de los muertos...

—Sí, claro, pero el caso es que nos gustaría aclarar antes si el fallecido llevaba o no el anillo. ¿Podríamos hablar con el ordenanza del coronel Ansuátegui?

El general puso cara de pocos amigos. Su tez pareció enrojecerse, como si se estuviera irritando por momentos. Espiró el aire despacio, como calmándose, y repuso con un tono falsamente amigable.

—Perdone, inspector...

—Ros, Víctor Ros.

—Inspector Ros. ¿Qué más da si algún destripaterrones robó el anillo del loco de Ansuátegui?

Lo importante es que detengan ustedes al asesino, en lugar de andar con patrañas y tonterías. Puedo decirle que el ambiente entre el generalato no es, digamos, festivo. Hay quien piensa que Cánovas es un blando y que tanta Constitución, tanto Parlamento y tanta gaita no harán sino llevarnos a revivir de nuevo tiempos revolucionarios.

Víctor comprendió que aquel hombre estaba acostumbrado a mandar, a que su opinión fuera tenida en cuenta, así que, diplomáticamente, contestó:

—General, tiene usted toda la razón. Este asunto es un caso menor, una fruslería. Otros compañeros se encargan del asesinato y, descuide, cazarán al culpable. No me cabe duda de que a Cánovas le interesa como al que más que no se produzcan sucesos de esta índole. Sólo intento ayudar a un pobre hombre, un buen amigo que perdió su trabajo por este incidente. Tiene siete hijos, señor, y me he propuesto demostrar que él no robó ese anillo. Para él es importante. Esa familia pasará hambre, sin duda. Lo echaron, mi general.

—Siete hijos, dice.

—Sí, señor.

—¿Y está usted seguro de que no fue él quien cortó el dedo de Ansuátegui?

—No, no estoy seguro del todo. Es lo que investigo.

El general quedó pensativo por un instante.

—Sea pues, ahora le acompañarán. No quiero tener sobre mi conciencia la muerte por desnutrición de siete criaturas. Bastante llevo visto ya en Filipinas.

—¿Podría, si no es molestia...?

—¿Sí? —contestó el militar como si el policía agotara su paciencia.

—Usted era el superior del coronel Ansuátegui. ¿Qué clase de hombre era?

—Un profesor excelente, muy duro, pero los jóvenes cadetes aprendían mucho con él, no le quepa duda. Era un tipo raro, si se me permite decirlo.

—¿Raro?

—Sí, no hablaba mucho y me parecía reservado en exceso, aunque no está bien hablar mal de los muertos, ¿sabe? Además, tengo cosas que hacer. Si no me necesitan ustedes para nada más, Gutiérrez les acompañará.

—Una última cosa.

—Diga, diga, inspector.

—Quisiera hablar con los dos soldados que hicieron la guardia nocturna en el depósito.

—Pues creo que están en el calabozo. Hable con Gutiérrez y él le dirá cuándo puede verlos. Me encargaré de que se le tramite el permiso correspondiente, aunque eso llevará unos días. Y ahora, si me permiten, tengo una reunión en menos de cinco minutos.

Cuando el teniente Gutiérrez los acompañaba a ver al ordenanza de Ansuátegui, Víctor dijo de pronto:

—Perdone, teniente, pero ¿es usted el Gutiérrez que entró en el depósito la mañana en que se descubrió el asunto del dedo?

—El mismo que viste y calza —asintió el joven militar, un tipo alto, repeinado y de pulcros y estilizados bigotes.

—Ya. ¿Y quién fue el primero en advertir que habían mutilado al coronel?

El teniente puso cara de pensárselo y, cerrando los ojos como el que repasa algo mentalmente, dijo:

—El forense. Un tal don Melquíades.

—¿Y el sepulturero? —preguntó Víctor mirando a un grupo de infantes que marcaba el paso en el patio fusil al hombro.

—Creo que entró el primero, se agachó, sí, se agachó a recoger algo del suelo y entramos el forense, un servidor y un sargento que iba detrás de mí.

—Luego el sargento no pudo cortar el dedo al coronel.

—No, seguro que no.

—¿Y el forense?

El militar volvió a quedar pensativo.

—Recuerdo que miré hacia abajo y a la izquierda, donde estaba agachado el sepulturero y entonces alcé la mirada y vi que al coronel le faltaba un dedo; alguien le había quitado el guante.

No, no creo que el forense tuviera tiempo material de hacerlo, si es lo que quiere usted saber.

—Gracias, teniente, nos ha sido usted de mucha utilidad.

—Es aquí mismo —dijo Gutiérrez señalando una puerta que daba acceso al cuerpo de guardia—.

Enseguida busco al asistente del coronel.

El ordenanza del coronel Ansuátegui resultó ser un joven de Burgos: Ramiro, delgado, menudo, pelirrojo y de mirada viva y despierta. Parecía lamentar profundamente la muerte de «su coronel», pues había sido destinado al pabellón central del cuartel de Conde Duque, a la Dirección del Estado Mayor del Ejército, donde, según decía, «estaba pelando más guardias que un novato».

Pudieron salir con el soldado a una tasca situada en la plaza del Limón, justo frente a la fábrica de Cervezas Mahou. Allí, resguardados de la fría mañana invernal y frente a tres vermús con aceitunas, el joven pareció sincerarse con ellos:

—Mi coronel no era precisamente «la alegría de la huerta», pero yo lo sabía llevar y me encontraba a gusto con él. Vamos, que el destino que tenía era un «chupe». Era un hombre de costumbres fijas: se levantaba siempre a las siete, hacía sus ejercicios, se aseaba, desayunaba y a sus clases. Comía a las dos en punto, echaba un cafelito, una corta cabezadita en su sillón orejero y ¡hala!, a las clases de la tarde. Todos los días oía misa a las ocho y media.

—En San Sebastián.

—En San Sebastián. Al llegar, a las nueve y cuarto, cena, cigarro y al catre. Y yo a mis cositas, ya saben, mis trapicheos, en fin.

—Ramiro —dijo Víctor—, comentas que hacía ejercicio.

—Sí, gimnasia sueca. ¡Ah!, y boxeo. Mi coronel era un hombre muy viajado. De joven estuvo en Cuba y combatió en Filipinas. Luego estuvo de agregado en Londres, en Estocolmo y creo que en Suiza, en Ginebra, me parece.

—¿Dirías que era de costumbres ascéticas?

—¿Cómo?

—Que si era duro consigo mismo. ¿Bebía? ¿Fumaba? ¿Tenía vicios?

—¡Qué va! El alcohol, ni probarlo. Sólo un cigarrito al día, después de cenar. Y mujeres...

—¿Sí?

—Fíjese que incluso había quien rumoreaba que podía ser invertido. Nunca se le vio con una dama, ni siquiera iba a las casas de citas. Yo le digo que no, que nada de nada, que ni lo uno ni lo otro. A veces me daba la sensación de que no pensaba en eso. Era un hombre..., ¿cómo ha dicho usted?

—De costumbres ascéticas.

—Pues eso.

—¿Le acompañabas a misa?

—No. Iba solo y lo llevaba uno de los coches de que dispone el regimiento para los oficiales.

—Ya. No llevaba escolta, claro.

—¿Para qué?

—¿Temía a alguien? ¿Sabes si se sintió alguna vez vigilado o perseguido?

—Que yo sepa, no; pero, ahora que lo dice usted..., ¿sabe?, nunca salía del cuartel. En todo el tiempo que llevo aquí, sólo le he visto salir a misa y punto. Nunca salía a otra hora.

—¿Ni para comprar tabaco?

—Yo le hacía todos los recados. El mundo de fuera parecía no interesarle.

—¿Sabes si en el momento de su muerte llevaba un anillo muy llamativo?

—Sin duda. Casi siempre lo llevaba puesto, muy grande, con una especie de sello rojo. Ese día lo llevaba, seguro, me fijé cuando le di su bastón de mando y su gorra. Seguro.

—Ya. Pues me has sido de mucha ayuda, hijo —agradeció Víctor mientras sacaba unas monedas para el joven a la vez que llamaba a la camarera.

Aquel asunto, de simple que era, parecía no tener solución. Cuando tomaron el coche de vuelta, don Alfredo preguntó a su amigo, que miraba pensativo por la ventanilla.

—¿Y bien?

—¿Sí?

—Que si te has hecho una idea del asunto.

—Pues, la verdad, no. El crimen parece claro, un atentado radical, el modus operandi no ofrece duda, aunque tendré que leer el atestado correspondiente; y en cuanto a lo del dedo, echaré un vistazo al depósito del cementerio, pero me temo que poco podremos aclarar. Sospecho que en la confusión del traslado del cadáver, cualquiera pudo cercenar el dedo del coronel, la verdad. Quizás el forense, no sé. Es algo sencillo, y supongo que algún vivo se hizo con la joya, es algo habitual; la pena es que el pobre Demóstenes ha pagado el pato. Si acaso haré que vigilen al teniente Gutiérrez y al forense, don Melquíades. Poco más me queda por hacer, como no sea hablar con el jefe de Demóstenes para intentar que lo readmitan.

—¿Echamos un dominó esta tarde en casa Agapito?

—No puedo. Tengo cita con Fitzgerald.

—Vaya. Te ha dado fuerte eso del inglés.

—Lo necesito, Alfredo; si no fuera por él, no habría podido comunicarme con Owen Bownes de Scotland Yard, quien a su vez me puso en contacto con Kóem Lubbers de Bruselas.

—¿Y realmente te resulta útil cartearte con esos extranjeros?

—Ya lo creo. Intercambiamos información, Alfredo, me cuentan casos de fuste de allí y yo les relato los sucesos más interesantes de nuestro panorama criminal. Y, no creas, hasta en eso estamos atrasados; lo nuestro es más simple: mucho tirar de navaja, algún trabucazo y pequeñas estafas. En el Reino Unido sí que hay delincuentes de fuste; aquí, lo que yo te digo, carniceros y aficionados.

—Vaya. Pero ya pareces defenderte bien, ¿para qué sigues con las clases?

—No, no, no son clases. Conversamos. Tres horas de conversación a la semana. Mi interés no se centra ya en la gramática inglesa, no, sino en saber comunicarme en inglés. Hablarlo y entenderlo.

Sólo eso.

Don Alfredo Blázquez suspiró y miró por la ventana. Aquel excéntrico no conocía límites. ¿Acaso pensaría mudarse a la fría Inglaterra? ¡Si allí no había toros!

Víctor aprovechó el fin de semana para echar un vistazo en casa al informe del asesinato de Ansuátegui. Las pesquisas no habían arrojado demasiados resultados, aunque hubo detenciones: varios radicales habían dado con sus huesos en los calabozos, donde estaban siendo presionados para que «cantaran».

Los hechos eran sencillos. Un tipo alto, robusto y moreno de cabello y de tez había descerrajado un tiro en la nuca al coronel cuando éste salía de oír misa. Varios testigos afirmaban haber visto el rostro del asesino, así que, de ser capturado, podría conseguirse una condena con facilidad. Al parecer, un cómplice había ayudado al sujeto a escapar, ya que pasó por el lugar en un coche Hamson sin placas de identificación, al cual el fugitivo subió de un salto. Los testigos presenciales apenas acertaron a ver que el cochero iba embozado y tocado con una chistera, aunque bajo la misma asomaban unas llamativas patillas pelirrojas.

Era obvio que estaban a oscuras. O alguno de los detenidos hablaba o poco se podría hacer.

Víctor conocía el funcionamiento de las células radicales y sabía que tal vez el pistolero se hallara a aquellas horas a jornadas de distancia de Madrid.

El momento político no era idóneo para que se hubiera producido un crimen como aquél. A Víctor le constaba que Cánovas del Castillo, en connivencia con Sagasta, estaba intentando consolidar una monarquía parlamentaria al estilo de la británica. La boda del joven rey era inminente, estaba prevista para el 23 de enero y había de asegurar la continuidad de la institución monárquica. Eran muchos los que deseaban dar al traste con aquel plan, entre otros los carlistas, los radicales e incluso sectores más reaccionarios del propio ejército o el capital, que abogaban por una monarquía más autocrática, dictatorial y apoyada totalmente en los militares y la Iglesia.

Era plausible que si no se producían detenciones de manera inmediata con respecto al asesinato de Ansuátegui, pudiera haber ruido de sables. Al menos, ése no era su cometido. Se alegró de no llevar el caso de la muerte del coronel. Lo suyo era poca cosa, el anillo.

Después de sopesar el asunto, decidió que hablaría con el jefe de Demóstenes para ver si el sepulturero era readmitido; ¿qué más podía hacer? Además, era domingo por la tarde y tenía entradas para llevar a Clara a ver La Favorita, de Donizetti. Cantaba nada menos que Julián Gayarre con la réplica de Elena Sanz. Aquello lo animó y pensó en que le haría olvidar aquel maldito problema.

El mismo lunes por la mañana acudió al Cementerio General del Sur a primera hora. Pidió hablar con el encargado y enseguida se encontró con un patán de nombre Zacarías que se dirigía a él como si fuera un ministro. Parecía muy impresionado con la placa, por lo que dedujo que debía de haber tenido cuentas con la justicia de joven. Era un tipo de estatura mediana con una imponente barriga que sujetaba con una inmensa faja roja, como si fuera un bandolero.

—Perdone, Zacarías, pero venía a verle en relación con un asunto algo delicado. Me refiero al despido de Demóstenes López. El hombre cabeceó a uno y otro lado, y dijo:

—Mal asunto. ¿Es amigo suyo?

—Digamos que me intereso por él. No robó el anillo.

—¿Y cómo lo sabe?

—Porque era el guarda, luego resulta evidente que era el menos indicado para hacerlo. De hecho, se quedó sin trabajo por ello, ¿no? Zacarías quedó en suspenso por un momento.

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