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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policiaco

El caso de la viuda negra (25 page)

BOOK: El caso de la viuda negra
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—Pues la que cura al enfermo, ¿no?

—No, Víctor, no. Piense. La mejor medicina es aquella que evita que la enfermedad llegue siquiera a producirse, así las alteraciones morbosas que ésta puede producir no llegan a afectar al paciente: la medicina preventiva. Si conseguimos que un organismo esté fuerte para que oponga la mayor resistencia a las enfermedades, nunca llegará a hacerse necesaria la intervención del médico. ¿Me sigue?

—Quiero pensar que sí.

—Bien, pues nosotros, gracias a la información que tenemos en nuestros archivos, gracias a la labor de técnicos de toda Europa, gracias a ímprobos esfuerzos realizados previamente, somos capaces de detectar a los más peligrosos asesinos cuando comienzan a despuntar. Usted cazó a ese maldito asesino de prostitutas; imagine que alguien lo hubiera detectado cuando empezó a matar de joven, en Sudamérica.

—Se habrían salvado muchas vidas.

—Eso es. Nosotros evitamos que eso ocurra, aunque debo decirle que una vez descubierto un cachorro de asesino, nuestros métodos son expeditivos.

A Ros no le agradó aquello; era un amante de la ley, la barrera que separaba una sociedad avanzada del caos.

—Todo el mundo tiene derecho a un juicio justo —replicó con mala cara.

—Mire, Víctor, hemos empleado muchos recursos en investigar a este tipo de asesinos que el profesor Williams de Boston definió como wolves.

—«Lobos».

—Digamos mejor «cazadores, depredadores». Como le decía, nuestros mejores forenses y psiquiatras han estudiado a este tipo de sujetos y las conclusiones no dejaron lugar a dudas: la psiquiatría moderna no tiene medios, hoy por hoy, para curar ese tipo de disfunción. Por otra parte, esos individuos no pueden andar suelto por la calle, son un peligro para la sociedad y para ellos mismos.

—Pero ellos no son responsables de sus actos. Legalmente hablando, no son culpables, están enajenados.

—No sea ingenuo, Víctor —contestó Lewis mirándole fijamente desde el fondo de sus profundos ojos azules—. Le pondré un ejemplo: un tigre de Bengala, ¿es malo?

—No.

—Ni bueno. Está en su naturaleza ser un gran depredador. Y punto. ¿Y eso nos llevaría a soltarlo por la calle? No es malo, sólo actúa mecánicamente, no es responsable de sus actos. Según su teoría, el tigre no es culpable de ser como es. ¿Lo soltaría usted?

—Decididamente, no.

—Hay que proteger a la gente, a la sociedad, ¿verdad? Uno de estos wolves en una institución es un peligro. Mire, Víctor, Marcus Weiss, el perturbado que mató al hijo del conde duque de Holstein, fue detenido a la edad de veintiún años por haber asesinado a tres niños, de los que por cierto se comió los riñones. El juez lo declaró loco y se le ingresó en un psiquiátrico de su ciudad de por vida.

—Bien hecho. Me parece lo razonable. Estaba loco y debía ir a un manicomio.

—Dicha institución se mantenía a duras penas gracias a donativos de particulares, de manera que diez años después del ingreso de Weiss, la clínica tuvo que cerrar y este depravado volvió a hacer de las suyas, hasta llegar a una cifra de víctimas asombrosa, uno de ellos el hijo del conde duque.

En la mayor parte de los casos, los asesinos son condenados a muerte o sentenciados a cadena perpetua, pero en otras ocasiones se les da por locos y sabemos perfectamente que en un sanatorio la seguridad no suele ser lo bastante buena como para mantener encerrados a esos tipos, que, dicho sea de paso, llegan a ser auténticos genios. En otras ocasiones es algún juez bienpensante quien los pone en libertad creyendo que se han rehabilitado o, simplemente, el enfermo sale por alguna amnistía, conflicto bélico o, como ya le he dicho, el cierre del sanatorio. Tenemos estadísticas, Víctor, el treinta por ciento de los asesinos brutales ingresan en instituciones mentales o de reposo, y el sesenta por ciento de ellos consigue volver a delinquir por unas causas u otras.

—Vaya...

—Nosotros nos hemos conjurado para evitarlo. Por eso, cuando detectamos a uno de ellos en sus fases incipientes...

—Lo quitan ustedes de en medio.

—Usted lo ha dicho, yo no. Preferimos el término «eliminación».

—Eso correspondería decidirlo a un juez o a un jurado, ¿no cree?

—La vida humana no tiene precio, y hablamos de mentes perdidas, almas que nunca se recuperarán, monstruos. Aunque primero lo estudiamos a fondo, claro, siempre en un lugar seguro.

—Y piensan ustedes que De la Rubia podría acabar convertido en uno de los grandes.

—Exacto. Es un tipo joven, apenas implicado en cuatro asesinatos y ya ha demostrado un gran talento natural. Lo del beleño y la catalepsia entrará en los anales del crimen, no le quepa duda.

—¿Cómo lo averiguó usted, Lewis?

—Somos muchas mentes bien entrenadas que trabajan juntas, don Víctor; lo que no se le ocurre a uno, se le ocurre a otro. Estuve a punto de cazarlo en Madrid y se me escapó hacia Córdoba.

—¿Y cómo llegaron a dar con su pista?

—Hace un año mató a uno de los poseedores de los anillos en Budapest.

—Jozsef Somogyi.

—El mismo. Resultó ser pariente de un miembro preeminente del Sello de Brandeburgo. Nos pusimos manos a la obra y enseguida comprobamos que el tipo que estaba tras el asesinato era peligroso. De hecho, cometió cuatro más.

—Y le falta el quinto y último. ¿Para qué sirven los cinco anillos?

—Me temo que hay asuntos que no deben ser revelados. Víctor hizo una pausa antes de hablar, mientras contemplaba el chisporroteo del fuego. Entonces dijo:

—¿Y para qué me ha llamado entonces?

—Quisiera proponerle un trato. Si localiza usted a De la Rubia, me avisará.

—¿A cambio de qué? Recuerde que yo lo quiero en el garrote tanto como usted, pero, eso sí, después de un juicio. Me pagan para ponerlo en manos de la justicia y no para entregarlo a un grupo de desconocidos.

—Podría usted entrar en el Sello.

—No me interesa, gracias.

—No sabe usted lo que hace, contaría usted con medios ilimitados.

—No. Además, seguro que usted sabe cómo encontrar a ese maldito pelirrojo.

—Pues no tengo ni idea de dónde para. ¿Sabe?, cuando usted llegó a Córdoba decidí seguirle los pasos. Estaba seguro de que De la Rubia intentaría algo contra usted y, de hecho, anoche apareció.

—¿Usted también piensa que era él?

—El cuarto embozado, sí, el que miraba cómo los tres bandidos cumplían su encargo. De no ser porque estaba usted inconsciente y porque temí por su vida, habría podido echarle el guante.

—Lo siento.

—No lo sienta, joven, su vida es valiosa, muy valiosa.

—¿Cree que la gitana ha estado en contacto con él?

—Es muy probable —asintió Lewis—. De hecho, le tendió a usted una trampa, pero por ahora ha volado.

—En efecto. Quizá De la Rubia esté en contacto con Lucía Alonso.

—No la ha visto desde que ella llegó. Me consta —denegó el inglés—. Es más, ella cree a pies juntillas que él ha muerto.

—Vaya, ¿cómo sabe eso?

—Medios ilimitados, recuerde. El servicio de una casa revela lo que sea por unas monedas. La dama se pasa las noches llorando por su amante muerto. Sé que está usted interesado en lo del marido de la joven.

—Sí, creo que lo envenenaron. ¿Qué piensa usted al respecto, Lewis?

—Ese asunto no interesa al Sello de Brandeburgo. Lo importante es capturar a De la Rubia, créame. ¿Reconsiderará mi oferta? Tenemos mucho que ofrecerle. Queremos intervenir en su formación, haríamos de usted el mejor detective de Europa.

—Eso mismo me decía don Alberto Aldanza y mire cómo acabó el tema.

—Sí. Disculpe, tiene usted toda la razón. No debí enfocarlo así. No en vano nosotros no tenemos nada que ver con un tipo como aquél.

—Ya.

—Prométame al menos que lo va a pensar. Sabemos que Aldanza hizo un excelente trabajo con usted dotándolo de amplios conocimientos de anatomía forense, química y entomología, pero nosotros podríamos convertirlo en un fuera de serie. Mire, Víctor, tenemos investigadores con múltiples cualidades, y usted tiene una que resulta muy útil.

Víctor no contestó. Se limitó a mirar a su interlocutor con aire divertido, así que Lewis volvió a tomar la palabra.

—¿En ocasiones no le ocurre que formula juicios apriorísticos que, pese a no apoyarse en observaciones racionales, resultan acertados?

—Siempre me apoyo en cosas que observo.

Lewis rió.

—¿Seguro? ¿No le ha sucedido que a veces juzga a alguien acertadamente pese a no tener demasiadas evidencias? Por ejemplo, anoche, cuando llegó al callejón y antes de que le salieran al paso los tres desalmados, usted se detuvo en seco.

Víctor se quedó pensativo.

—Sí. Supe que me tendían una trampa.

—¿Cómo?

—La verdad, no lo sé.

—¿Siempre apoya sus juicios personales en la ciencia?

—No, no siempre. Por ejemplo, mi suegra tiene un amigo, un noble italiano. No he realizado pesquisa alguna sobre él, pero sé que no es trigo limpio.

—¿Cómo dice?

—Ah, sí, perdone; al decir que no es trigo limpio, quiero expresar que esconde algo.

—Entiendo. ¿Y cómo lo sabe?

—Lo sé, y punto.

—Eso no es demasiado científico que digamos.

—No, en efecto.

—No se asuste, joven, no es usted vidente. Simplemente posee una cualidad que no tienen los demás: intuición. Es usted muy bueno en eso y ese tipo de inteligencia, igual que la capacidad matemática o la simple memoria a corto o largo plazo, es susceptible de entrenamiento. Tenemos al mejor especialista del mundo, el profesor Petrovich, en Viena. Él podría entrenarle, ayudarle a percibir esas pequeñas señales que permiten adelantarse a los acontecimientos, predecir lo que va a ocurrir en un momento dado.

—No quiero pertenecer a ese Sello.

—No, no. No será necesario. Sería una transacción, nosotros le entrenaríamos a cambio de que usted nos cuente detalles sobre aquellos sucesos que se den en Madrid, que a su juicio se salen de lo normal. Contaría usted a cambio con todos nuestros medios, nuestros archivos, nuestros asesores.

Piénselo, por favor.

—Está bien, lo pensaré, pero le digo de antemano que me debo a mi puesto de policía.

—Lo entiendo, Víctor, pero, ya sabe, si necesita algo referente al caso, póngase en contacto conmigo. Le ayudaremos en cuanto nos sea posible.

Después de despedirse cordialmente de Lewis, Víctor tomó un coche para regresar a la ciudad.

Necesitaba pensar, tomarse un respiro tras tantos acontecimientos, así que ordenó al cochero que lo llevase un poco más arriba, a ver las ruinas de Medina Azahara, el suntuoso palacio de los califas que habían regido los destinos de la ciudad. Quería reflexionar. Se sintió un poco desilusionado, porque había oscurecido y apenas se encontró con cuatro piedras semienterradas. Sánchez le había dicho que había un proyecto para sacar todo aquello a la luz y que arqueólogos eminentes estaban en ello, pero de momento aquellas ruinas, a la luz de un farol, no parecían gran cosa tras siglos de expolio. Se sintió triste por lo efímero del paso del ser humano por esta tierra y lamentó que sus compatriotas sintieran tan poco aprecio por el arte o la arquitectura. Pensó que en otro país aquellos restos habrían sido correctamente excavados, quedando a disposición de los ciudadanos, para pasear, visitarlas y recordar el pasado glorioso, vivir la historia.

Quizás ese día llegara.

Ordenó al cochero que le dejara junto a la mezquita, frente al obispado, y dio un paseo pese a que ya eran más de las ocho y media y había anochecido. De vez en cuando echaba un vistazo hacia atrás, aunque el tacto duro de su arma en el pecho le tranquilizaba de cara a que los esbirros de Eduardo de la Rubia aparecieran de nuevo. Cruzó el puente romano y llegó hasta la Torre de Calahorra. Allí estuvo pensando durante un rato pese a que hacía frío y la humedad del Guadalquivir calaba los huesos. En aquel mismo punto, justo en el lugar en que se hallaba, se había situado el centro del mundo hacía mucho tiempo. Se decía que durante el reinado de Alhakem II la ciudad había llegado al millón de habitantes, algo impensable incluso para urbes como Madrid o Barcelona en los días que corrían.

Sintió algo de nostalgia por aquel tiempo perdido y volvió caminando a su fonda. En el trayecto pensó en Clara; ¿habría cambiado de opinión con respecto al asunto de Lucía Alonso? Él sólo esperaba un poco de comprensión por parte de su esposa.

Intuición, había dicho el inglés. Quizá por eso su mente se adelantaba a veces a los acontecimientos, por eso, como un sabueso, había olido la falsedad del nuevo amigo de su suegra y por eso supo desde el primer momento que habían envenenado al marqués de la Entrada.

Capítulo 18

A la mañana siguiente, Víctor se levantó tarde, tomó un copioso desayuno en su cuarto de la fonda y bajó al salón a leer los periódicos. Los detalles sobre la boda real lo copaban todo. Supo por la prensa, con cierto alivio, que no se había producido ningún incidente destacable y que los festejos se desarrollaron sin novedad. Según decía El Imparcial, la joven reina se había levantado siendo aún de noche para trasladarse en tren desde Aranjuez hasta la estación de Mediodía, siempre escoltada por un inmenso gentío entre vítores y vivas. Desde la estación, la novia y la comitiva se dirigieron hasta la basílica de Atocha. Víctor, como eficaz policía que era, repasaba mentalmente el recorrido buscando las fallas, los puntos débiles que un buen vigilante debía tener en cuenta. Don Horacio, al parecer, había hecho un buen trabajo. En La Época pudo leer los detalles de la ceremonia, la descripción de las flores que adornaban el templo, las guirnaldas de mirto y laurel, las colgaduras de terciopelo rojo con galón de oro, los tapices y las banderas. Se alegró en parte de estar tan lejos de aquella manifestación de apoyo de las masas a la monarquía. En las notas de sociedad se detallaba el ambiente del baile celebrado aquella misma noche en palacio, donde se había ofrecido primero un suntuoso banquete. Se destacaba la decoración del salón de columnas para dicho evento y los atuendos de las damas y los grandes de España que habían asistido a la celebración.

Cerró el periódico.

Se levantó y salió a la calle. Aspiró a fondo el aire matutino y encendió un cigarro a continuación.

Luego se acercó a Correos para ver si había llegado el telegrama que esperaba. Volvió a su alojamiento dando un largo paseo para disfrutar del cálido sol invernal y del trasiego de paisanos arriba y abajo, y se tumbó en la cama mientras pensaba en el caso.

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