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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Narrativa, #Juvenil

Donde los árboles cantan (21 page)

BOOK: Donde los árboles cantan
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—Bien —dijo—, creo que ya lo tengo. Te llamaré Uri, si no te importa.

No pareció importarle. Estaba muy entretenido jugando con sus propios dedos. Viana no pudo evitar sonreír.

Se preguntó entonces qué iba a hacer con él. Estaba claro que, si lo dejaba solo, no sería capaz de sobrevivir en el bosque, al menos mientras no recuperase la memoria. Pero resolvió posponer la decisión hasta el día siguiente, porque ya estaba atardeciendo.

Montó un campamento junto al río. Por alguna razón, la presencia de Uri le hacía sentirse segura, y pensó que no habría nada de malo en encender un fuego cuando cayera la noche.

—Pero primero vamos a comer —le dijo—. Estarás hambriento, ¿no?

Le tendió lo poco que le quedaba de la cecina, pero el muchacho la tomó y le dio vueltas entre las manos, desconcertado.

—Es comida —le explicó Viana—. Co-mi-da.

Mordió un poco y la masticó exageradamente para que él entendiera lo que quería decir. Uri mordisqueó una esquina, dubitativo. Pero movió la comida en el interior de su boca sin saber muy bien qué hacer con ella, y puso tal cara de asco y desconsuelo que Viana no pudo evitar echarse a reír.

—Bueno, comprendo que no es un gran banquete —le dijo—. Tíralo si no te gusta. Aún falta un poco para el anochecer; iré a cazar algo más sabroso.

Dejó a Uri sacándose de la boca los restos de la cecina y contemplándolos con repugnancia, y se internó en el bosque.

No tardó en hacerse con un pequeño tejón que ni siquiera salió corriendo cuando la vio. Era evidente que el animal jamás había visto a un ser humano. Viana casi lamentó acabar con una presa tan confiada.

A su regreso, encontró a Uri en la orilla del río, hurgando en el barro. Tenía las manos muy sucias, y Viana lo apartó de allí antes de que se manchara la ropa también, aunque ya tenía las calzas empapadas.

—¿Qué voy a hacer contigo? —lo riñó mientras le lavaba las manos en el agua.

Lo sentó de nuevo al pie de un árbol mientras preparaba el fuego para asar el tejón. Sin embargo, la reacción del muchacho cuando prendió la primera chispa la sorprendió. Uri contempló fascinado la llama que lamió la leña, pero cuando vio que esta se transformaba en un fuego que ardía con viveza, profirió un grito y retrocedió aterrorizado. Viana trató de calmarlo, pero solo consiguió asustarlo más. Uri se deshizo de su abrazo y echó a correr hacia lo profundo del bosque, tropezando con ramas y raíces. Viana lo llamó y quiso salir tras él, pero ya había anochecido y no se atrevió a alejarse del campamento.

Uri no regresó. Abatida, Viana asó el tejón en el fuego. Cenó sin ganas, a pesar del hambre. Lo cierto era que echaba de menos al extraño muchacho, y sospechaba que no volvería a verlo más. «Y tal vez sea mejor así», se dijo, «¿Qué se supone que iba a hacer con él?». Pero cuando se echó a dormir junto a las últimas brasas del fuego, le costó arrancarse del corazón aquella sensación de añoranza.

La mañana le trajo una sorpresa. Al incorporarse, bostezando y frotándose los ojos, descubrió que Uri había regresado durante la noche, había excavado un hoyo en el suelo, a una prudente distancia de los restos de la hoguera, y se había hecho un ovillo en su interior, como un animalillo en su madriguera. El barro manchaba su piel y sus ropas, pero no parecía importarle. Dormía tan profundamente como un bebé.

Viana se sintió molesta y aliviada al mismo tiempo. Molesta porque Uri había hecho todo aquello sin que ella se diese cuenta (¿qué diría Lobo si supiera que había sido tan descuidada?), y aliviada porque, después de todo, él estaba allí de nuevo. Lo cierto era que Viana temía por él. En su estado, no parecía muy probable que fuera capaz de sobrevivir en el bosque. Pero su regreso le planteaba otro inconveniente.

—Y ahora, ¿qué? —murmuró.

Tenía tres opciones: o bien lo abandonaba allí mismo, o proseguía su viaje con él, o volvía a casa para ponerlo en buenas manos. Comprendió enseguida que sería incapaz de dejarlo atrás. Sin embargo… ¿cómo iba a continuar hacia el corazón del bosque si tenía que cargar con él? No obstante, la tercera posibilidad también tenía sus desventajas. Por ejemplo, si volvía a casa no tendría otra oportunidad de partir en busca del manantial encantado. Lobo la vigilaría de tal forma que no sería capaz de escaparse otra vez.

En aquel momento, Uri abrió los ojos. Parpadeó, un tanto desconcertado, y entonces la vio. Le dedicó una amplia sonrisa, tan cálida que conmovió profundamente a Viana.

—De acuerdo —decidió—. Será difícil, pero no imposible. Andando, Uri: nos vamos.

Tras recoger el campamento y asearse, Viana remprendió la marcha. Sin embargo, le costó un poco conseguir que el muchacho la siguiera. Parecía indeciso, y por un momento se quedó parado en la orilla del río, mirándola desconsolado.

—Yo he de proseguir mi viaje —trató de explicarle ella—. Si quieres venir conmigo, estupendo. Si no… tendré que dejarte atrás.

Como sabía que él no la comprendía, echó andar, sin más, hacia las profundidades del Gran Bosque. Lo hizo sin prisas, pero sin mirar atrás, esperando que él captara la idea.

Apenas unos instantes después, Uri echó a correr tras ella, con aquel trote desmañado que lo caracterizaba. Tropezó con un par de raíces y estuvo a punto de caer al suelo, pero se las arregló para alcanzarla. Cuando lo hizo, le dirigió una sonrisa que Viana interpretó como un «voy contigo».

—Bien —asintió ella, sonriendo a su vez.

La lógica le decía que Uri le complicaría el viaje. Pero una parte de ella se alegraba de poder contar con su compañía.

La mañana resultó agotadora. Uri era decididamente torpe, y además hacía mucho ruido. Viana se preguntó si todos los duendes serían así. Ella tenía entendido que los seres feéricos se desplazaban por el bosque tan sigilosos como sombras, hasta el punto de que casi llegaban a fundirse con él. La piel moteaba de Uri apoyaba dicha creencia. Entonces… ¿por qué avanzaba por la espesura como un muchacho de la cuidad?

Tuvieron suerte, porque nada los atacó, pero al mismo tiempo Viana encontró problemas para sorprender a sus presas. Se alegró de haber guardado parte del tejón del día anterior. Aquella mañana pudo almorzar sin necesidad de cazar porque, entre otras cosas, Uri seguía sin comer.

Viana pensó que tal vez tuviera algún tipo de problema con la carne, de modo que seleccionó algunas bayas para él. Pero tampoco esa opción resultó sencilla. A medida que se internaban más y más en el Gran Bosque, la vegetación se tornaba más extraña. Encontró arándanos y grosellas, pero también otros frutos que crecían en arbustos cuyo aspecto le resultaba totalmente desconocido, y que decidió no tocar por si eran venenosos.

Tampoco las bayas parecieron entusiasmar a Uri. Sin embargo, era evidente que tenía hambre.

Por fin, cuando acamparon al caer la tarde, Viana encendió una hoguera para asar la cena: una tórtola que había logrado ensartar con una flecha solo porque tenía problemas para volar. Uri volvió a mostrarse aterrizado ante la visión del fuego, aunque en esta ocasión no salió corriendo. Se alejó de las llamas para contemplar desde lejos cómo Viana cocinaba su presa, con una mezcla de terror, fascinación y desconfianza. Cuando Viana empezó a comer, se acercó un poco, casi con timidez. La muchacha le tendió un puñado de grosellas con una sonrisa, y Uri se las metió a la boca, las masticó y después se las tragó con dificultad. Había estado observando a Viana fijamente mientras ella devoraba su cena y finalmente se había decidido a imitarla.

Y debieron de gustarle, porque se terminó todas las bayas y miró a Viana pidiendo más.

La joven le ofreció, dubitativa, uno de los muslos de la tórtola. Uri lo mordió, al principio vacilante y después con mayor entusiasmo.

—Me alegro de que por fin te hayas decidido a comer —le dijo ella.

El chico le devolvió una radiante sonrisa, sin dejar de masticar. Parecía que, ahora que se había animado, estaba disfrutando con la comida: pero Viana apartó la vista y se preguntó cómo podría hacerle entender que debía comer con la boca cerrada.

El resto de la noche transcurrió sin incidentes, aunque Viana se despertó de madrugada, sobresaltada, al escuchar un aullido en la lejanía. Uri, sin embargo, seguía durmiendo plácidamente. La joven, con el corazón aún latiéndole con fuerza, decidió montar guardia hasta el amanecer.

Cuando se pusieron en marcha de nuevo, al romper el alba, Viana volvía a estar inquieta. Ciertamente, Uri le hacía compañía, pero no sería de gran ayuda en caso de que algún animal los atacara, y ni siquiera sabía hacer una guardia en condiciones, porque en cuanto le entraba sueño se echaba a dormir, y no entendía que debía mantenerse despierto para vigilar. Su presencia la obligaba a estar siempre pendiente de él y podía hacerle pasar por alto algún peligroso potencial. Y ahora debía estar especialmente alerta. El bosque se volvía cada vez más extraño a medida que avanzaban: había muchas plantas y árboles que desconocía, y los sonidos que surgían de la espesura resultaban muy inquietantes.

A media mañana, Viana montó un campamento y dejó allí a Uri mientras se iba a cazar, porque necesitaba pensar.

Logró atrapar una paloma, pero eso no la animó, porque a cada paso que daba era más consiente de que su viaje era una completa locura. Llevaba ya varios días avanzando a través del Gran Bosque, cada vez con mayor dificultad, y no tenía ni la más remota idea de por dónde debía seguir, ni de si iba en la dirección correcta. Ciertamente, aquello era inmenso. Sacudió la cabeza; no podía seguir así, avanzando a ciegas, y menos si debía de cuidar de Uri. Necesitaba un plan.

Se le ocurrió entonces una idea. Buscó un árbol lo bastante alto y frondoso y trató de trepar por él. Al principio le resultó relativamente fácil, porque había muchas ramas en las que apoyarse, y el tronco nudoso también ofrecía múltiples apoyos. Sin embargo, Viana pronto se dio cuenta de que era mucho más alto de lo que había calculado: subía y subía, pero seguía estando rodeada de ramas y hojas por todas partes. Tragó saliva y se obligó a no mirar abajo.

Tras un rato eterno angustioso, llegó hasta lo alto de la copa y estiró el cuello para ver más allá.

El bosque parecía no tener límites: los árboles se extendían hasta donde alcanzaba la vista, en todas direcciones salvo en una. Allá, al fondo, se veían campos de labranza, y el horizonte estaba cortado por una cadena montañosa que Viana reconoció inmediatamente. Aquello era Nortia, su hogar. Y parecía ridículamente cerca en comparación con el camino que tenía por delante hasta llegar al corazón del bosque. Volvió a escudriñar la espesura en busca de algún espacio que pudiera parecer diferente —árboles más altos, o de una coloración diferente, o que estuvieran haciendo algo parecido a cantar—, pero no tuvo suerte.

Entonces algo llamó su atención en la lejanía: una fina columna de humo que se elevaba hasta las alturas y que parecía surgir de las mismas entrañas del Gran Bosque. ¿Qué sería aquello? Habría jurado que se trataba de una hoguera o de algo parecido, pero no podía creer que hubiese asentamientos humanos en un lugar tan apartado. Tal vez, pensó, estuviese allí el hogar de Uri. Enseguida imaginó una aldea primitiva habitada por gente de piel moteada.

En cualquier caso, era algo que valía la pena investigar, aunque calculó que necesitaría varios días más de viaje para llegar hasta allí.

Decidió que lo intentaría, al menos, e inició el descenso.

Y entonces, cuando ya apenas le quedaban unos metros para llegar a tierra, la rama a la que acababa de asirse se partió con un crujido y la muchacha se precipitó al suelo.

Cayó de bruces y logró amortiguar el golpe con las manos, pero sintió un agudo dolor en la muñeca, oyó un chasquido desagradable, y supo que se la había torcido. Mascullando maldiciones, se sentó como pudo en el suelo musgoso y se la frotó con energía. Le dolía mucho. Procedió a vendársela tal y como Lobo le había enseñado, lamentando que no hubiera por allí cerca un arroyo donde sumergir la mano para reducir la inflamación en el agua fría.

Y fue entonces cuando se dio cuenta de que en aquellas circunstancias no podía cazar.

Se levantó cojeando —sentía que tenía magulladuras en todas las partes blandas de su cuerpo— y tomó su arco. Probó a tensar la cuerda y la soltó con un gemido. No; definitivamente, no podía usar la muñeca. Y estaba por ver si sería capaz de manipular cuerdas para hacer trampas.

Palpó la presa, que aún pendía de su cinturón, para asegurarse de que seguía allí, y respiró hondo. Pensó que era una suerte que la hubiese cazado antes de tener la ocurrencia de subirse al árbol. Porque sería lo único que comería en bastante tiempo.

Cuando regresó al lugar donde había dejado a Uri, su rostro reflejaba la decisión que acababa de tomar. Aun así, le costó verbalizarla.

—Vamos, arriba —le dijo al chico.

Capítulo IX

De cómo Viana regresó con el extraño muchacho que había hallado en el bosque y de las cosas que averiguó después.

La llegada de Viana al campamento, diez días después de su partida, supuso una gran alegría para todos. La habían buscado por el bosque, pero evidentemente nadie, ni siquiera Lobo, había osado adentrarse tanto como para encontrarla. Muchos la daban por muerta; otros tenían la esperanza de que regresaría, y algunos barajaban la posibilidad de que no se hubiese marchado al Gran Bosque, sino a cualquier otra parte, en cuyo caso quizá volviese tarde o temprano. Airic repetía a todo el que lo quería escuchar que Viana había sido secuestrada por los bárbaros, aunque Lobo había afirmado que aquello era poco probable. Recordaba muy bien que Viana había hablado del manantial de la eterna juventud justo antes de desaparecer sin despedirse.

—Ese condenado juglar le llenó la cabeza de pájaros —gruñía.

Pero ni siquiera aquellos que no habían perdido las esperanzas pudieron ocultar su sorpresa al verla aparecer, hambrienta, desaliñada y acompañada de un extraño muchacho. Al principio, todos fueron saludos, risas, abrazos y muchas preguntas. Viana no sabía por dónde empezar a relatar su aventura, y Uri estaba tan asustado que no se despegaba de ella. Pero entonces intervino Alda, espantó a todo el mundo, condujo a los recién llegados junto a la hoguera y les sirvió sendos platos de sopa. Uri metió el dedo en el caldo con curiosidad; pero se quemó, lanzó una exclamación de dolor y sorpresa y arrojó la escudilla lejos de sí. Todos se quedaron mirándolos con extrañeza. Viana suspiró.

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