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Authors: Nicholas Sparks

Noches de tormenta (6 page)

BOOK: Noches de tormenta
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—Muy bien, pues ya estamos todos —dijo—. ¿Está listo para ver su habitación?

—Por favor.

Paul dio un paso atrás mientras ella rodeaba el mostrador en dirección a las escaleras. Cogió su equipaje y luego la siguió. Cuando ella llegó a las escaleras se detuvo para que él la alcanzara. Señaló la sala de estar.

—Allí tengo café y unas galletas. Lo he hecho hace una hora, así que aún estará bueno durante un rato.

—Lo he visto al entrar. Gracias.

En lo alto de las escaleras, Adrienne se volvió con la mano aún en la barandilla. Había cuatro habitaciones en el piso de arriba, una en la parte frontal de la casa y tres más que daban al mar. En las puertas, Paul vio placas en lugar de números: Bodie, Hatteras y Cape Lookout, y en esos nombres reconoció los de los faros de la Barrera de Islas.

—Puede elegir la que prefiera —dijo Adrienne—. He cogido las tres llaves por si acaso.

Paul miró las puertas de una en una.

—¿Cuál es la azul?

—Oh, sólo yo la llamo así; Jean la llama la suite Bodie.

—¿Jean?

—Es la propietaria. Yo sólo le vigilo el negocio mientras ella no está.

Las asas de la bolsa le pellizcaban el cuello y Paul las movió mientras Adrienne abría la puerta. Ella la sostuvo abierta y sintió que la bolsa la golpeaba a su paso.

Paul miró a su alrededor. La habitación era más o menos; como la había imaginado: limpia y sencilla, pero con más carácter que la típica habitación de un hotel junto a la playa. Había una cama con dosel centrada bajo la ventana y una mesita a su lado. En el techo, un ventilador giraba suavemente, lo suficiente para mover el aire. En el extremo más alejado, junto a un gran cuadro del faro Bodie, había una puerta que Paul supuso que daría al cuarto de baño. A lo largo de la pared vio un desgastado arcón con cajones que daba la impresión de estar en el Inn desde el día de su construcción.

Con excepción de los muebles, casi todo era de distintos tonos de azul: la alfombra del suelo era del color de los huevos de tordo; el edredón y las cortinas eran azul marino y la lámpara de la mesita era de un brillante matiz intermedio, como la pintura de un coche nuevo. Si bien el arcón con cajones y la mesita eran del color de una cáscara de huevo, habían sido decorados con escenas marítimas bajo un sol de verano. Hasta el teléfono era azul, lo que le daba el aspecto de un juguete.

—¿Qué le parece?

—Definitivamente azul —dijo él.

—¿Quiere ver las otras habitaciones?

Paul dejó su bolsa en el suelo mientras miraba por la ventana.

—No, ésta estará bien. ¿Puedo abrir la ventana? Huele un poco a cerrado.

—Adelante.

Paul cruzó la habitación, descorrió el pestillo y levantó la hoja de vidrio. Como la casa se había pintado muchas veces a lo largo de los años, la ventana se encalló unos centímetros antes de abrirse del todo. Mientras Paul se esforzaba por levantarla más, Adrienne pudo ver cómo se marcaban los músculos y los nervios de su antebrazo.

Se aclaró la garganta.

—Creo que debería saber que es la primera vez que estoy a cargo del Inn —dijo—. He estado aquí muchas veces, pero sólo cuando Jean también estaba, así que si hay algo que no es de su agrado no dude en decírmelo.

Paul se volvió. Con la espalda hacia la ventana, sus rasgos se perdían entre las sombras.

—No me preocupa mucho —dijo—. Últimamente no estoy muy quisquilloso.

Adrienne sonrió mientras sacaba la llave de la cerradura.

—De acuerdo, cosas que debe saber. Jean me dijo que se las comentara. Hay un radiador debajo de la ventana, sólo tiene que encenderlo. Sólo tiene dos posiciones y al principio hace un poco de ruido, pero al cabo de unos minutos para. Hay toallas limpias en el cuarto de baño; si necesita más, pídamelas. Y aunque parezca que no vaya a salir nunca, el grifo acaba sacando agua caliente. Se lo prometo.

Adrienne vio de reojo la sonrisa de Paul mientras ella continuaba.

—Y a menos que venga alguien más este fin de semana, y no creo que lo hagan con esta tormenta, a no ser que se queden aislados, podemos comer cuando le apetezca —dijo—. Normalmente Jean sirve el desayuno a las ocho y la cena a las siete, pero si va a estar ocupado a esa hora dígamelo y comeremos cuando sea. O puedo prepararle algo para que se lo lleve.

—Gracias.

Adrienne hizo una pausa mientras su mente buscaba algo más que decir.

—Ah, y otra cosa. Antes de usar el teléfono, debe saber que sólo está para hacer llamadas locales. Si quiere llamar a larga distancia tendrá que usar una tarjeta o hacerlo a cobro revertido, y tendrá que hacerlo a través del operador.

—De acuerdo.

Vaciló una vez en la puerta.

—¿Hay algo más que quiera saber?

—Creo que con eso es suficiente. Excepto algo obvio, por supuesto.

—¿De qué se trata?

—Todavía no me ha dicho su nombre.

Dejó las llaves en el arcón junto a la puerta y sonrió.

—Soy Adrienne. Adrienne Willis.

Paul cruzó la habitación y, para su sorpresa, le tendió la mano.

—Encantado de conocerte, Adrienne.

Capítulo 6

Paul había ido a Rodanthe a petición de Robert Torrelson; mientras sacaba unas cuantas cosas de su bolsa y las colocaba en los cajones se preguntó de nuevo qué querría decirle Robert o si esperaba que fuese Paul quien hablara.

Jill Torrelson había ido a verle porque tenía un meningioma. Era un quiste benigno, por lo que su vida no corría peligro, pero sin duda resultaba antiestético. El meningioma estaba en el lado derecho de su cara y se extendía desde el puente de la nariz por encima de la mejilla, formando una masa rojiza y protuberante salpicada de cicatrices allí donde se había ulcerado con los años. Paul había operado a docenas de pacientes con meningiomas y había recibido numerosas cartas de personas intervenidas, donde expresaban lo agradecidas que estaban por lo que había hecho.

Había realizado esa intervención miles de veces y todavía no sabía por qué Jill había muerto. Al parecer, la ciencia no podía proporcionar una respuesta. La autopsia no fue concluyente y la causa de la muerte quedó sin determinar. Al principio supusieron que había sufrido alguna clase de embolia, pero no encontraron ninguna prueba de ello. Después se centraron en la posibilidad de que hubiera experimentado una reacción alérgica a la anestesia o a la medicación postoperatoria, pero finalmente también lo descartaron. Tampoco hubo negligencia por parte de Paul; la intervención no presentó complicaciones y un examen, exhaustivo del juez de instrucción no halló nada extraordinario en el procedimiento; nada que pudiera ser la causa de la muerte, ni siquiera tangencialmente.

La cinta de vídeo lo confirmaba. Puesto que era un meningioma típico, el hospital había grabado el proceso para un posible uso educativo por parte de la facultad.

Posteriormente, el consejo de cirujanos del hospital había visionado la cinta junto con tres cirujanos más, procedentes de otro estado. Tampoco ellos vieron nada fuera de lo normal.

Se mencionaron ciertos condicionamientos médicos en el informe. Jill Torrelson tenía sobrepeso y sus arterias estaban taponadas; tal vez hubiera necesitado un by—pass coronario; Padecía diabetes y, por ser fumadora de toda la vida, había empezado a desarrollar un enfisema. Sin embargo, ninguno de esos condicionantes parecía una amenaza para su vida, y ninguno explicaba suficientemente lo que había ocurrido.

Jill Torrelson había muerto sin motivo aparente, como si Dios simplemente la hubiera llamado a su lado.

Como muchos otros en su misma situación, Robert Torrelson había presentado una demanda. En el juicio comparecieron Paul, el hospital y el anestesista como acusados. Paul, como la mayoría de los cirujanos, tenía un seguro que cubría las negligencias. Como era habitual, le indicaron que no hablase con Robert Torrelson sin la presencia de un abogado; y aun así, sólo tenía que hacerlo si lo llamaban a declarar y Robert Torrelson resultaba estar en la sala.

Ya hacía un año que el caso avanzaba en círculos. Cuando el abogado de Robert Torrelson hubo leído el informe de la autopsia, pidió que otro cirujano visionara la cinta y los abogados de la compañía de seguros y del hospital iniciaron un proceso para alargar el juicio y elevar su coste. Fue entonces cuando Paul había comprendido el triste cuadro al que se enfrentaba el viudo de su paciente. Aunque no lo dijeron explícitamente, los abogados de la compañía de seguros esperaban que Robert Torrelson acabase por tirar la toalla.

Era como cualquiera de los casos que se habían presentado contra Paul Flanner a lo largo de los años, excepto por el hecho de que Paul había recibido una carta personal de Robert Torrelson hacía dos meses.

No necesitó traerla para recordar su contenido.

Apreciado doctor Flanner:

Me gustaría hablar con usted personalmente. Es muy importante.

Por favor.

Robert Torrelson

Al final de la carta había escrito su dirección.

Después de leerla, Paul se la había mostrado a sus abogados y éstos le habían insistido que se olvidase de ella. Lo mismo hicieron sus antiguos colegas del hospital: «Déjalo correr. Cuando esto haya terminado podemos concertar una cita con él, si todavía quiere hablar».

Sin embargo, había algo en la sencilla súplica antes de la firma de Robert Torrelson, pulcramente trazada, que había impactado a Paul, así que decidió no hacerles caso.

Tenía la sensación de que ya había menospreciado demasiadas cosas.

Paul se puso su chaqueta, bajó las escaleras y salió por la puerta principal para dirigirse a su coche. Cogió del asiento delantero una bolsa de piel que contenía su pasaporte y sus billetes, pero en lugar de volver adentro fue por uno de los laterales de la casa.

En la parte que daba a la playa el viento era más frío y Paul se detuvo un instante para subirse la cremallera. Con la bolsa de piel debajo del brazo, se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y agachó la cabeza al sentir el aire que le aguijoneaba las mejillas.

El cielo le recordaba a los que se veían en Baltimore antes de una tormenta de nieve, tiñendo el mundo con sombras de un gris funesto. En la distancia vio un pelícano que planeaba por encima del agua con las alas inmóviles, dejándose llevar por el viento. Se preguntó adonde iría cuando la tormenta azotara con toda su fuerza.

Paul se detuvo junto al agua. Las olas avanzaban desde dos direcciones y levantaban sus crestas al chocar. El aire era húmedo y gélido. Echó un vistazo por encima del hombro y vio el resplandor amarillo de la luz de la cocina del Inn. La figura de Adrienne pasó como una sombra por la ventana; luego desapareció de su vista.

Pensó que intentaría hablar con Robert Torrelson durante la mañana siguiente. Se esperaba la tormenta para la tarde y seguramente persistiría casi todo el fin de semana, así que no podría hacerlo entonces. Tampoco quería esperar hasta el lunes: su vuelo salía de Dulles el martes por la mañana y tenía que irse de Rodanthe a las nueve como máximo. No quería arriesgarse a no poder hablar con él y, en vista de la tormenta, cada día contaba. Para el lunes tal vez se hubieran derrumbado algunos cables de alta tensión, o tal vez hubiera inundaciones, o tal vez Robert Torrelson se estuviera ocupando de quién sabe qué destrozos.

Paul nunca había estado antes en Rodanthe, pero no creía que le llevara mucho tiempo encontrar la casa. Suponía que el pueblo no tendría más de una docena de calles, y, podía atravesarlo andando de punta a punta en menos de: media hora.

Tras unos minutos en la arena, Paul se volvió y comenzó; a avanzar hacia el Inn. Al hacerlo vio otra vez una imagen fugaz; de Adrienne Willis en la ventana.

Pensó en su sonrisa. Pensó que le gustaba.

Desde la ventana, Adrienne se sorprendió espiando a Paul Flanner mientras volvía de la playa.

Estaba guardando las compras y hacía lo que podía por colocar cada cosa en el armario adecuado. Por la tarde había comprado todo lo que le había recomendado Jean, pero ahora se preguntaba si no debería haber esperado a que Paul llegara para preguntarle si le apetecía comer algo en especial.

Su visita la intrigaba. Jean le había contado que, cuando llamó hacía seis semanas, ella le había dicho que cerraba después de año nuevo y que no volvería a abrir hasta abril, pero Paul le había ofrecido pagar el doble por una habitación si abría una semana más.

No estaba de vacaciones, eso seguro. No sólo lo creía porque Rodanthe no era un destino muy solicitado en invierno, sino porque no le daba la impresión de ser la típica persona que está de vacaciones. Su actitud en el momento de registrarse no había sido la de alguien que va allí para relajarse.

Tampoco había mencionado que quisiera visitar a algún pariente, lo que significaba que seguramente estaba allí por motivos de negocios. Pero aquello tampoco tenía mucho sentido. Aparte de la pesca y el turismo no había gran cosa en Rodante, y de todos modos la mayoría de los negocios cerraban durante el invierno, con excepción de los que proveían de lo necesario a quienes vivían allí.

Todavía estaba intentando atar cabos cuando oyó que subía los escalones de atrás. Escuchó cómo se sacudía la arena de los pies en el umbral de la puerta.

Un instante después, la puerta trasera se abrió con un chirrido y Paul apareció en la cocina. Mientras se quitaba la chaqueta, ella se dio cuenta de que tenía la punta de la nariz colorada.

—Creo que la tormenta está cerca —dijo él—. La temperatura ha bajado al menos cinco grados desde esta mañana.

Adrienne guardó un paquete de picatostes en el armario y miró por encima del hombro mientras contestaba.

—Lo sé, he tenido que subir la calefacción. Esta casa no es de las que están mejor preparadas. De hecho, casi se nota cómo el viento atraviesa las ventanas. Lamento que no hayas encontrado mejor tiempo.

Paul se frotó las manos.

—Así son las cosas. ¿El café todavía está fuera? Creo que me vendría bien una taza para calentarme.

—Puede que ya esté un poco pasado. Haré otra cafetera, sólo tardará unos minutos.

—¿No te importa?

—En absoluto. Creo que yo también tomaré un poco.

—Gracias. Permíteme subir a dejar la chaqueta y a lavarme, enseguida vuelvo a bajar.

Le sonrió antes de abandonar la cocina y Adrienne sintió cómo expulsaba el aire, sin darse cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Cuando Paul ya no estaba, cogió un puñado de granos frescos, cambió el filtro y encendió la cafetera. Retiró el recipiente de aluminio, tiró su contenido por el fregadero y lo limpió. Mientras estaba atareada, oía los pasos de él en el piso de arriba.

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