Read Noches de tormenta Online

Authors: Nicholas Sparks

Noches de tormenta (10 page)

BOOK: Noches de tormenta
3.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Luego abrió las contraventanas y dejó que entrase la mañana. Había una espesa neblina sobre el agua y el cielo era de un gris metálico. Los cúmulos se apresuraban, avanzando en paralelo a la costa. La tormenta, pensó, llegaría antes de que cayera la noche, seguramente a media tarde.

Se sentó en el borde de la cama mientras se ponía ropa de deporte y un impermeable encima. Sacó del cajón un par de calcetines extra y se los puso en las manos. Después, tras bajar las escaleras sin hacer ruido, echó un vistazo a la casa. Adrienne no se había levantado y sintió una fugaz punzada de desilusión cuando no la vio; luego, de repente, se preguntó por qué le importaba. Abrió la puerta y un minuto más tarde ya estaba en marcha, dejando que su cuerpo se calentara antes de adoptar un ritmo más firme.

En su dormitorio, Adrienne había oído crujir las escaleras. Se sentó, apartó las mantas y metió los pies en un par de zapatillas, deseando que Paul hubiera encontrado al menos un poco de café preparado al levantarse. No estaba segura de que lo tomara antes de salir a correr, pero al menos podría habérselo ofrecido.

Fuera, los músculos y las articulaciones de Paul empezaban a desentumecerse y apresuró el paso. No se acercaba nada al ritmo que mantenía cuando tenía veinte o treinta años, pero era constante y reparador.

Correr siempre había sido para él más que un simple ejercicio. Había llegado a un punto en que no representaba ninguna dificultad; cubrir tres kilómetros no parecía exigirle más energía que leer el periódico. Más bien lo enfocaba como una especie de medicina; como una de las pocas ocasiones en que podía estar a solas.

Era una hermosa mañana para correr. Aunque había llovido durante la noche y veía las gotas en los parabrisas de los coches, el aguacero debía de haber pasado rápidamente por aquella zona, pues casi todas las carreteras estaban ya secas. Restos de niebla rezagados en la aurora se movían en una procesión fantasmagórica de casita en casita. Le habría gustado correr por la playa, ya que pocas veces tenía ocasión de hacerlo, pero había decidido emplear esa sesión para encontrar la casa de Robert Torrelson. Corrió siguiendo la carretera, pasó por el pueblo y luego giró en la primera esquina, atento a todo cuanto veía.

En su opinión, Rodanthe era exactamente lo que parecía: un viejo pueblo de pescadores junto a la orilla del mar; un lugar al que la vida moderna había tardado en llegar. Todas las casas estaban hechas de madera, aunque algunas estaban en mejor estado que otras. Con sus pequeños patios bien cuidados, donde exiguas parcelas de tierra esperaban a los bulbos que florecerían en primavera, la dureza de la vida costera se hacía evidente allá donde mirase. Hasta los edificios que no tenían más de una década se estaban deteriorando. Las vallas y los buzones tenían orificios provocados por el clima, la pintura se desconchaba y los tejados de cinc se veían surcados por largos y anchos rastros de óxido. Diseminados en los patios frontales había varios objetos de la vida cotidiana de aquella parte del mundo: esquifes y motores de barco rotos, redes de pesca como decoración, cabos y cadenas empleados para mantener fuera a los extraños…

Algunas casas no eran más que chozas y las paredes parecían sostenerse en un precario equilibrio, como si el próximo vendaval pudiera derrumbarlas. En algunos casos los porches delanteros estaban combados y se habían apuntalado con todo un repertorio de prácticos recursos, como pilastras de hormigón o ladrillos apilados, con el fin de evitar que se cayeran del todo; puntales que emergían del suelo y que parecían palillos chinos recortados.

Sin embargo, había actividad, incluso al amanecer, e incluso en las casas que parecían abandonadas. Mientras corría vio nubes de humo saliendo por las chimeneas, y a hombres y mujeres que cubrían las ventanas con tablones. El sonido de los martillos empezó a llenar el ambiente.

Giró en la siguiente esquina, comprobó el rótulo de la calle y siguió adelante. Unos minutos más tarde llegó a la calle donde vivía Robert Torrelson. Sabía que su número era el treinta y cinco.

Pasó por el número dieciocho, luego por el veinte y levantó la vista, mirando al frente. Un par de vecinos interrumpieron sus tareas y lo miraron pasar con expresión precavida. Un instante después llegó a la casa de Robert Torrelson, e intentó que no se notara que miraba hacia allí.

Era una vivienda como casi todas las de la calle: no estaba muy bien cuidada, pero tampoco era una choza. Más bien estaba entre los dos extremos, como si el hombre y la naturaleza hubieran quedado en tablas en su lucha por la casa. Tenía al menos medio siglo de antigüedad, tenía una sola planta y tejado de cinc; carecía de canalones que desviaran el exceso de agua, por lo que la lluvia de un millar de tormentas había dejado surcos grises en la pintura blanca. En el porche había dos mecedoras desgastadas y orientadas una hacia la otra. Alrededor de las ventanas pudo ver unas solitarias luces navideñas.

Hacia la parte trasera de la propiedad se encontraba una pequeña edificación anexa con la puerta principal entreabierta. En el interior había dos mesas de trabajo cubiertas de redes y cañas de pescar, arcones y herramientas. Dos grandes garfios estaban recostados contra la pared; había un impermeable amarillo colgado de un perchero justo en la entrada. De entre la penumbra que había más allá surgió un hombre que llevaba un cubo.

Aquella imagen cogió a Paul desprevenido, así que se alejó antes de que el hombre pudiese notar que lo estaba mirando. Era demasiado pronto para hacerle una visita, y tampoco quería hacerlo vestido de deporte. Así que levantó la barbilla contra el viento, dobló la siguiente esquina y procuró recuperar el ritmo de antes.

No fue fácil. La imagen del hombre iba con él y hacía que se sintiera pesado y que cada paso fuese más duro que el anterior. A pesar del frío, cuando terminó tenía una delgada película de sudor pegada al rostro.

Hizo el último trecho hasta el Inn caminando, para que sus piernas se destensaran. Desde el camino vio que la luz de la cocina estaba encendida.

Consciente de lo que eso significaba, sonrió.

Mientras Paul estaba fuera, los hijos de Adrienne habían llamado y ella había hablado unos minutos con cada uno, feliz de que se lo estuvieran pasando bien con su padre. Después, cuando había pasado casi una hora, llamó a la residencia de ancianos.

Aunque su padre no podía ponerse al teléfono, Adrienne se había puesto de acuerdo con Gail, una de las enfermeras, para que contestase por él; lo hizo al segundo tono.

—Justo a tiempo —dijo Gail—. Le estaba diciendo a tu padre que llamarías en cualquier momento.

—¿Cómo está hoy?

—Un poco cansado, pero aparte de eso se encuentra bien. Espera un segundo, le pondré el teléfono en el oído, ¿de acuerdo?

Un instante después, cuando oyó la respiración áspera de su padre, Adrienne cerró los ojos.

—Hola, papá —comenzó, y durante un buen rato estuvo charlando con él, tal como lo habría hecho de haber estado a su lado.

Le habló del Inn y de la playa, de las nubes tormentosas y de los faros, y aunque no quiso mencionar a Paul se preguntaba si su padre sentiría cómo temblaba su voz al danzar alrededor de aquel nombre.

Paul subió los escalones y, una vez dentro, sintió el olor a beicon que impregnaba el aire como una bienvenida. Al momento, Adrienne apareció por la puerta oscilante.

Llevaba unos vaqueros y un jersey azul cielo que hacía resaltar el color de sus ojos. A la luz de la mañana eran casi turquesa; a Paul le recordaron a un cielo cristalino en primavera.

—Te has levantado temprano —dijo ella mientras se colocaba un mechón de pelo detrás de la oreja.

A él le pareció un gesto extrañamente sensual. Paul se secó el sudor de la frente.

—Sí, quería quitarme de encima mi sesión de deporte antes de que empezara el resto del día.

—¿Cómo ha ido?

—He estado mejor, pero al menos ya está hecho. — Pasó el peso de su cuerpo de un pie al otro—. Huele estupendamente, por cierto.

—Me he puesto a hacer el desayuno mientras estabas fuera. — Señaló por encima de su hombro—. ¿Quieres comer ahora o esperar un poco?

—Prefiero ducharme primero, si no te importa.

—Muy bien. De todos modos pensaba preparar sémola de maíz, tardaré unos veinte minutos. ¿Cómo quieres los huevos?

—Revueltos.

—Creo que eso sé hacerlo. — Se detuvo, disfrutando de la franqueza de su mirada un instante—. Voy a sacar el beicon antes de que se queme —continuó al fin—. ¿Nos vemos ahora?

—Claro.

Después de verla alejarse, Paul subió a su habitación sacudiendo la cabeza y pensando en lo bonita que era. Se quitó la ropa, lavó su camiseta en el lavamanos, la colgó en la barra de la cortina y cerró el grifo. Tal como le había advertido Adrienne, el agua caliente tardaba un poco en salir.

Se duchó, se afeitó y se puso unos pantalones, un jersey de cuello redondo y unos mocasines y fue a reunirse con ella. En la cocina, Adrienne había puesto la mesa y estaba llevando las dos últimas bandejas, una de ellas con tostadas y la otra con fruta cortada. Al acercarse a ella, Paul olió el champú de jazmín con que se había lavado el pelo aquella mañana.

—Espero que no te importe que vuelva a comer contigo.

Paul apartó una silla para ella.

—En absoluto. De hecho, esperaba que lo hicieras. Por favor.

Le hizo ademán de que se sentara.

Adrienne dejó que colocase la silla tras ella y luego lo miró mientras él también se sentaba.

—He intentado conseguir un periódico, pero los estantes de la tienda ya estaban vacíos cuando he llegado.

—No me sorprende. Había un montón de gente en la calle esta mañana. Supongo que todos se preguntan cómo será de grave lo que se avecina hoy.

—No tiene mucho peor aspecto del que tenía ayer.

—Eso es porque no vives aquí.

—Tú tampoco vives aquí.

—No, pero he pasado por una gran tormenta. ¿Te he contado lo de aquella vez que estaba en la universidad y fuimos a Wilmington…?

Adrienne se rió.

—¡Y jurabas que nunca habías contado esa historia!

—Supongo que me sale con más facilidad ahora que he roto el hielo. Y es mi mejor historia. Todo lo demás es muy aburrido.

—No lo creo. Por lo que me has explicado, creo que tu vida ha sido cualquier cosa menos aburrida.

Él sonrió sin saber si se lo decía por hacerle un cumplido, pero complacido de todos modos.

Adrienne se sirvió unos huevos y le pasó el bol.

—Hay que guardar los muebles del porche en el cobertizo, y hay que cerrar todas las ventanas y contraventanas desde dentro. Luego hay que poner los cierres de seguridad. En principio quedan bloqueados; se pasan unos ganchos para mantenerlos en su sitio. Finalmente se refuerzan con estacas. La madera tiene que apilarse en los cierres.

—Espero que tu amiga tenga una escalera de mano.

—Está debajo de la casa.

—No parece muy difícil, pero como te dije ayer, me gustaría ayudarte cuando vuelva.

Ella lo miró.

—¿Estás seguro? No tienes por qué hacerlo.

—No es ninguna molestia. De todos modos, no tengo ningún otro plan. Y sinceramente, me sería imposible quedarme sentado mientras tú haces todo ese trabajo. Me sentiría culpable, aunque sea el huésped.

—Gracias.

—No hay de qué.

Acabaron de servirse, se pusieron café y empezaron a comer. Paul la miró untar una rebanada de mantequilla, momentáneamente absorta en la tarea. A la luz cenicienta de aquella mañana estaba aún más hermosa de lo que la había visto el día anterior.

—¿Vas a ir a hablar con la persona a la que mencionaste ayer?

Paul asintió.

—Después del desayuno —dijo.

—No parece alegrarte mucho.

—No sé si debo alegrarme o no.

—¿Por qué?

Tras una breve vacilación, Paul Flanner le habló de Jill y Robert Torrelson, de la operación, de la autopsia y de todo lo que había ocurrido después, incluida la nota que había recibido por correo. Cuando terminó, Adrienne parecía estar estudiándolo.

—¿Y no tienes ni idea de lo que quiere?

—Me imagino que será algo relacionado con el pleito.

Adrienne no lo veía tan claro, pero no dijo nada. Cogió su taza de café.

—Bueno, ocurra lo que ocurra creo que haces lo correcto. Igual que con Mark.

Él no contestó, aunque tampoco era necesario decir nada. El hecho de que ella le comprendiera era más que suficiente.

Aquellos días era lo único que pedía de la gente; a pesar de que hacía sólo un día que sabía de su existencia sentía que, de algún modo, Adrienne ya le conocía mejor que la mayoría de la gente.

«O quizá, mejor que nadie», pensó.

Capítulo 10

Después del desayuno, Paul se metió en el coche y sacó las llaves del bolsillo de su chaqueta. Adrienne lo saludó desde el porche, como si le deseara suerte. Al cabo de un instante Paul se dio media vuelta y salió dando marcha atrás.

Tardó unos minutos en llegar a la calle de Torrelson. Podría haber ido andando, pero no sabía si el tiempo empeoraría muy deprisa y no quería que lo pillase la lluvia; ni quería sentirse atrapado si el encuentro empezaba a torcerse. Aunque no sabía qué esperar, decidió que le contaría a Torrelson todo lo que había ocurrido respecto a la operación, pero sin especular sobre las causas de la muerte.

Aminoró la marcha, aparcó el coche y apagó el motor. Se tomó unos momentos para prepararse y luego salió y avanzó por la acera. El vecino de la puerta de al lado estaba subido a una escalera y clavaba un tablón en la ventana. Miró a Paul, intentando imaginarse quién sería. Este ignoró su mirada y, al llegar a la puerta de Torrelson, llamó y dio un paso atrás, dejándose a sí mismo un poco de espacio.

Al ver que nadie contestaba volvió a llamar; esta vez prestó atención por si oía algún movimiento en el interior. Nada. Se dirigió a un lado del porche. Aunque las puertas de la construcción anexa seguían abiertas, no vio a nadie. Pensó en gritar, pero luego decidió no hacerlo. En lugar de eso fue a su coche y abrió el maletero. Sacó un bolígrafo del botiquín y rompió un pedazo de papel de la libreta que había metido dentro.

Escribió su nombre y dónde se hospedaba, así como una breve nota diciendo que estaría en el pueblo hasta el martes por la mañana, por si Robert aún quería hablar con él. Luego dobló el papel, lo llevó al porche y lo encajó en la estructura, asegurándose de que no pudiera salir volando. Estaba regresando al coche, aliviado y decepcionado al mismo tiempo, cuando oyó una voz detrás de él.

BOOK: Noches de tormenta
3.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Ties That Bind by Parks, Electa Rome
Fog of Doubt by Christianna Brand
Still Pitching by Michael Steinberg
The Undead Situation by Eloise J. Knapp
The Scottish Play Murder by Anne Rutherford
Drumbeats by Kevin J. Anderson, Neil Peart
Monsoon Summer by Julia Gregson