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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Narrativa, #Juvenil

Donde los árboles cantan (26 page)

BOOK: Donde los árboles cantan
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Sin embargo, en el fondo entendía a su amiga y otras tantas damas que compartían la misma práctica. La mayor parte de los hombres de Nortia habían perecido en la guerra. Muchas preferían que su linaje se extinguiese con ellas a contaminarlo con sangre bárbara.

—¿Y qué pasó? —preguntó en voz baja, con un estremecimiento.

—Bueno. Naturalmente, mi esposo me dio una paliza por escaparme — respondió Belicia, riendo sin alegría—. Pero no encontró la bolsita de raíz de doncella. Así que aún no le he dado el heredero que tanto desea. Ni se lo daré nunca —concluyó con fiereza.

Viana sintió un nuevo escalofrío. Allí tenía el ejemplo de lo que habría sido su vida de no haber escapado de Holdar… o de no haber contado con la ayuda de Dorea en los momentos más difíciles.

—¿Y tu madre, Belicia? —le preguntó con suavidad—. ¿Vive aquí, con vosotros, o la han obligado a quedarse en Valnevado?

Los ojos de la muchacha se llenaron de lágrimas otra vez. Viana no recordaba haberla visto nunca llorar tanto.

—Mi madre murió el pasado invierno —respondió Belicia en voz baja—. Ahora estoy sola… con los bárbaros.

—Oh, Belicia, lo siento muchísimo —susurró Viana, abrazándola con fuerza—. De verdad que lo siento. Si hubiese sabido lo mal que lo estás pasando…

—Pero todo eso se ha terminado, ¿verdad? —respondió Belicia, separándose de ella para mirarla con ojos brillantes—. Porque tú has venido a rescatarme.

—¿Qué? —soltó Viana—. Belicia, yo ni siquiera sabía que estabas aquí. En realidad he venido… —se detuvo. De pronto, le parecía indecente revelar que había regresado para recoger unas joyas, por mucho valor sentimental que tuvieran para ella. Y se avergonzó de haberse acordado de ir a buscarlas, en lugar de preocuparse por averiguar qué había sido de su mejor amiga.

—Es verdad, tú no sabías que yo estaba viviendo en tu casa y ocupando tu cuarto —Belicia dejó escapar una risilla nerviosa—. Pero entonces, ¿por qué has venido?

Viana suspiró y se lo contó, suponiendo que Belicia se enfadaría con ella. Sin embargo, su relato consiguió arrancarle una sonrisa ilusionada.

—¡Qué emocionante! ¡De modo que te has hecho pasar por un porquerizo para entrar en el castillo de tu familia, que te fue injustamente arrebatado, y así poder recuperar las joyas de tu madre, que escondiste antes de ser conducida a un terrible destino! ¡Es tan romántico…! Vamos, Viana, ¿a qué esperas? ¡Hay que ver si siguen donde las dejaste!

Dejándose contagiar por su entusiasmo, Viana procedió a mover la cama a un lado. Las dos se inclinaron sobre la losa suelta y la retiraron con la emoción contenida. Viana introdujo la mano en el hueco y la sacó con el estuche de terciopelo que había ocultado allí año y medio atrás.

—¡Viana, lo has conseguido! —exclamó Belicia—. ¡Has preservado el legado de tu madre de la codicia de los bárbaros! ¿Puedo verlas?

—Claro que sí —accedió ella.

Abrió el estuche con cuidado, y ambas contemplaron las joyas, extasiadas ante los destellos que despedían bajo la luz de las velas. Los ojos de Viana se llenaron de lágrimas al contemplar la gargantilla de esmeraldas que su madre solía llevar en las ocasiones especiales.

—A la duquesa le gustaba mucho este collar —dijo Belicia, adivinando lo que pensaba—. Se lo vi puesto alguna vez, en Normont, durante la celebración del solsticio. Estaba muy guapa con él. Bueno, siempre estaba muy guapa, llevara lo que llevara.

Viana se esforzó por volver al presente. Contempló a Belicia un momento y sintió un nudo en la garganta y un punzada en el corazón. Su amiga no era más que la sombra de la joven inquiera, alegre y descarada que había sido. La abrazó con fuerza. La quería como a una hermana. No la dejaría allí, a merced de los bárbaros. No; ahora que la había visto, no podía seguir con su vida como si nada, fingiendo que no sabía nada de ella, dando la espalda al hecho de la aguardaba un futuro lleno de desdicha.

—Belicia —dijo entonces, escogiendo las palabras con cierto cuidado—, es verdad que no he venido aquí por ti. Lo cierto es que no sabía nada de ti, pero, la verdad, estuve tan ocupada salvando mi propia piel que no me detuve a preguntarme qué te había pasado. Pero ya que he venido… — respiró hondo—, creo que podría intentar rescatarte. ¿Qué me dices? ¿Vendrías conmigo?

Belicia la miró con los ojos muy abiertos.

—¿Hablas en serio?

—Bueno —trató de puntualizar Viana—, nosotros vivimos en el bosque, ¿sabes? No en el bosque profundo, claro, sino en los límites… Aun así, no se pueden comparar nuestras cabañas con la comodidad de un castillo como Rocagrís…

—Todo eso no me importa —interrumpió Belicia—. Haría lo que fuera por salir de aquí y por escapar de Heinat… Muchas veces he soñado con matarlo a sangre fría, como hiciste tú, pero no me he atrevido…

—Espera, yo no lo maté a sangre fría; fue un accidente…

—…Incluso me hice con una redoma de veneno —prosiguió Belicia sin hacerle caso—, pero nunca la he usado. Tenía miedo de que sospecharan de mí…

Se echó a llorar otra vez.

—Vamos, cálmate —la consoló Viana—. Te sacaré de aquí. No permitiré que ese sucio bárbaro vuelva a ponerte las manos encima.

—Ay, gracias, Viana —suspiró Belicia—. No sabes cuánto he deseado que llegara este momento… Pero no tenía nadie que viniera a rescatarme. Todos los hombres de mi familia murieron en la guerra y, por otro lado… yo no tenía ningún enamorado que me echase de menos.

Viana recordó entonces que Belicia se había sentido atraída por el príncipe Beriac desde que era muy pequeña. Naturalmente, el heredero de Nortia había sido uno de los primeros en sucumbir bajo el hacha del rey Harak.

—Estoy segura de que a él le gustabas —le dijo con cariño.

—Viana, tú sabes que eso no es verdad.

—Sí que lo es. Lo que pasa es que no podía demostrártelo porque, como príncipe, estaba destinado a una boda pactada con alguna princesa del sur. Las dos lo sabíamos.

—Sí, pero…

—Estoy convencida de que si las cosas hubiesen sido diferentes… si los bárbaros se hubiesen quedado en su tierra… la vuestra habría sido una bella y trágica historia de amor imposible. Y Oki la habría relatado a nuestros descendientes durante la noche del solsticio.

—Ay, Viana, eso es muy bonito…

—Es mucho menos de lo que mereces. Y ahora, sécate esas lágrimas: nos vamos de aquí.

Una sonrisa iluminó el pálido rostro de Belicia como un rayo de sol hendiendo un manto de nubes. Tratando de dominar su excitación, como cuando eran niñas y tramaban una nueva travesura, se pusieron en pie y pegaron una oreja a la puerta para averiguar si rondaba por allí cerca alguien que pudiera escucharlas. Les llegaron los vozarrones de Heinat y sus hombres desde el piso de abajo, cantando y riendo a carcajadas, como si se hallasen en una taberna.

—Todavía tenemos tiempo —susurró Belicia—, pero no debemos confiarnos. Cuanto antes salgamos de aquí, tanto mejor.

Viana se incorporó, pensando con rapidez. Había planeado volver a salir por la puerta principal, igual que había entrado. Pero ahora, con Belicia, no le sería posible. Se asomó a la ventana. La noche había caído sobre Nortia, negra como la boca de un lobo.

—Tienes un plan para escapar, ¿no? —oyó que decía Belicia a su espalda, con una nota de histerismo en la voz—. ¡Dime que tienes un plan!

—No te preocupes —murmuró Viana; pero lo cierto era que no tenía ni idea de cómo sacar a su amiga de allí.

La ventana estaba demasiado alta como para saltar al vacío sin más. Por el muro, sin embargo, trepaba una tupida mata de enredaderas. En tiempos del duque Corven, solía recortarse todos los años, cuando llegaba el otoño; pero Rocagrís había quedado abandonado durante mucho tiempo, y nadie se había preocupado de podar las plantas desde entonces. Viana se quedó mirando la enredadera, preguntándose si podrían bajar por allí. Ella, probablemente, sí sería capaz, pero Belicia lo tendría más difícil. Quizá por eso, su marido no había considerado que aquellas plantas pudieran facilitarle la huida; la joven no solamente no estaba acostumbrada a aquellos equilibrios, sino que además era una dama nortina: los bárbaros pensaban que ninguna de ellas tenía el coraje necesario para intentar una aventura semejante.

Sin embargo, y aunque lograran llegar al suelo sin romperse ningún hueso, todavía habría que salir del recinto. Viana se preguntó cómo iban a poder salvar la muralla.

«Ya pensaré en ello cuando lleguemos allí», decidió.

—Belicia, mira: ¿crees que podrás bajar por aquí?

Ella ni siquiera necesitó asomarse a la ventana para entender lo que quería decir su amiga.

—¡No sabes la de veces que lo he pensado! —suspiró—. Pero está demasiado alto, Viana. Nos romperemos la cabeza.

—No si tenemos más puntos de apoyo. Venga, vamos a ver qué tienes en tu arcón.

Ante la mirada perpleja de Belicia, Viana arrancó las sábanas de la cama y sacó varios vestidos del baúl de su compañera. Esta, sin embargo, no dijo nada cuando la joven empezó a rasgar las prendas y a atarlas unas a otras. Apenas tardó unos minutos en confeccionar la tosca sarta de ropa que les serviría de cuerda. Ató un extremo al parteluz de la ventana y lanzó el otro al vacío. Belicia la miró con aprensión.

—No sé si seré capaz.

—Claro que serás capaz —replicó Viana—. Utiliza la enredadera para sujetarte y será más fácil. ¿O es que quieres ser la esposa de Heinat toda tu vida?

Belicia negó enérgicamente con la cabeza. Después, sacando fuerzas de flaqueza, se recogió las faldas y se encaramó al alféizar de la ventana. Se aferró con fuerza al lío de ropa y se descolgó con una pequeña exclamación de pánico.

Viana la sostuvo por la muñeca hasta que logró estabilizarse.

—Muy bien, y ahora ve bajando poco a poco —le indicó.

Belicia obedeció y, tras unos angustiosos minutos, logró descolgarse por la soga lo suficiente como para poder saltar al suelo sin sufrir daños.

Viana sabía que no disponían de mucho tiempo. Se metió el estuche de las joyas en el zurrón y descendió por la ristra de prendas hasta reunirse con Belicia en el patio.

—¡No me lo puedo creer! —susurró ella estremeciéndose, en parte de frío, en parte de emoción—. ¡Estamos huyendo! Y ahora, ¿qué hacemos?

Viana la guio hasta un rincón en sombras al pie de la muralla. Desde allí se asomó con precaución para estudiar el terreno.

Como había supuesto, el portón de entrada estaba ya cerrado. Sentados junto a él, había dos guardia que jugaban a los dados a la luz de las antorchas. Por fortuna, la ventana por la que acababan de descolgarse no se encontraba en su ángulo de visión. Y la escalera para subir a la muralla, tampoco.

Siguió observando lo que sucedía a su alrededor. No había nadie vigilando las almenas. Sin embargo, en el momento en el que subieran hasta allí serían visibles para los guardias de la puerta. Tendrían que actuar con suma cautela.

Se dirigió, pues, a la gradería que conducía al adarve, indicando a Belicia que la siguiera. Las dos muchachas se deslizaron en silencio a la sombra de la muralla y treparon por las escaleras.

—¡Agáchate! —susurró Viana cuando alcanzaron las almenas.

Se quedaron un momento encogidas junto al muro, temblando. Viana se atrevió a alzar la cabeza, pero los guardias seguían inmersos en su partida y no advirtieron su presencia.

—Y ahora, ¿qué? —musitó Belicia.

—Quédate aquí y no hagas ruido —respondió Viana en el mismo tono.

Se arriesgó a asomarse entre las almenas y a ulular como un búho una, dos, tres veces. A sus pies, Belicia dio un respingo. Viana se agachó rápidamente junto a ella antes de que los guardias miraran hacia allá.

—¿Qué haces? —susurró su amiga, aterrorizada.

—Pedir refuerzos —respondió Viana en el mismo tono.

El grito del búho, lanzado por triplicado, era la señal de aviso que solían utilizar los proscritos del Gran Bosque. La muchacha esperaba que Airic la escuchara desde el lugar donde había acampado, en el bosquecillo de abedules, y reconociera en ella una petición de auxilio.

Sin embargo, por el momento le preocupaban más los guardias. Uno de ellos había alzado la mirada para observar con curiosidad el lugar desde el que había sonado el canto del búho. Las dos amigas permanecieron muy quietas, a la sombra de las almenas, hasta que el bárbaro dejó de prestar atención a lo que sucedía en la muralla.

Entonces Viana se incorporó de nuevo y volvió a ulular con fuerza. En esta ocasión, el guardia no se molestó en levantar la cabeza.

Las dos muchachas esperaron, temblando de nerviosismo e impaciencia. Viana, asomada al exterior entre dos almenas, aguardaba la llegada de Airic. Si el chico no había oído su llamada, estaban perdidas.

Sin embargo, sus temores se disiparon cuando, momentos después, una sombra rápida y vivaz se deslizó por el exterior del castillo, pegada a la muralla. Por fortuna, Rocagrís no disponía de foso.

—¡Airic! —lo llamó Viana; se quedó un momento quieta, temiendo que los guardias la hubiesen oído. Pero ellos seguían centrados en su partida. Hablaban tan alto, además, que su voz tapaba las de las fugitivas.

—¡Mi señora! —respondió Airic desde abajo—. ¿Qué hacéis ahí? ¿No ibais a esperar hasta el amanecer?

Aquel había sido el plan inicial, en efecto: quedarse a dormir con los demás criados y marcharse por la mañana por la puerta principal.

—¡He cambiado de idea! —replicó Viana entre susurros—. ¡Tenemos que salir de aquí ahora mismo! ¡Ve a buscar una cuerda y lánzamela! ¡Y trae también los caballos!

Airic asintió y desapareció entre las sombras de la noche. Belicia y Viana se acurrucaron en el adarve, al abrigo de las almenas, y aguardaron temblando hasta que, un rato más tarde, oyeron ulular tres veces al búho.

—Ya está —dijo Viana aliviada.

Respondió con la misma señal, sin quitar ojo a los guardias. Pero ellos parecían haberse acostumbrado a la presencia del búho que, por lo visto, había visitado el castillo aquella noche, porque no se molestaron en alzar la vista.

Apenas un instante más tarde, una cuerda atada a un contrapeso se elevó por encima de la muralla. Viana la agarró antes de que cayera al suelo y procedió a amarrarla a la almena. Se aseguró de que estuviera bien atada y se volvió hacia Belicia.

—Vas a tener que bajar por aquí. ¿Crees que serás capaz?

—Ya no puedo volver atrás —respondió ella. Viana asintió.

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