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Authors: Nicholas Sparks

Noches de tormenta (5 page)

BOOK: Noches de tormenta
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Al mirar atrás, se daba cuenta de que aquello debería haberla alertado, avisado de que las cosas no eran como parecían; sin embargo, con tres niños y un marido que había dejado su crianza en manos de ella, estaba demasiado ocupada como para tener tiempo de reflexionar sobre esas cosas. Además, ella no esperaba ni creía que la pasión entre los dos no tuviese que sufrir sus baches. Llevaba demasiado tiempo casada para ser tan ingenua. Supuso que todo volvería a su cauce, como siempre, y no se preocupó por ello. Pero no fue así.

A los cuarenta y uno ya estaba preocupada por su relación y había empezado a echar una ojeada en la sección de autoayuda de las librerías, en busca de títulos que pudieran aconsejarle cómo mejorar su matrimonio. Y en ocasiones se descubría esperando un futuro en que las cosas tal vez se tranquilizaran: se imaginaba cómo sería convertirse en abuela o qué podrían hacer Jack y ella cuando tuvieran tiempo de disfrutar el uno del otro, de nuevo como pareja. Tal vez entonces, pensaba, las cosas volverían a ser como habían sido una vez.

Fue entonces cuando vio a Jack almorzando con Linda Gaston. Sabía que Linda trabajaba en la empresa de Jack, en el departamento de Greensboro. Aunque su especialidad era el derecho administrativo y Jack trabajaba en pleitos de carácter general, Adrienne sabía que a veces sus casos se solapaban y requerían una mutua colaboración, así que no se sorprendió al verlos juntos. Adrienne incluso sonrió desde el otro lado del cristal. Aunque Linda no era una amiga cercana, la habían invitado muchas veces a su casa; siempre se habían llevado bien, a pesar de que Linda era diez años más joven y estaba soltera. Fue sólo al entrar en el restaurante cuando se dio cuenta de la forma tan tierna en que se miraban el uno al otro. Tuvo la certeza de que estaban cogidos de la mano por debajo de la mesa.

Durante un largo minuto, Adrienne se quedó clavada en el suelo, pero en lugar de enfrentarse a ellos se dio la vuelta y salió de allí antes de que tuvieran oportunidad de verla. Por la noche le preparó a Jack su plato favorito y no dijo una palabra sobre lo que había visto. Simuló que no había ocurrido y, con el tiempo, pudo convencerse de que había malinterpretado la actitud que vio en ellos. A lo mejor Linda estaba pasando por una mala época y él intentaba consolarla. Jack era así. O tal vez, pensó, fue una fantasía fugaz que ninguno de los dos llevó a la práctica, un romance imaginario y nada más, pero no era así. Su matrimonio empezó a caer en picado y en cuestión de meses, Jack le pidió el divorcio. Dijo que estaba enamorado de Linda. Él no quería que pasara y esperaba que lo entendiera. Ella no lo entendía, y así se lo dijo. No obstante, cuando cumplió los cuarenta y dos, Jack se marchó de casa.

Ahora, más de tres años después, Jack había rehecho su vida, pero a Adrienne le parecía imposible hacerlo. La custodia de los niños había sido compartida, pero sólo oficialmente. Jack vivía en Greensboro y las tres horas de trayecto bastaban para que los niños pasaran la mayor parte del tiempo con ella. En general se sentía agradecida por ello, pero la presión de criarlos sola ponía a prueba su paciencia día tras día. A menudo, por la noche se derrumbaba en la cama, pero era incapaz de dormir, pues no podía detener el torbellino de pensamientos que inundaban su cabeza. Y aunque nunca se lo había dicho a nadie, más de una vez imaginaba qué diría si Jack apareciera por la puerta y le pidiera que lo aceptara de nuevo. Y muy en el fondo sabía que, seguramente, le diría que sí.

Se odiaba a sí misma por ello, pero ¿qué podía hacer? No quería esta vida, nunca la había pedido ni esperado. Y pensaba que tampoco la merecía. Había jugado limpio, había seguido las normas al pie de la letra. Había sido fiel durante dieciocho años. Había hecho la vista gorda las veces en que él bebía demasiado, le había llevado café cuando trabajaba hasta tarde y nunca dijo una palabra cuando se iba a jugar al golf el fin de semana en lugar de pasar más tiempo con los niños.

¿Era sólo el sexo lo que le atraía? Sin duda, Linda era más joven y más bonita, pero ¿realmente aquello era tan importante para él como para tirar por la borda el resto de su vida? ¿No significaban nada los niños? ¿Ni ella? ¿Ni sus dieciocho años juntos? Y en cualquier caso, era como si hubiera perdido todo interés en su mujer: en los últimos dos años, cada vez que hacían el amor era ella quien tomaba la iniciativa. Si tenía tanta necesidad, ¿por qué no hizo nada al respecto?

¿O acaso la encontraba aburrida? Era evidente que, al llevar tanto tiempo casados, tenían pocas cosas nuevas que contarse. Con los años, la mayoría habían sido recicladas en versiones ligeramente diferentes y ambos habían llegado al punto de saberse los finales de antemano tras oír sólo algunas palabras. Más bien hacían lo que la mayoría de las parejas: ella le preguntaba cómo había ido el trabajo, él le preguntaba por los niños y entonces charlaban de las últimas travesuras de algún miembro de la familia o de lo que ocurría en la ciudad. En ocasiones también ella deseaba que hubiera algo más interesante de lo que hablar, pero ¿es que Jack no comprendía que al cabo de unos años le ocurriría lo mismo con Linda? No era justo. Hasta sus amigos lo decían, y ella suponía que eso significaba que estaban de su parte. Y a lo mejor lo estaban, pero pensaba que tenían una curiosa manera de demostrarlo. Y es que un mes antes había asistido a la fiesta de Navidad que celebraba una pareja a la que conocían desde hacía años, y ¿quién resultó que estaba allí? Jack y Linda. Era normal en una pequeña ciudad sureña como la suya, donde la gente tendía a perdonar esas cosas, pero Adrienne no pudo evitar sentirse traicionada.

Y más allá del dolor y la traición, se sentía sola. No había tenido una cita desde que se marchó Jack. Rocky Mount no era exactamente un hervidero de hombres disponibles de cuarenta y tantos, y los que estaban solteros no eran precisamente el tipo de hombre que ella deseaba. La mayoría llevaban demasiada carga y ella no se sentía capaz de echarse a los hombros más peso del que ya soportaba. Al principio se decía a sí misma que debía ser selectiva, y cuando creyó que ya estaba lista para entrar otra vez, en el universo de las citas estableció mentalmente una serie de rasgos que le interesaban. Quería a alguien inteligente, amable y atractivo, pero sobre todo quería a alguien que aceptara el hecho de que estaba criando a tres adolescentes. Sospechaba que eso podía ser un problema, pero sus hijos eran bastante autosuficientes y no creía que fuese la clase de obstáculo que desanimara a la mayoría de los hombres.

Vaya si se equivocaba.

En los últimos tres años nadie le había pedido una cita, y últimamente había llegado a creer que eso nunca sucedería. El bueno de Jack podía pasárselo bien, el bueno de Jack podía leer el periódico de la mañana con alguien a su lado, pero en cambio ella ya estaba fuera de juego.

Y además estaban, por supuesto, los problemas económicos.

Jack le había dejado la casa y le pagaba la pensión puntualmente, pero apenas le bastaba para llegar a fin de mes. A pesar de que Jack se ganaba bien la vida cuando estaban juntos, no habían ahorrado lo suficiente. Como muchas otras parejas, habían pasado muchos años atrapados en la costumbre de gastar casi todo lo que ganaban. Se compraban coches nuevos y se iban de vacaciones; cuando los televisores de pantalla grande irrumpieron en el mercado, ellos fueron los primeros del vecindario en traerse uno a casa. Siempre había pensado que Jack hacía previsiones para el futuro, pues era él quien llevaba las cuentas. Resultó que no era así. Adrienne tuvo que aceptar un empleo a tiempo parcial en la biblioteca del barrio. Aunque no estaba tan preocupada por ella o por los niños como lo estaba por su padre.

Un año después del divorcio, su padre sufrió un ataque, y luego llegaron otros tres con gran rapidez. Ahora necesitaba cuidados las veinticuatro horas del día. La residencia que le había encontrado era fantástica, pero siendo hija única le tocaba a ella pagarla por completo. Tenía lo suficiente para un año más, pero después de eso no sabía lo que iba a hacer. Ya se estaba gastando todo lo que ganaba trabajando en la biblioteca. Cuando Jean le había preguntado a Adrienne si no le importaba encargarse del Inn mientras ella estaba fuera, había sospechado que Adrienne atravesaba dificultades económicas y había dejado mucho más dinero del necesario para la comida. En la nota que le había dejado le decía que se quedara el resto como pago por su ayuda. Adrienne se lo agradecía, pero le hería el orgullo aceptar caridad de sus amigos.

Sin embargo, el dinero era sólo parte de la preocupación por su padre. A veces tenía la sensación de que él era la única persona con quien contaba, y le necesitaba, sobre todo ahora. Pasar tiempo a su lado era para ella una forma de evadirse: le horrorizaba pensar que sus horas juntos podían estar tocando a su fin debido a algo que ella hiciera o dejara de hacer.

¿Qué iba a ser de él? ¿Y qué iba a ser de ella? Adrienne sacudió la cabeza intentando alejar esas preguntas. No quería pensar en nada de eso, especialmente ahora. Jean le había dicho que el Inn estaría tranquilo, sólo había una reserva; así que esperaba que la estancia en ese lugar le ayudase a aclarar las ideas. Quería pasear por la playa o leer un par de novelas que llevaban meses esperando en su mesita de noche; quería poner los pies en alto y contemplar a las marsopas jugueteando con las olas. Esperaba relajarse, pero mientras estaba de pie en el porche del erosionado Inn de Rodanthe, esperando la tormenta que se aproximaba, sentía que el mundo la aplastaba con fuerza. Era de mediana edad y estaba sola, saturada de trabajo y débil por dentro. Sus hijos estaban rebeldes y su padre enfermo. En realidad, ella no estaba segura de cómo conseguiría salir adelante. Entonces fue cuando se echó a llorar. Minutos más tarde, cuando oyó pasos en el porche, volvió la cabeza y vio a Paul Flanner por primera vez.

Paul ya había visto llorar a personas miles de veces, pero normalmente había sido en el ambiente estéril de la sala de espera de un hospital, cuando acababa de salir del quirófano y todavía llevaba la bata. Para él, la bata era una especie de escudo frente a la naturaleza personal y emotiva de su trabajo. Ni una sola vez había llorado con sus interlocutores, y tampoco podía recordar el rostro de ninguno de los que lo habían mirado en busca de respuestas. No era algo de lo que se sintiera orgulloso, pero tenía que admitir que ésa era la clase de persona que había sido una vez.

Sin embargo, en aquel momento, al mirar los ojos enrojecidos de la mujer del porche, se sintió como un intruso en un terreno desconocido. Su primer impulso fue desplegar sus antiguas defensas. Pero había algo en aquella mirada que le hizo descartar tal posibilidad. Tal vez fuese el entorno o el hecho de que estaba sola; en cualquier caso, la oleada de empatía fue una sensación nueva que lo pilló totalmente desprevenido.

Adrienne, que esperaba su llegada para más tarde, intentó superar su incomodidad por haber sido sorprendida en tal estado. Se obligó a sonreír y se enjugó las lágrimas, intentando simular que se las había provocado el viento.

Sin embargo, cuando se volvió hacia él no pudo evitar sostenerle la mirada.

Pensó que había sido a causa de sus ojos: eran de un azul tan claro que parecían casi transparentes, pero había en ellos una intensidad que no había visto antes en ninguna otra persona.

«Me conoce… O podría conocerme si le diera la oportunidad», pensó de repente.

En cuanto la asaltaron estos pensamientos los rechazó por considerarlos ridículos. No, decidió: no había nada inusual en el hombre que tenía delante. Simplemente era el huésped del que Jean le había hablado, y la estaba buscando porque no había salido al mostrador; eso era todo. El resultado fue que se encontró evaluándolo como suelen hacer los extraños.

Aunque no era tan alto como Jack, tal vez de metro sesenta, estaba delgado y en forma, como si hiciera ejercicio a diario. Llevaba un jersey caro que no pegaba con sus vaqueros desteñidos, pero de algún modo conseguía que le quedara bien. Tenía la cara angulosa y las líneas de su frente delataban años de concentración intensa. Su cabello gris era muy corto, con manchas blancas junto a las orejas; supuso que tendría cincuenta y tantos, pero no pudo precisar más.

Justo entonces, Paul pareció darse cuenta de que la estaba mirando y bajó la vista.

—Lo siento —murmuró—. No pretendía interrumpir—. Hizo una señal por encima de su hombro—. La esperaré dentro. No hay prisa.

Adrienne sacudió la cabeza intentando que él no se sintiera incómodo.

—No pasa nada. Iba a entrar de todos modos.

Cuando lo miró, sus ojos se encontraron por segunda vez. Los de él eran ahora más suaves y los recuerdos asomaban a ellos, como si estuviera pensando en algo triste, pero quisiera ocultarlo. Ella cogió su taza de café, utilizándola como excusa para volverse.

Cuando Paul sostuvo la puerta abierta, ella le hizo una señal para que pasara delante. Mientras atravesaban la cocina, Adrienne se sorprendió observando su cuerpo atlético y se ruborizó un poco, preguntándose qué diablos le pasaba. Se reprendió a sí misma y se colocó detrás del mostrador. Comprobó el nombre en la lista de reservas y levantó la mirada.

—Paul Flanner, ¿verdad? ¿Va a quedarse cinco noches, hasta el martes por la mañana?

—Sí. — Vaciló—. ¿Es posible una habitación con vistas al mar?

Adrienne sacó un formulario de registro.

—Claro. De hecho, puede quedarse cualquiera de las habitaciones. Es el único huésped del fin de semana.

—¿Cuál me recomienda?

—Todas son bonitas, pero yo en su lugar me quedaría con la azul.

—¿La azul?

—Tiene las cortinas más gruesas. Si duerme en la amarilla o en la blanca, se despertará con el alba. Las contraventanas no sirven de gran cosa y el sol sale bastante temprano. Las ventanas de esas habitaciones dan al este. — Ella le acercó el formulario y dejó el bolígrafo al lado—. ¿Quiere firmar aquí?

—Claro.

Adrienne observó cómo Paul escribía su nombre, y mientras él firmaba pensó que sus manos iban bien con su rostro. Los huesos de los nudillos eran prominentes, como los de un anciano, pero sus movimientos eran precisos y acompasados. Vio que no llevaba anillo de casado…, aunque tampoco es que le importara.

Paul dejó el bolígrafo y ella cogió el formulario para asegurarse de que lo hubiera rellenado correctamente. Su dirección era la de un abogado de Raleigh. Cogió una llave del tablero de al lado, dudó y luego eligió dos más.

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