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Authors: Nicholas Sparks

Noches de tormenta (11 page)

BOOK: Noches de tormenta
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—¿Puedo ayudarle?

Al darse la vuelta, Paul no reconoció al hombre que estaba de pie frente a la casa. Aunque no recordaba qué aspecto tenía Robert Torrelson, su rostro era uno entre miles, supo que nunca había visto a esa persona. Era un joven de unos treinta y tantos, muy delgado, que estaba perdiendo su cabello negro; llevaba una sudadera y vaqueros de trabajo. Estaba mirando a Paul con el mismo recelo que le había mostrado antes el vecino, al salir del coche.

Paul se aclaró la garganta.

—Sí —dijo—. Estaba buscando a Robert Torrelson. ¿Es el lugar indicado?

El joven asintió sin mudar de expresión.

—Sí, vive aquí. Es mi padre.

—¿Está en casa?

—¿Es del banco?

Paul negó con la cabeza.

—No. Me llamo Paul Flanner.

Pasó un instante antes de que el joven reconociera el nombre. Entonces entornó los ojos.

—¿El médico?

Paul asintió.

—Tu padre me envió una carta diciéndome que quería hablar conmigo.

—¿Para qué?

—No lo sé.

—No me ha dicho nada de ninguna carta. — Mientras hablaba, los músculos de su mandíbula empezaron a tensarse.

—¿Puedes decirle que estoy aquí?

El joven apoyó el pulgar en su cinturón.

—No está.

Al decirlo miró fugazmente la casa; Paul se preguntó si estaría diciendo la verdad.

—¿Le dirás al menos que he pasado a verle? Le he dejado una nota con la dirección de mi hotel.

—No quiere hablar con usted.

Paul dejó caer la mirada y luego volvió a levantarla.

—Creo que eso tiene que decidirlo él, ¿no te parece?

—¿Quién diablos se cree que es? ¿Cree que puede venir aquí y arreglar con una charla lo que hizo? ¿Cree que basta con decir que fue un error o algo parecido?

Paul guardó silencio. Al notar su vacilación, el joven dio un paso hacia él y continuó con un tono de voz cada vez más alto.

—¡Lárguese de aquí! ¡No quiero volver a verle, y mi padre tampoco!

—Está bien…, de acuerdo.

El joven cogió una pala que estaba a su alcance y Paul levantó las manos mientras retrocedía.

—Ya me voy…

Se dio la vuelta y se dirigió al coche.

—Y no vuelva —gritó el joven—. ¿No le parece que ya ha hecho bastante? ¡Mi madre murió por su culpa!

Paul se estremeció ante esas palabras y sintió el agudo aguijón de éstas; luego se metió en el coche. Después de encender el motor, se alejó sin mirar atrás.

No vio al vecino bajarse de la escalera para ir a hablar con el joven, ni cómo éste tiraba la pala al suelo. Ni vio que, dentro de la casa, alguien dejaba caer la cortina de la sala de estar.

Tampoco vio la mano arrugada que, tras abrir la puerta, retiraba la nota que había caído al suelo del porche.

Unos minutos más tarde, Adrienne escuchó en boca de Paul lo que había ocurrido. Se encontraban en la cocina y él estaba inclinado sobre la encimera, con los brazos cruzados, mientras su mirada vagaba más allá de la ventana. Tenía una expresión ausente y retraída, parecía mucho más cansado que aquella misma mañana. Cuando terminó, la expresión de Adrienne mostraba una mezcla de simpatía y preocupación.

—Al menos lo has intentado —dijo.

—¿Y de qué ha servido, eh?

—A lo mejor no sabe lo de la carta de su padre.

Paul sacudió la cabeza.

—No es sólo eso. La única razón por la que vine aquí es porque quería ver si podía arreglarlo o al menos hacerlo más comprensible, pero ni siquiera voy a tener la oportunidad.

—No es culpa tuya.

—Entonces ¿por qué me siento así?

En el silencio que siguió, Adrienne oía el crujir del radiador.

—Porque te importa. Porque has cambiado.

—Nada ha cambiado. Siguen pensando que yo la maté. — Suspiró—. ¿Te imaginas lo que se siente cuando alguien piensa una cosa así de ti?

—No —admitió—, no me lo imagino. Nunca he tenido que pasar por nada parecido.

Paul asintió con aspecto derrotado.

Adrienne lo observó esperando que cambiara de expresión, pero al ver que eso no ocurría se sorprendió avanzando hacia él y cogiéndole la mano. Al principio estaba rígida, Pero al fin se relajó y ella sintió los dedos de él rodeando los suyos.

—Por mucho que cueste aceptarlo y al margen de lo que digan —prosiguió con cautela—, tienes que entender que, aunque hubieras hablado con el padre esta mañana, seguramente no habrías hecho cambiar de opinión a su hijo. Está dolido, y es más fácil culpar a alguien como tú que aceptar el hecho de que a su madre le había llegado la hora. Y aunque te parezca que ha ido muy mal, has hecho algo importante al ir allí esta mañana.

—¿El qué?

—Escuchar lo que aquel joven tenía que decirte. Puede que esté equivocado, pero le has brindado la ocasión de que te dijera cómo se siente. Has dejado que sacara lo que tenía dentro y, al fin y al cabo, puede que sea eso lo que el padre buscaba. Como ya sabe que este caso no irá a los tribunales, quería que oyeras personalmente su versión de la historia. Que supieras cómo se sienten.

Paul se rió con tristeza.

—Eso hace que me sienta mucho mejor.

Adrienne le estrechó la mano.

—¿Qué esperabas que ocurriera? ¿Qué escucharan lo que tenías que decirles y lo aceptaran en cuestión de minutos? ¿Después de contratar a un abogado e interponer una demanda, aun cuando sabían que no tenían ninguna oportunidad? ¿Después de oír lo que han dicho los demás médicos? Querían que vinieras para que tú los escucharas a ellos, y no al revés.

Paul no dijo nada, pero en el fondo sabía que ella tenía: razón. Y en ese caso, ¿por qué no se había dado cuenta antes?

—Sé que no fue algo fácil de oír —continuó ella—, y sé que no tienen razón y que es injusto culparte a ti de lo que ocurrió. Pero hoy les has dado algo importante y, lo que es más, no tenías por qué hacerlo. Puedes estar orgulloso de ello.

—Nada de lo que ha sucedido te sorprende, ¿verdad?

—Sinceramente, no.

—¿Ya lo sabías esta mañana, cuando te he hablado de ellos por primera vez?

—No estaba segura, pero se me ha ocurrido que podría ir así.

Una breve sonrisa surcó el rostro de él.

—Tienes algo, ¿lo sabías?

—¿Algo bueno o malo?

Él le apretó la mano y pensó que le gustaba cómo le hacía sentirse eso. Parecía algo natural, como si llevara años estrechándola.

—Es estupendo —dijo.

Se volvió y la miró de frente, sonriendo suavemente, y Adrienne comprendió de pronto que estaba pensando en besarla. Aunque una parte de ella lo deseaba, su lado racional le recordó que era viernes. Se habían conocido el día anterior y él iba a marcharse muy pronto. Igual que ella. Además, no estaba siendo realmente ella misma, ¿verdad? No era la auténtica Adrienne, la madre y la hija abnegada, o la esposa abandonada por otra mujer, o la mujer que ordenaba los libros en la biblioteca. Aquel fin de semana era otra persona, alguien a quien apenas reconocía. El tiempo que llevaba allí parecía un sueño, y aunque los sueños son agradables se recordó a sí misma que no eran más que eso.

Dio un pequeño paso atrás. Al soltarle la mano vio en los ojos de Paul un atisbo de decepción, pero se desvaneció cuando él apartó la mirada.

Ella sonrió, obligándose a mantener una voz firme.

—¿Sigues dispuesto a ayudarme con la casa? Quiero decir, antes de que llegue la tormenta.

—Claro —Paul asintió—. Deja que me ponga ropa de trabajo.

—Tienes tiempo de sobra: primero tengo que ir a la tienda. Olvidé comprar hielo y una nevera portátil para tener algo de comida a mano, por si se va la electricidad.

—De acuerdo.

Ella se detuvo.

—¿Estás bien?

—Sí, lo estoy.

Esperó, como si quisiera asegurarse de que le decía la verdad; luego se dio la vuelta. «Sí, has hecho bien», se dijo a sí misma. Había hecho bien al apartarse; había hecho bien al soltarle la mano.

Y sin embargo, al cruzar el umbral de la puerta, no pudo evitar sentir que acababa de darle la espalda a una felicidad que hacía mucho tiempo que no disfrutaba.

Paul estaba arriba cuando oyó que Adrienne encendía su coche. Se volvió hacia la ventana y contempló las olas que rompían en la orilla, intentando comprender lo que acababa de ocurrir. Hacía unos minutos, al mirarla, había sentido algo muy especial, pero se había marchado con la misma rapidez con la que había aparecido; la mirada de ella le había dicho por qué.

Comprendía las reservas de Adrienne; al fin y al cabo, todas las personas vivían en un mundo limitado que no siempre dejaba lugar a la espontaneidad o al impulso de vivir el presente. Sabía que era eso lo que permitía que el orden prevaleciera en el transcurso de cada vida, aunque sus acciones de los últimos meses habían sido un intento de desafiar esos límites, de rechazar el orden que llevaba tanto tiempo acatando.

No era justo esperar lo mismo de ella. Ella estaba en una situación diferente; tenía responsabilidades que, como ya le había dejado claro el día anterior, requerían estabilidad y previsión. Él había sido igual en otros tiempos, y aunque ahora se encontraba en disposición de vivir siguiendo otras reglas, se daba cuenta de que no era lo mismo para Adrienne.

No obstante, algo había cambiado en el breve tiempo que llevaba allí. No estaba seguro de cuándo había ocurrido. Tal vez hubiera sido el día anterior, mientras estaban paseando por la playa, o cuando ella le había hablado de su padre, o incluso aquella misma mañana, cuando habían desayunado juntos bajo la suave luz de la cocina. O tal vez hubiera ocurrido cuando se encontró estrechándole la mano y muy cerca de su cuerpo, deseando por encima de todo apretar suavemente sus labios contra los de ella.

Pero nada de eso importaba. De lo único que estaba seguro era que empezaba a enamorarse de una mujer que se llamaba Adrienne y que cuidaba del hostal de una amiga en una pequeña localidad costera de Carolina del Norte.

Capítulo 11

Mientras oía cómo su hijo cubría las ventanas con tablones en la parte de atrás de la casa, Robert Torrelson estaba sentado al viejo escritorio de tapa corredera de su salita. En la mano tenía la nota de Paul Flanner y, con aire distraído, la doblaba y desdoblaba sin poder dejar de pensar en el hecho de que hubiera venido.

No se lo esperaba. Aunque se lo había pedido, estaba convencido de que Paul Flanner no le haría caso. Flanner era un reputado médico de la ciudad, representado por abogados con corbatas llamativas y cinturones estrambóticos, y en el último año a ninguno de ellos había parecido importarles un pimiento él o su familia. Así era la gente rica de ciudad; en cuanto a él, se alegraba de no haber tenido que vivir nunca cerca de personas que se ganaban la vida haciendo papeleo y que no trabajaban a gusto si la temperatura no era exactamente de veintidós grados. Ni le gustaba tratar con gente que se consideraba mejor que los demás porque había tenido una mejor educación, más dinero o una casa más grande. Cuando conoció a Paul Flanner, después de la intervención, le pareció esa clase de persona. Era estirado y distante, y aunque había dado explicaciones, su modo cortante de hablar había dejado a Robert con la impresión de que no perdería ni un minuto de sueño por lo que había ocurrido.

Y eso no era lo correcto.

La vida de Robert estaba basada en unos valores distintos, valores honrados por su padre y su abuelo y por los abuelos de ellos. Podía seguir el rastro de sus raíces familiares en la Barrera de Islas remontándose hasta casi doscientos años. Generación tras generación, habían pescado en las aguas de Pamlico Sound desde los tiempos en que había tantos peces que una persona podía echar una sola red y sacar suficiente pescado para llenar la proa. Pero todo eso había cambiado. Ahora existían cuotas y regulaciones y licencias y grandes compañías, y se sacaban menos peces de los que se habían sacado nunca. Ahora, cuando Robert bajaba al barco, la mitad de las veces se consideraba afortunado si pescaba lo suficiente para pagar el combustible que había consumido.

Robert Torrelson tenía sesenta y siete años, pero parecía diez años mayor. Tenía el rostro curtido y con manchas, y su cuerpo iba perdiendo poco a poco la batalla contra el tiempo. Una gran cicatriz iba desde su ojo izquierdo hasta su oreja. Las manos le dolían a causa de la artritis y le faltaba el dedo índice de la mano derecha desde que se lo enganchó con un cabrestante un día que estaba recogiendo las redes.

Pero a Jill no le había importado ninguna de esas cosas. Y ahora ella ya no estaba.

En el escritorio había una foto de ella, y Robert aún se sorprendía contemplándola siempre que estaba solo en la habitación. Echaba de menos todo lo que tuviera que ver con ella; el modo en que le frotaba los hombros cuando él llegaba en las frías noches de invierno, o sentarse junto a ella en el porche de atrás para escuchar música en la radio, o cómo olía cuando le frotaba el pecho con polvos, aquel aroma limpio y sencillo, fresco como el de un recién nacido.

Paul Flanner le había robado todo aquello. Sabía que Jill todavía estaría a su lado de no haber ido al hospital ese día.

Su hijo ya había hablado. Y ahora le tocaba a él.

Adrienne fue en coche al pueblo y estacionó en el pequeño aparcamiento de gravilla de la tienda principal, soltando un suspiro de alivio al comprobar que ésta aún estaba abierta.

Había tres coches aparcados sin orden ni concierto, cada uno de ellos cubierto con una delgada capa de sal. Un par de ancianos estaban en la entrada, con gorras de béisbol, fumando y bebiendo café. Cuando Adrienne salió del coche, la observaron y dejaron de hablar; cuando pasó por delante de ellos para entrar en la tienda, la saludaron con un movimiento de cabeza.

La tienda era la típica de las zonas rurales: suelo de madera gastada, ventiladores de techo y estantes con miles de productos distintos bien apretujados. Junto a la caja registradora había un pequeño cilindro que ofrecía pepinillos en vinagre de eneldo, y al lado había otro que contenía cacahuetes fritos. En la parte de atrás, una pequeña barbacoa ofrecía hamburguesas recién hechas y, aunque no había nadie detrás del mostrador, el aroma a comida impregnaba el aire.

El congelador que contenía el hielo se encontraba en el extremo más alejado, junto a la sección de refrigerados, donde estaban la cerveza y los refrescos; Adrienne se dirigió hacia allí. Al coger el asa de la puerta vio un reflejo fugaz de su propia imagen en el vidrio. Se detuvo un instante, como si se viera a sí misma con ojos diferentes.

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