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Authors: Nicholas Sparks

Noches de tormenta (12 page)

BOOK: Noches de tormenta
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¿Cuánto tiempo había pasado, se preguntó, desde que alguien la había encontrado atractiva? ¿O desde que alguien a quien acababa de conocer había querido besarla? Si alguien le hubiera hecho estas preguntas antes de ir allí, habría respondido que ninguna de estas cosas había ocurrido desde que se marchó Jack. Pero no era exactamente cierto. Al menos no en los detalles. Jack había sido su marido, no un extraño, y puesto que salieron juntos durante dos años antes de ir al altar, hacía casi veintitrés años que no se encontraba ante una situación como ésa.

Por supuesto, si Jack no la hubiera dejado, habría vivido sin pensar demasiado en ello, cosa que ahora le parecía imposible. Más de la mitad de su vida había transcurrido sin el interés de un hombre atractivo, y por mucho que intentara convencerse de que el motivo de que se apartara radicaba en el sentido común, no podía evitar pensar que la falta de práctica de los últimos veintitrés años también tenía algo que ver.

Se sentía atraída por Paul, eso no podía negarlo. No sólo era guapo e interesante, e incluso encantador a su manera sosegada. Ni era sólo el hecho de que la hubiera hecho sentirse deseada. No; era su deseo genuino de cambiar, de convertirse en un hombre mejor de lo que había sido. Eso era lo que más la cautivaba. Había conocido a otras personas como él a lo largo de la vida; al igual que los médicos, los abogados eran reconocidos adictos al trabajo, pero todavía no se había topado nunca con alguien que no sólo hubiera tomado la decisión de cambiar, sino que lo estuviera haciendo de una forma que a la mayor parte de la gente le aterraría considerar.

Estaba convencida de que había algo noble en ello. Quería eliminar los defectos que veía en sí mismo, quería forjar la relación perdida con su hijo; se había presentado aquí porque un extraño que exigía una compensación se lo había pedido en una nota.

¿Qué clase de persona haría esas cosas? ¿Cuánto esfuerzo y cuánto coraje requería? Más del que ella tenía, pensó. Y del que tenía nadie a quien conociera. Y aunque intentaba negárselo, le complacía que alguien como él la encontrase atractiva.

Mientras reflexionaba sobre estas cosas, Adrienne cogió las dos últimas bolsas de hielo, además de una nevera portátil, y se las llevó a la caja. Después de pagar, dejó la tienda y se dirigió al coche. Uno de los dos ancianos seguía en el porche cuando ella se fue; al saludarle con la cabeza, tenía en su rostro la expresión de quien ha asistido a un entierro y a una boda en un mismo día.

En su breve ausencia, el cielo se había oscurecido y el viento le golpeó el rostro cuando salió del coche. Había empezado a silbar al agitarse alrededor del Inn y el sonido era casi fantasmal, como la flauta de un espectro tocando una sola nota. Las nubes se arremolinaban y se amontonaban, moviéndose en grupos en lo alto del cielo. El mar estaba plagado de crestas blancas y las olas avanzaban con fuerza rebasando la línea de pleamar del día anterior.

Mientras sacaba el hielo del coche, Adrienne vio a Paul, que salía a buscarla.

—¿Has empezado sin mí?—gritó.

—No, no del todo. Sólo estaba asegurándome de que lo encontraría todo—. Hizo ademán de coger las compras—. ¿Necesitas ayuda con esto?

Adrienne sacudió la cabeza.

—Ya lo tengo. No pesa mucho. — Señaló la puerta con un gesto—. Pero voy a empezar con la casa. ¿Te importa si voy a tu habitación a cerrar las contraventanas?

—Claro que no, adelante.

En el interior, Adrienne dejó la nevera junto al frigorífico, abrió las bolsas de hielo con un cuchillo de carne y echó los cubitos dentro. Sacó un poco de queso, la fruta que había sobrado del desayuno y el pollo de la noche anterior, y los encajó entre el hielo, pensando que no era una cena de gourmet, pero que bastaría en caso de no disponer de nada más. Luego, como vio que aún quedaba espacio, cogió una de las botellas de vino y la colocó encima. Sintió un íntimo estremecimiento ante la idea de que más tarde compartiría el vino con Paul.

Se obligó a sofocar ese sentimiento y dedicó los siguientes minutos a asegurarse de que todas las ventanas de la planta baja estuvieran cerradas desde dentro. Una vez arriba, se ocupó, en primer lugar, de las habitaciones vacías de huéspedes y luego se dirigió al cuarto donde él había dormido.

Después de abrir la puerta entró y vio que Paul se había hecho la cama. Sus bolsas estaban colocadas junto al mueble con cajones; la ropa que se había puesto por la mañana estaba para lavar y los mocasines reposaban en el suelo, al lado de la pared, con las puntas juntas y mirando hacia fuera. Pensó para sí misma que sus hijos podrían aprender cuatro cosas de él sobre las virtudes de mantener las habitaciones ordenadas.

Cerró una ventana pequeña del cuarto de baño y, al hacerlo, vio la jabonera y la brocha para hacer espuma al lado de la maquinilla de afeitar. Ambos estaban junto al lavamanos, al lado de una botella de loción para después del afeitado. De forma espontánea le vino la imagen de él, de pie ante el lavamanos aquella misma mañana, y al imaginárselo allí su instinto le hizo desear haber estado a su lado.

Sacudió la cabeza y, curiosamente, se sintió como una adolescente husmeando en el dormitorio de sus padres, así que fue hasta la ventana que había al lado de la cama. Mientras la cerraba, vio a Paul sacando una de las mecedoras del porche para guardarla debajo de la casa.

Se movía como si tuviera veinte años menos. Jack no era así. A lo largo de los años, Jack había engordado a causa de los numerosos cócteles y su vientre tendía a balancearse si emprendía cualquier actividad física.

Pero Paul era distinto. Sabía que Paul no se parecía a Jack en ningún aspecto, y fue allí, de pie en su dormitorio, cuando Adrienne sintió por primera vez una vaga sensación de ansiosa expectación, algo similar a lo que un jugador debe de sentir cuando espera que su dado saque el número afortunado.

Debajo de la casa, Paul estaba disponiendo las cosas. Los cierres de seguridad eran unas piezas de aluminio corrugado de setenta y cinco centímetros de ancho por metro ochenta de alto, y todos tenían una marca permanente para indicar a qué ventana de la casa correspondían. Paul empezó a separarlos del montón en varios grupos, planeando mentalmente lo que había que hacer.

Ya estaba terminando cuando bajó Adrienne. En la distancia se oyó un trueno que retumbó larga y gravemente sobre las aguas. Se notaba que la temperatura empezaba a descender.

—¿Qué tal va? — preguntó ella.

Pensó que su tono sonaba poco familiar, como si fuese otra mujer quien había pronunciado aquellas palabras.

—Es más fácil de lo que creía —dijo él—. Sólo hay que hacer coincidir las ranuras y encajarlas con los soportes, y luego pasar estos ganchos.

—¿Y la madera para mantenerlo en su sitio?

—Tampoco es muy complicado. Las juntas ya están hacia arriba, así que sólo tengo que colocar las maderas en los soportes y clavar un par de clavos. Ya dijo Jean que podía hacerlo una sola persona.

—¿Crees que te llevará mucho rato?

—Una hora, tal vez. Puedes esperar dentro si lo prefieres.

—¿No hay nada que yo pueda hacer para ayudarte?

—La verdad es que no. Pero puedes hacerme compañía, si te apetece.

Adrienne sonrió, complacida ante la invitación.

—Trato hecho.

Durante la hora siguiente, Paul fue de una ventana a otra colocando los cierres en su sitio, mientras Adrienne se quedaba con él. A medida que trabajaba notaba que ella lo miraba, y se sentía tan torpe como cuando le había soltado la mano aquella misma mañana.

Al cabo de un rato empezó a caer una fina lluvia que al poco tiempo se hizo más intensa. Adrienne se acercó más a la casa para evitar mojarse, pero comprobó que no servía de gran cosa teniendo en cuenta cómo se arremolinaba el viento. Paul no aceleró ni aminoró el ritmo de trabajo; la lluvia y el viento no parecían afectarle en absoluto.

Cubría una ventana tras otra. Colocaba los cierres, ajustaba los ganchos y movía la escalera. Cuando hubo terminado con las ventanas y estaba empezando con los soportes, los rayos caían sobre el mar y la lluvia arreciaba con fuerza. Y Paul seguía trabajando. Hundía cada clavo con cuatro martillazos a un ritmo regular, como si llevase años trabajado como carpintero.

A pesar de la lluvia, mantenían una conversación. Adrienne notó que él sólo tocaba temas ligeros, alejados de cualquier cosa que pudiera malinterpretarse. Le habló de algunos de los trabajos que él y su padre hacían en la granja y le dijo que también en Ecuador tendría que practicar un poco, así que estaba bien entrar otra vez en materia.

Mientras Adrienne le escuchaba hablar de esto y de lo otro, adivinó que Paul le estaba dejando el espacio que creía que ella necesitaba, o que creía que ella deseaba. Pero, al observarlo, supo de repente que mantener las distancias estaba muy lejos de sus intenciones.

Todo en él le hacía añorar cosas que nunca había conocido: el modo en que hacía que las cosas parecieran fáciles, la forma de sus caderas y sus piernas bajo los vaqueros mientras se sostenía en lo alto de la escalera, aquellos ojos que siempre reflejaban lo que pensaba y sentía… De pie, bajo la lluvia, Adrienne sintió la fuerza de la persona que él era, y de la persona que comprendía que ella deseaba ser.

Para cuando hubo terminado, la sudadera y la chaqueta de Paul estaban empapadas y su rostro había palidecido con el frío. Después de guardar la escalera y las herramientas en el cobertizo, se reunió con Adrienne en el porche. Ella se pasó la mano por el pelo para apartárselo de la cara. Sus suaves rizos habían desaparecido y tampoco quedaba rastro de su maquillaje. En su lugar apareció una belleza natural y, a pesar de la pesada chaqueta que llevaba, Paul adivinó el cálido cuerpo femenino que había debajo.

Fue entonces, de pie bajo el saliente, cuando la tormenta desató toda su furia. Un prolongado y súbito relámpago unió el mar con el cielo; el trueno resonó como el impacto de dos coches en la autopista. El viento sopló, doblando las ramas de todos los árboles en una misma dirección. La lluvia caía de lado, como si quisiera desafiar la gravedad.

Por un instante se limitaron a observar, sabiendo que ya no importaba otro minuto bajo la lluvia. Y entonces, cediendo por fin a lo que pudiera venir luego, se dieron la vuelta y entraron en la casa sin decir una palabra.

Capítulo 12

Mojados y fríos, cada uno se fue a su habitación. Paul se quitó la ropa, abrió el grifo de la ducha y esperó hasta que el vapor empezó a elevarse por detrás de la cortina antes de meterse dentro. Su cuerpo necesitó unos minutos para entrar en calor; sin embargo, aunque se entretuvo más de lo acostumbrado y se vistió despacio, Adrienne aún no había aparecido cuando bajó las escaleras.

Con las ventanas cubiertas la casa estaba a oscuras, así que Paul encendió la luz de la sala de estar antes de ir a buscar una taza de café a la cocina. La lluvia golpeaba con furia los cierres de seguridad y hacía vibrar toda la casa con el eco. Los truenos se sucedían continuamente y sonaban cerca y lejos al mismo tiempo, como los sonidos de una estación de tren abarrotada. Paul se llevó la taza de café a la sala de estar. Incluso con la lámpara encendida, las ventanas tapiadas daban la sensación de que la noche se había instalado dentro. Fue hasta la chimenea y abrió el regulador de tiro; echó tres leños, apilándolos de forma que el aire circulase entre ellos y luego añadió algunas astillas. Investigó un poco en busca de cerillas y las encontró en una caja de madera que estaba en la repisa de la chimenea. El olor a sulfuro impregnó el aire cuando encendió la primera.

Las astillas estaban secas y prendieron rápidamente; a medida que los leños empezaban a quemar, enseguida se oyó un ruido como el que produce el papel cuando se arruga. En cuestión de minutos la madera de roble estaba desprendiendo calor; Paul acercó la mecedora y extendió las piernas en dirección al fuego.

Se estaba a gusto, pensó, aunque no del todo. Se levantó de su silla, cruzó la habitación y apagó la luz. Sonrió.

«Mejor. Mucho mejor», pensó.

En su dormitorio, Adrienne se estaba tomando su tiempo. Después de que los dos entraran en la casa, había decidido seguir el consejo de Jean y empezó a llenar la bañera. Incluso cuando apagó el grifo y se metió dentro, oyó el agua corriente a través de las cañerías y supo que Paul todavía estaba duchándose arriba. Había algo sensual en aquella certeza, y se dejó dominar por esa sensación.

Dos días antes ni siquiera hubiera imaginado que algo así pudiera ocurrirle a ella. Ni que pudiera sentir aquello por nadie, por no mencionar que se trataba de alguien a quien acababa de conocer. En su vida no había espacio para tales cosas; al menos no últimamente. Era fácil culpar a los niños o repetirse que sus responsabilidades no le dejaban el tiempo suficiente para algo así, pero eso no era completamente cierto. También tenía algo que ver la clase de persona en que se había convertido tras el divorcio.

Sí, se sintió traicionada y enfadada con Jack; eso podría entenderlo cualquiera. Pero el hecho de haber sido abandonada por otra tenía más implicaciones, y por mucho que intentase no pensar en ello había veces en que no lo podía evitar. Jack la había rechazado, había rechazado la vida que habían vivido juntos; eso resultaba devastador para ella, como esposa y como madre, pero también como mujer. Aun en el caso, como él había asegurado, de que no entrara en sus planes enamorarse de Linda, aunque simplemente fuese algo que había ocurrido, no era tan sencillo como subirse a la rueda de las emociones sin tomar decisiones conscientes en ningún momento. Él tenía que haber pensado en lo que estaba haciendo, tenía que haber considerado las posibilidades cuando empezó a pasar más tiempo con Linda. Y no importaba cuánto hubiera intentado suavizar lo ocurrido; era como si le hubiese dicho a Adrienne no sólo que Linda era mejor en todos los aspectos, sino que Adrienne ni siquiera valía el tiempo y el esfuerzo necesarios para solucionar lo que fuese que él creyera que iba mal en su relación.

¿Cómo se suponía que debía reaccionar ante esa clase de rechazo absoluto? Para los demás era fácil decir que no tenía nada que ver con ella, que Jack estaba atravesando la crisis inherente a su edad; aun así, había influido en la persona que creía ser. Sobre todo como mujer. Es difícil sentirse sensual cuando una no se siente atractiva, y los siguientes tres años sin citas no hacían más que corroborar su sensación de ineptitud.

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